El cuarto largometraje de Haigh supone su primera incursión en el paisaje y la cultura norteamericanas; en concreto, la cara marginal de Portland, Oregon. Allí comparten un sórdido departamento Charley (Charlie Plummer, todo un descubrimiento) y su mujeriego padre. Arrastrado a la ociosidad por la falta de estímulos, Charley ve la luz cuando empieza a trabajar para Del (Steve Buscemi), un cuidador de caballos de carreras de segunda fila.
Parece que a Charley se le abre un horizonte de sosiego, pero la tendencia del padre a meterse en líos romperá esta utopía serena. En un momento determinado, el joven Charley, de solo 16 años, decide lanzarse a la carretera en busca de paz y libertad acompañado del caballo Lean on Pete; un territorio, el de la road movie, nuevo y hasta cierto punto ajeno a Haigh. Una distancia que permite al inglés abordar el imaginario y los paisajes estadounidenses de un modo original.
Apóyate en mí asordina el contenido épico y romántico del clásico relato de iniciación norteamericano, como si se tratara de un Colmillo blanco en miniatura o un En el camino sin euforia. La propia dirección del viaje, de Oeste a Este, contradice el sentido de la conquista de nuevas tierras y libertad que subyace en el imaginario estadounidense: una disposición a contracorriente de la que tiene mucha culpa Willy Vlautin, el autor de la novela en la que se basa el film.
Cabe destacar que la relación de Charley con su caballo remite a Kes (1969), el segundo y mejor film de Ken Loach, mientras que, del lado de lo problemático, algunos giros dramáticos, más propios de lo novelístico que de lo fílmico, no terminan de ajustarse a la sutileza de Haigh. En su cuarto largometraje, el británico se confirma como un director que domina a la perfección todos los resortes del naturalismo psicológico.
Como en Wendy and Lucy, de Kelly Reichardt, aquí tenemos a un personaje que va perdiendo sus pequeñas posesiones y vínculos con lo social; sin embargo, existe todavía un largo trecho entre la sabiduría cinematográfica de la directora de Old Joy –en cuyo cine la realidad parece siempre un territorio virgen para el tránsito misterioso y orgánico de sus personajes– y el talento dramatúrgico de Haigh, en cuyo obra se percibe la mano de un cineasta que necesita controlar con mano firme el destino del relato y sus personajes.