Aparecidos

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

El juego del miedo, en Argentina

Coproducción mayoritariamente española, filmada dos años atrás en Argentina con nombres locales en el elenco, Aparecidos se cierra con una imagen icónica y políticamente poderosa. En una Buenos Aires contemporánea, los fantasmas de los desaparecidos deambulan, como almas en pena, siendo vistos sólo por aquéllos dispuestos a hacerlo. Si se piensa un poco se advertirá, sin embargo, que su unidireccionalidad de sentido le da a esa imagen una impronta más publicitaria que cinematográfica. Una música ostentosa termina de arruinar el poderío potencial de ese plano, aun así lo más logrado de una coproducción que no duda en mezclar desaparecidos con terror de segunda categoría.

“Una historia de fantasmas basada en hechos reales”, dice la frase de prensa. Hay dos problemas. Por un lado, esos hechos –la represión militar y los 30.000 desaparecidos– son heridas todavía abiertas. Por otro, el realizador Paco Cabezas pretende conciliar cine de evasión, golpes bajos, shocks dramáticos y una presunta conciencia política y social, que no va más allá del oportunismo y la declamación. En el presente, dos chicos españoles (Ruth Díaz y Javier Pereira) llegan a la Argentina para asistir a las últimas horas de su padre, médico septuagenario, que alguna vez vivió en el sur junto a su familia y ahora agoniza en una cama de hospital. El viaje a los orígenes, atravesando la Patagonia en un viejo Falcon de la época, terminará resultando para ellos un viaje a lo siniestro. Dicho esto tanto en sentido histórico y político como familiar.

La referencia a los desaparecidos, volcada en cierto diario personal de los ’70 y recortes de periódicos de la época, tropieza con un cuento de aparecidos, a partir del momento en que el pasado, representado por una pareja de militantes perseguidos y torturados (Leonora Balcarce y Luciano Cáceres), comienza a ser presenciado “en vivo” por ambos hermanos.

Ambos espacios disímiles se fusionan, haciendo todo el ruido posible, cuando cierto médico torturador de los ’70, reencarnado, amenaza con picanear a su propia hija, practicándole el submarino en la bañadera familiar, mientras despotrica contra “zurdos” y “bolches”. Es como querer cruzar Recuerdo de la muerte y la historia del doctor Bergés con copias de segunda de The Ring y El juego del miedo, entre hermosas postales patagónicas de exportación.