El breve trailer de Apollo 18 despertaba curiosidad y anticipaba que el film abrazaría la propuesta del “falso documental”, aunque para ser precisos hay que decir que se trata de un caso de found footage. Es decir, una película confeccionada con materiales fílmicos hallados en algún sitio y que por lo general implican alguna suerte de revelación. Como dice Sergio Wolf, el found footage es el inesperado encuentro “de lo que estaba destinado a perderse”. El último viaje a la luna oficial fue realizado en 1972 por el Apollo 17. Luego hubo otro viaje que la NASA intentó soterrar y que esta película reconstruye a través de imágenes capturadas por diversas cámaras que registraron la actividad de los tres astronautas responsables de la misión. Uno de ellos permanece en órbita dentro de la nave Freedom mientras los otros dos de dedican a rastrillar el satélite y conviven en el minúsculo módulo lunar.
En la superficie de la luna hay huellas. Pisadas. Parecen recientes y no pertenecen a los visitantes norteamericanos. Hay alguien más ahí. Y decir huella es decir rastro constatable, indicio, prueba de algo que ocurrió, algo que efectivamente estuvo ahí con todo el peso de su materialidad. Una presencia. Cuanto más dañada luce la cinta más deberíamos creer en lo que muestra, porque se supone que su función esencial es dar testimonio, construir algún grado de veracidad. Es el mismo objetivo del documental clásico, sólo que en el found footage -sobre todo en la línea de Apollo 18- la estrategia de certificación busca ser aún más radical, más vehemente, ya que aquí todo procedimiento de connotación pretende aparecer velado. Debe quedar claro que, hipotéticamente, quien compila las imágenes se limita a editar y nunca a interceder en lo real. Lo único que importa es rescatar la cinta por su misma existencia, por su capacidad de denunciar el lado B de ciertos mitos contemporáneos, por la resurrección heroica de seres devenidos polvo espacial. Sin embargo, la simple exposición del Mal no es suficiente: el relato no convence. A nivel de proyecto la idea es genial (como lo es casi cualquier idea antes de su concreción artística), pero en su resolución estructural la película se vuelve desvaída y hasta un poco ridícula, principalmente porque le cuesta vencer el escepticismo de base que hoy detenta el espectador mínimamente informado. ¿Por qué hacer el esfuerzo de confiar en un producto que desde la misma promoción se intuye como “falso”? ¿Cómo reconquistar la vibración de lo espontáneo para el receptor post Blair Witch? Apollo 18 asusta con un par de golpes de efecto pero no logra sostener la solvencia en la revelación del enigma.
Por supuesto, hay otro ángulo desde el cual podemos abordar el film, aquel que reclama pensarlo como dispositivo, más allá de los rótulos impuestos por la crítica y el marketing. Frente al metraje encontrado sabemos perfectamente que existe un enunciador que lo organiza para articular un determinado relato: aquí se sigue la linealidad del episodio original con el fin de develar un hecho crucial para la historia de la humanidad. Lo interesante es que no siempre somos conscientes, durante la proyección, de que como espectadores somos testigos de los acontecimientos en sintonía con los observadores de la NASA. El relato nos hace creer que cada tanto los astronautas pierden conexión con la Tierra, pero al final resulta evidente que todo se trató de una maniobra ampliamente calculada. Es inquietante comprobar, entonces, que nosotros siempre estuvimos en el punto de control del panóptico. Siempre fuimos Houston, acompañando al poder desde la ubicuidad cínica y distante del ojo homicida.
Apollo 18 es una producción de los hermanos Weinstein dirigida por el cineasta español Gonzalo López-Gallego. Probablemente esperaba mucho más del film porque tenía muy presente el atractivo trabajo anterior del realizador, El rey de la montaña, que comentaré en un próximo post.