La piedra lunar.
En Jinetes del espacio, de Clint Eastwood, hay un plano muy bello cuya sorprendente pertinencia puede quedarse dando vueltas durante muchos años en la cabeza del espectador. En medio del paisaje lunar el cuerpo de un astronauta yace despatarrado en el suelo, con restos de equipo a su alrededor, y en el visor de su casco se puede ver el reflejo de un planeta Tierra lejano, levemente tembloroso. Se trata de un momento marcado por el dejo de una discreta desolación, al que la ironía generada a partir del contrapunto con la voz de Sinatra entonando Fly Me to The Moon alcanza apenas a disimular. Lo que hay adentro del traje de astronauta es el cuerpo de un hombre muerto, por supuesto, y la poderosa figura retórica alcanza un pico de misteriosa melancolía en la cual el triunfo logrado por la pandilla de veteranos amigotes con Eastwood a la cabeza se vuelve, también, el síntoma definitivo de una angustia que no acierta jamás a nombrarse pero que recorre la película desde la primera escena.
En Apollo 18, los dos astronautas protagonistas marchan por la superficie de la Luna a bordo de un precario vehículo sobre ruedas. La acción se ubica a principios de los años setenta y el título de la película se corresponde con el nombre de la nave enviada en una misión que se mantiene en secreto por motivos que no quedan del todo claros ni siquiera para los propios tripulantes. En la escena, los personajes tienen sus caras a la vista dentro de sus cascos hasta que, en un movimiento azarosamente sincronizado, ambos bajan el doble visor que viene provisto en los trajes y esas caras desaparecen. En esta oportunidad no es el fantasma azul de la Tierra lo que se ve en su lugar sino un vacío negro, un abismo funesto que parece señalar el carácter provisional de la voluntad de los dos hombres: de a poco se hace evidente que son poco menos que marionetas prescindibles a merced de inexplicables intereses científicos y que el viaje que emprendieron está plagado de peligros acerca de los cuales las autoridades decidieron no informarles.
Apollo 18 comercia con los materiales del falso documental, pero a diferencia de muchos de sus congéneres recientes lo hace tensando la premisa de una manera implacable. Los encuadres dentro de la nave son siempre los mismos y corresponden a las tomas de las cámaras fijadas en el interior de la nave y a los monitoreos con los que los personajes se vigilan y recelan mutuamente, todo mientras unas extrañas piedras recogidas a modo de muestras parecen adquirir un carácter animal y desparramarse por todos los rincones sembrando la enfermedad y la locura. La naturaleza esencialmente rugosa de la película, con sus imágenes granuladas y sus agobiantes primeros planos no se priva, cada tanto, de breves destellos de una poesía inesperada, casi imperceptible en su opacidad y falta de énfasis, como si el director quisiera airear su sistema sin renegar nunca completamente de él. La película parece exhibir una fe tremenda en sus propias premisas y eso termina convirtiéndola en un objeto raro, orgulloso y por momentos risible, acaso inmerso en la trampa de su asumida insularidad. Apollo 18 no cede al menor arrebato de lirismo ni de psicología y entrega, en cambio, un pesimismo terminal que resulta una verdadera extravagancia en el panorama del cine mainstream, territorio al que la película pertenece montada en su modesta vocación de ejemplar de clase B.