El terror en el espacio aún funciona
Aunque utiliza el recurso introducido por The Blair Witch Project y desde entonces varias veces repetido, el film consigue asustar con poco y se sostiene en la clásica y muy dosificada progresión que lleva de la normalidad a lo desconocido.
No temas a la oscuridad, Destino final 5 y ahora Apollo 18 hacen pensar que el cine de terror está pasando por una buena temporada, allá en Hollywood. En esta ocasión se trata de un nuevo caso de falso documental, vertiente ampliamente explotada por el género, desde que The Blair Witch Project demostró que se podía asustar con el truquito de “hagamos de cuenta que lo que estamos viendo es real”. Y se puede, aunque el pavo terror de alcoba de Actividad paranormal haya hecho pensar lo contrario. Pero el problema de Actividad paranormal (la primera, sobre todo; la segunda era más efectiva) es que pretendía asustar con dos o tres ruiditos, un par de sombritas y metros y metros del más aburrido video matrimonial. Producida por el kazajo Timur Bekmambetov (director de las horribles Guardianes del día, guardianes de la noche y Se busca) y dirigida por Gonzalo López-Gallego (¿a alguien se le ocurre de qué nacionalidad puede ser?), Apollo 18 no comete el error de querer asustar con nada. Asusta con poco, lo cual es muy distinto.
Astutamente, el guión de Apollo 18 se monta sobre un hecho real, por inane que éste haya sido. A mediados de los ’70, la número 18 fue la única (además de última) expedición del programa espacial Apolo que se proyectó, pero finalmente se abortó. Los productores, no otros que los inefables hermanos Weinstein, pretenden que la película, en la que un par de astronautas yanquis se topan con unos monstruitos en la Luna, está enteramente montada sobre la base de lo que se conoce como found footage: material de archivo rodado por camarógrafos anónimos, hallado mucho tiempo después y montado para la ocasión. Obviamente, es toda una sarasa marketinera, cuando lo que importa es exactamente lo contrario: no que lo que la película muestra sea verdad, sino que la mentira funcione. Funciona.
El comienzo, lleno de comunicaciones entre la nave Liberty, la estación espacial Freedom y la NASA, hace temer sin embargo algo así como Actividad paranormal en la Luna. Filmada con cámaras que se suponen de registro y disímiles texturas de video (algunas, propias de la tele de entonces; otras, de una calidad de definición imposible para aquella época), cuando el espectador supone que no va a haber mucho más que aburrimiento espacial, todo visto antes (ingravidez, diálogos a cámara, ronquidos nocturnos, purecitos de legumbres para el almuerzo, roger this y roger that en las comunicaciones con Houston), empiezan a pasar cosas raras. Primero, unos ruidos no identificados, después el descubrimiento de un módulo satelital soviético, cuyos tripulantes no sobrevivieron para contarlo, más adelante la desaparición de la star spangled banner, luego unas huellas decididamente no humanas y finalmente la aparición de unas especies de cangrejos lunares que primero se te meten debajo de la escafandra y después bajo la piel. Y te llevan a la locura.
Sostenida en una clásica y muy dosificada progresión que lleva de la normalidad a lo desconocido, apelando a la larga a la idea de que “no hay peor enemigo que mi superior” (como sucedía en Enterrado, también dirigida por un español, y en tantas otras) y cerrándose como tiene que cerrarse, lo que uno termina preguntándose es, en tal caso, para qué filmarla como un falso documental, si se podía haber hecho como ficción. Pero claro, había que venderla y, por lo visto, el público estadounidense puede llegar a comprar la ilusión de que sí, lo que está viendo es, posta posta, lo que en diciembre de 1974 sucedió con la Apolo 18, llevando a cancelar el programa entero para siempre.