Una fábula ilusoriamente antigua como el universo humano es lo que utiliza el director como subterfugio para realizar varios tipos de disecciones de los personajes que presenta en un medio que los contiene y también los anula.
En realidad, termina por ser un pronóstico de lo que ocurre cuando uno se ha olvidado vivir.
Tal como decía mi abuela, el desamor es un producto de la rutina en la pareja, sino la sorprendes a diario, y sino estas abierto a ser sorprendido, al final se sigue junto al otro por inercia.
Pero todo comienza con una especie de intriga. A un hombre de familia bien constituida le comienzan a llegar diariamente arreglos florales de agradecimiento, sin remitente.
Hasta se podría pensar en algo del orden del filme “Cache” (2005), de Michael Haneke, pero eran videos de su propio domicilio que generaba interrogantes y angustias.
Pero rápidamente el suspenso que instala se va diluyendo, y lo que podría haber sido casi un homenaje a Claude Chabrol pasa a ser un drama cotidiano.
Las flores son enviadas por una joven ex paciente del doctor, quien parece ahora estar en búsqueda de otro tipo de atención, aunque la diferencia de edades se presente como una barrera insoslayable. Todo esto en los primeros minutos de la historia.
Daniel Auteuil, el siempre eficaz actor francés, compone a Paul, un cirujano (no es casual esa profesión), que tarde comprenderá las razones de su crisis existencial, no obstante será incompetente a la hora de descubrir a cuanto de su destino renunció y se le escurrió entre sus manos.
Kristin Scott Thomas es Lucie, su esposa, una abnegada jardinera que vivió al servicio de su hogar, y a la que los años la ponen en el supuesto lugar de dejar de ser deseada, sin darse cuenta que ella misma jugo un juego en el que no manejaba la variable del tiempo y dejo de manejar la variable del espacio que ocupaba en la vida del otro.
A esta pareja que muestra hacia afuera un halo de perfección que cualquier haz de luz un poco más clara que la normal dejaría al descubierto la anestesia en la que se encuentran y, a la postre, la falacia que es su vida.
Pero el texto no termina por profundizar tampoco en esta variable de los personajes y empieza a derivar en un intento de radiografiar a la clase alta, pero se queda en eso, en intento, incluyendo, casi sin justificar, una ola de secretos y mentiras en esa familia.
Ahí es donde el filme se transforma en inocuo, algo así como el que mucho abarca poco aprieta. Aparece un cuarto personaje, Gerard (Richard Berry), un medico, amigo de la familia desde siempre, con el que Paúl compite, tal cual un duelo en un western, pero jugando al tenis.
Posiblemente lo mejor de la realización se encuentre en lo tiempos narrativos y no en el discurrir del relato, ya que nunca termina por definir el género y nada es demasiado profundizado.
Claro que un lugar de mucha importancia lo ocupa la puesta en escena, con encuadres minuciosamente aplicados, un vestuario que denota, exclama, elementos de lo relatado (presten atención a la indumentaria de los personajes cuando juegan al tenis, sobre todo al uso de los colores). Como asimismo el diseño de sonido y la banda sonora, utilizada por momentos de manera empática y en otros como anticipando el desarrollo, y no es casual la inclusión de la ópera como registro auditivo.
Todo esto proporciona el espacio ideal, el sostén perfecto para que se desarrolle un increíble duelo actoral entre Kristin Scott Thomas y Daniel Auteil, lo más sobresaliente de ésta producción.
La deuda pendiente, tomando como parámetro todo lo anticipado metafóricamente desde el titulo, está en el guión, sobre todo en los diálogos, raro proviniendo del director de la sorprendente “Hace mucho que te quiero” (2008), de profesión de origen escritor y novelista devenido en guionista y realizador cinematográfico