En lo que podría verse como un cruce entre La tiendita del horror y La invasión de los usurpadores de cuerpos, Little Joe: el negocio de la felicidad cuenta la historia de una empleada de una compañía de ingeniería biológica (Emily Beecham) que se dedica a “cosechar” plantas perfeccionadas genéticamente. Su nueva creación es una imponente flor violácea que, a cambio de unos delicados cuidados, proporciona a su dueño una sosegante, casi anestesiante, sensación de bienestar. Este proyecto ocupa todo el tiempo de la protagonista, hasta tal punto que acabará trastocando su relación con su hijo pequeño, Joe (Kit Connor). Planteada como una meditación sobre la alienación moderna –y aportando una mirada crítica sobre los límites éticos de la manipulación genética–, Little Joe se aproxima a los códigos de la ciencia ficción para proponer una serie de interrogantes acerca de las pulsiones esenciales de la naturaleza humana: el instinto de supervivencia, el deseo de reproducción, el anhelo de una apacible y armónica vida en comunidad. ¿Qué nos dice sobre nuestro mundo una película en la que una flor despierta más emociones y cuidados que cualquiera de los personajes humanos? Hausner presenta este universo desalmado, de colores fríos, a través de una puesta en escena que, lógicamente, se decanta hacia un distanciamiento gélido, hacia las composiciones diáfanas en las que los (pocos) personajes de la función parecen esquivar el contacto físico, personal, emocional. Sobre este inquietante escenario, la austríaca Hausner compone una celebración del potencial enigmático del cine fantástico a través de la exploración de las dialécticas de lo posible y lo extraordinario, lo lógico y lo irracional. Un verdadero tour de force de ambigüedad, Little Joe lleva al extremo la posible doble lectura de la trama: una que aceptaría las coordenadas fantásticas del relato y otra que apuntaría a la interpretación racional de los acontecimientos, invocando un supuesto trastorno mental de la protagonista (sus visitas a la consulta de una psicóloga reafirman esta posibilidad). Estamos ante una nueva muestra del juego que llevaron hasta lo sublime films como Suspense, de Jack Clayton; o El protegido, de M. Night Shyamalan, entre tantos otros. Es a través de este mecanismo de dobles lecturas, de relatos paralelos, de imágenes polisémicas, que Little Joe enriquece su turbador retrato de una realidad vaciada de humanidad, un mundo en el que la felicidad deviene un mandamiento autoritario, un universo espeluznantemente parecido al nuestro.
En su capital Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes diseccionaba, de forma metódica y libre, los mecanismos de la pasión romántica, imbricando la creación literaria, la psicología y la filosofía. Entre los conceptos que estructuraban, en orden alfabético, este sintético volumen, destacaban ideas como la “ausencia”, la “angustia”, el “despertar”, la “mortificación”, el “¿por qué?” o el “te quiero”. Todos estos pilares de la experiencia amorosa reaparecen de forma locuaz en las palabras e imágenes de la magnífica Las cosas que decimos, las cosas que hacemos, en la que el actor y cineasta francés Emmanuel Mouret compone un retrato coral que se adentra en los entresijos de la vida sentimental. Construida a partir de arrebatos confesionales –unos personajes se van narrando a otros sus peripecias románticas–, Las cosas que decimos, las cosas que hacemos se afianza en el reconocimiento de que el “discurso amoroso” solo puede conjugarse en primera persona, desde ese lugar en el que la realidad se hermana con la mirada subjetiva para abrirse hacia los territorios de la fabulación. Mouret observa, casi siempre desde la distancia, a sus criaturas atravesadas por las flechas de Cupido, y les va dando turno para que se explayen rememorando, con todo lujo de detalle, sus vaivenes sentimentales. Aunque el golpe maestro llega cuando una de las mujeres de la función, engalanada con un imponente moño que recuerda al de la Madeleine/Judy de Vértigo, de Alfred Hitchcock, ofrece al espectador una nueva perspectiva sobre unos acontecimientos ya contemplados bajo la mirada de otro personaje. Así es como circula el amor, en sus múltiples formas, por esta película torrencial, fragmentaria y conmovedora. A la manera de los cuentos morales de Eric Rohmer, pero con una exuberancia formal que hace pensar en las últimas películas de Alain Resnais y en las mejores de Arnaud Desplechin (en particular, Reyes y reina), Las cosas que decimos, las cosas que hacemos va extendiendo sus tentáculos de planta enredadera por un amplio abanico de odiseas románticas: hay una historia de amor gaseosa, que nace sin previo aviso y que luego se solidifica súbitamente sin pasar por la fase acuosa; también hay una historia intempestiva, que nace en el ojo de un huracán sentimental, anticipando su final aciago; hay breves encuentros fulgurantes y también un sereno viacrucis amoroso en el que el amor se presenta en su pureza más desgarradora: incondicional, generoso, desinteresado. En el film de Mouret nada se presenta como definitivo o reprochable, y todo emana de situaciones y dilemas con los que no resulta difícil identificarse. Por si hubiese alguna duda de la hondura humanista de la propuesta, aquellos personajes (cinco, en pareja y en trío) que deciden ponerse a ver una película, optan por Francisco, juglar de Dios, de Roberto Rossellini; y La maravillosa aventura de Ernest Bliss, de Alfred Zeisler, una comedia dramática con aires de Capra que convierte a Cary Grant en un ricachón obligado a catar los sinsabores y alegrías del hombre común. Navegando de forma grácil por algunos de los recovecos más pantanosos de la naturaleza humana, e iluminada musicalmente por piezas clásicas de Chopin, Schubert, Haydn y Enrique Granados, entre otros maestros, Las cosas que decimos, las cosas que hacemos despliega su trama zigzagueante a golpe de diálogos literarios y una mirada utópica de la vida. De hecho, la película recuerda a las obras del argentino Matías Piñeiro en su modo de esculpir unos personajes a los que solo parecen importarles los sentimientos y la fuerza transfiguradora de la experiencia artística. Todo lo demás resulta accesorio. En sus peripecias emotivas, los personajes hallan todo lo necesario para dar color y sentido a sus vidas. He aquí una película que, también a la manera de Piñeiro, transita de un modo desenvuelto y osado por los diferentes continentes del Planeta Shakespeare, entrecruzando el alegre enrevesamiento de sus comedias con la contundencia melancólica de sus tragedias. En un pasaje memorable de esta película envolvente, una mujer recuerda un episodio en el que se prometió a si misma entregarse a un hombre si este contestaba al teléfono antes de que sonaran los primeros tres tonos de su llamada. La situación trae a la memoria el sublime final de La edad de la inocencia, de Martin Scorsese (basada en la novela de Edith Wharton), en la que el destino de un hombre se jugaba en la voluntad de una mujer de girarse (o no) y devolverle la mirada. Así se abalanzan los personajes de Las cosas que decimos, las cosas que hacemos sobre las ironías del destino, la tendencia del ser humano a boicotear su propia fortuna y los milagros de la pasión.
En su nuevo film, la directora de Petite Maman nos lleva hasta la Bretaña francesa a finales del siglo XVIII. Allí, una joven pintora, Marianne (Noémie Merlant), llega a unos aposentos señoriales donde debe cumplir con el encargo de pintar un “retrato matrimonial” de Héloïse (Adèle Haenel), que afronta con disgusto la perspectiva de cumplir con el acuerdo matrimonial que le ha concertado su madre (Valeria Golino). Tomando el ejercicio de creación pictórica como elemento estructural de la puesta en escena, la cámara de Sciamma adopta la perspectiva de Marianne, la pintora, para ir revelando gradualmente la figura de Héloïse, la reticente modelo. Un proceso de descubrimiento gestual y físico que irá acompañado por el progresivo acercamiento, primero empático y luego sentimental, entre las dos jóvenes. Así configura Sciamma un relato prendado de una incendiaria tensión amorosa, con las protagonistas intercambiando las funciones de observadora y observada desde sus roles de artista y modelo. Y, mientras, tanto en el corazón como en el trasfondo del relato, se perfila una incisiva reflexión sobre la opresión de la voluntad femenina. En primer plano, Sciamma aspira a desterrar el affair lésbico del territorio de lo ilícito. En el fondo, toma cuerpo una peripecia abortista protagonizada por una joven criada, una espinosa subtrama resuelta sin apenas un atisbo de sordidez. Si Retrato de una mujer en llamas conquista una cierta grandeza fílmica es sobre todo por el buen ojo de Sciamma a la hora de sacar el máximo partido de sus dos protagonistas: una magnética Noémie Merlant en la piel de una joven risueña de carácter independiente y sensibilidad artística, y una Adèle Haenel que mide al milímetro el tránsito desde una arisca introspección hasta un entregado abandono romántico. La química entre directora y actrices trae a la mente los tándems triunfales que conformaron Abdellatif Kechiche junto a Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux en La vida de Adèle, y Todd Haynes con Cate Blanchett y Rooney Mara en Carol. Tocada por un desaforado amor por el arte, Retrato de una mujer en llamas tiende unos fructíferos puentes entre la odisea amorosa de sus protagonistas y el mito de Orfeo y Eurídice, que es utilizado para cubrir el relato con un manto de fatalismo y un halo fantástico. Podríamos estar hablando de una novela Jean Austen, o de un film heredero del ímpetu amoroso de I Know Where I’m Going, de Michael Powell y Emeric Pressburger, película con la que Retrato de una mujer en llamas comparte la fascinación por la energía salvaje y catártica del agitado paisaje oceánico. Aunque el referente que mejor explica el poder de conmoción del film de Céline Sciamma es, probablemente, La edad de la inocencia, de Martin Scorsese. Películas que, en su elegancia formal y en su sublime contención emocional, llevan el drama romántico a sus más altas cotas de arrebatamiento lírico.
Nada es lo que parece en La verdad, una muy inspirada aproximación al modo en que los seres humanos tendemos a construir nuestra realidad a partir de ilusiones, anhelos, mentiras piadosas, memoria selectiva y un conjunto de ficciones penetrantes, siendo el cine una de las más poderosas y embriagantes. Representaciones que, durante el curso de una vida, terminan dando forma a eso que llamamos nuestra personalidad, nuestra verdad. Construida como un festival de desdoblamientos, La verdad sitúa una de sus tramas en un rodaje cinematográfico, una película-dentro-de-la-película (un drama materno-filial de ciencia ficción) que funciona como un reflejo deformado de la tensa relación que mantiene los personajes de Catherine Deneuve (que interpreta una versión semificcional de sí misma) y su hija en la ficción, una guionista interpretada por Juliette Binoche. Las evidentes resonancias entre los diferentes niveles de ficción remiten a Opening Night, de John Cassavetes, y -a diferencia de lo que ocurría en la densa y teórica El otro lado del éxito, de Olivier Assayas, aquí las ideas y emociones fluyen con gran ligereza. Haciendo gala de su talento para crear una cierta ilusión de liviandad narrativa, Kore-eda construye en La verdad un resonante teatro de la vida en el que comedia y drama conviven de manera armónica. Por otra parte, la nueva película del director de Somos una familia puede verse como un elogio a la figura del actor. La verdad no puede evitar bromear con la imagen pública e icónica de Deneuve: su característica frialdad y altivez resplandecen humorísticamente cuando la diva atiende, desdeñosa, a un comentario sobre las iniciales repetidas de las “grandes actrices” francesas (Anouk Aimée, Brigitte Bardot, Simone Signoret… pero no Catherine Deneuve). Sin embargo, los chistes privados quedan a un lado cuando el personaje defiende airadamente que, como actriz, “no tengo que decir la verdad. Eso no es interesante”. Una sentencia que halla un bello reflejo en uno de los hilos más encantadores de la película, donde Deneuve convence a su nieta de que, al igual que una bruja, “la abuela” es capaz de convertir a las personas en animales. En su salto desde el retrato de la vida marginal japonesa hasta la realidad burguesa parisina, Kore-eda Hirokazu consigue mantener casi intacta la fuerza expresiva de su cine naturalista. En La verdad, la cámara está al servicio de los actores y pocas veces se permite un ademán virtuoso, aunque cuando lo hace la película resplandece: un largo plano de la nuca Binoche refleja una personalidad anulada por una madre insensible, mientras que la imagen de Deneuve reflejada sobre una ventana y aureolada por unas difusas luces exteriores se presenta como la perfecta representación de un estado de confusión existencial.
Contundente y al mismo tiempo esquivo, el primer plano de Drift augura las sugerentes ambigüedades y las poderosas certezas de la ópera prima de la cineasta alemana Helena Wittmann. Mientras la cámara permanece fija, durante largo rato, sobre lo que parece una cama de hotel perfectamente arreglada, escuchamos las voces de una pareja de mujeres que charlan amistosamente. El uso casi radical del fuera de campo pone el énfasis sobre la dimensión sonora, mientras que la ausencia de los cuerpos de las mujeres acentúa el suspense y los interrogantes: ¿qué relación mantiene la pareja protagonista? ¿Son amigas, hermanas o amantes? Esa “invisibilidad” inicial se interrumpirá para mostrarnos, pasajeramente, la calidez del acompañamiento, al tiempo que puntúa un minimalista relato vacacional. Sin embargo, como descubriremos en la poderosa franja central del film, el rol que ocuparán las protagonistas en el film tendrá mucho que ver con esa ausencia inicial. En un momento determinado, sin previo aviso, la película se da a la fuga, cercenando la posibilidad de una narración y adentrándose en una fascinante odisea marítima. Cabe apuntar que el mar ha conquistado el imaginario de un buen número de grandes cineastas, de la arremolinada estela del buque que abría The Master, de Paul Thomas Anderon, al parsimonioso vaivén de los planos oceánicos de L’intrus, de Claire Denis. Wittmann aborda la observación marina de un modo sistemático y al mismo tiempo libre, como si se tratara de un compendio desordenado de todos esos momentos en los que Melville describía el oleaje en Moby Dick. Wittmann se enfrenta a la inmensidad aguasalada con una voluntad dialéctica, proponiendo salvajes duelos entre el mar y la línea del horizonte, el mar y el cielo encapotado, el mar y su propia geometría variable. Por momentos, Drift parece acercarse a Leviathan, de Lucien Castaing-Taylor y Verena Paravel, en su ilusionista propósito de formular un autorretrato de la propia naturaleza. Sin embargo, más cerca de obras como At Sea de Peter Hutton o Vikingland, de Xurxo Chirro, el diálogo definitivo se establece entre el mar y la cineasta, que de manera muy consciente convierte lo infinito en abastable: tanto el movimiento de la cámara como la banda sonora (llena de ruidos sintéticos) ponen de manifiesto la presencia humana, que se materializa de manera más evidente en los planos-insertos de una mujer que habita en soledad una embarcación (en los títulos de crédito descubrimos que el barco de llama Cronos). A través de la dialéctica calma/agitación que se establece por el contraste entre la quietud de los planos habitados por las mujeres y el movimiento constante del oleaje, Drift explora otros choques conceptuales pertenecientes al orden de lo metafísico: armonía/turbulencia, estabilidad/inestabilidad, presencia/ausencia. Una dimensión abstracta que proyecta la película de lo sensorial a lo existencial. Aunque no debe perderse de vista que Drift es ante todo una aventura perceptiva, en la que una playa entrecruzada por unos hilos de corriente marina puede devenir la inesperada fusión de los instintos pictóricos de Rothko y Pollock: la abstracción y la acción. Una aventura para los sentidos que nos acerca a los misterios de la relación entre el mundo natural y la percepción humana, filtrada por el aura mágica, casi mística, del registro cinematográfico.
Después de abordar el género policial (Memories of Murder), la monster movie (The Host) y la ciencia ficción distópica (Snowpiercer), Bong Joon-ho pone su laboratorio de invenciones fílmicas al servicio de una dramedy familiar. Un acercamiento a las peripecias de dos clanes antagónicos (uno adinerado, el otro mendicante) que, como suele ser habitual en la trayectoria del surcoreano, despliega altas dosis de impureza genérica. Aquí la ácida radiografía de la institución familiar se formula desde lo satírico, lo caricaturesco, y termina desembocando en una salvaje disección de la lucha de clases. La idea de lo social como brutal campo de batalla ya vibraba con fuerza en Snowpiercer, mientras que el interés de Bong por la realidad marginal puede atisbarse en todas sus película. En Parasite, el responsable de Mother abraza el relato de siervos y capataces, de oprimidos y opresores, para componer un laberíntico, vivaz y demoledor retrato de una sociedad deshumanizada y abocada a la autodestrucción Sin miedo a caer en el esperpento, Bong construye la rocambolesca trama de Parasite a partir de un sólido esqueleto arquitectónico. La familia pobre malvive en un subterráneo donde subsiste, al límite de la esclavitud, gracias al empleo basura. Por su parte, la familia adinerada vive en una mansión palaciega diseñada por un prestigioso arquitecto. La alarmante diferencia entre estos dos modus vivendi empezará a resquebrajarse cuando el hijo de la familia pobre consiga entrar, a golpe de mentiras, en el servicio del clan snob. El modo en el que la aparición de este sujeto anómalo desestabiliza el orden burgués hace pensar tanto en Teorema, de Pier Paolo Pasolini, con la figura del joven apuesto que destruye la armonía de una familia acomodada, como en El sirviente, de Joseph Losey, con su retrato claustrofóbico de cómo un mayordomo acababa sometiendo a su señor. En Parasite es el conjunto de la familia humilde la que consigue, a golpe de picaresca, inmiscuirse en los territorios de la alta sociedad, aunque ese camino de conquista inclemente, de asalto desesperado al poder, acabará con la dignidad y el bienestar de todos los implicados en esta fársica contienda social.
En la edición de 2017 del Festival de Cannes, Michael Haneke presentó Happy End, una ácida relectura del conjunto de su misantrópico universo. Se trataba de unos greatest hits que, pese a introducir un pequeño grado de autoironía, no aportaban nada particularmente significante a la galaxia hanekiana. Esa mujer, el nuevo trabajo del gran cineasta chino Jia Zhang-ke estrenado también en la Competición Oficial de Cannes, pero de 2018, corre el riesgo de caer en el mismo pozo de pereza creativa del que hacía gala Happy End. De partida, el film comienza reimaginando a la protagonista de Unknown Pleasures (2002), la tercera película de Zhang-ke. La ficción nos lleva hasta el año 2001 y Qiao Qiao, interpretada por Zhao Tao, la eterna musa del cineasta chino, luce su inconfundible peinado a lo Uma Thurman en Tiempos violentos / Pulp Fiction. Qiao Qiao ha abrazado su rol de novia del gangster y se mueve como pez en el agua por el universo jianghu, una suerte de versión china de la Tríadas de Hong Kong o la yakuza japonesa. Todo parece ir bien hasta que la fatalidad hace acto de presencia, se produce una elipsis de cinco años y el relato se desplaza hasta la Presa de las Tres Gargantas, en 2006, la época y el escenario de Naturaleza muerta, el film con el que Jia Zhang-ke ganó el León de Oro de Venecia. La sensación de déjà vu no termina ahí. El amplio arco narrativo de Esa mujer lleva al espectador hasta la actualidad, cerrando una estructura de tres actos/tiempos que remite a la de Lejos de ella / Mountains May Depart (2015). También aparecen OVNIs y coloristas mensajes en las pantallas de los móviles (como en The World, de 2004), industrias mineras al borde del cierre y nuevos complejos de viviendas, como los de 24 City (2008). En esta tesitura autorreferencial, Jia Zhang-ke confirma su talento a la hora de hilar las odiseas íntimas de sus personajes con las transformaciones socio-políticas de China, y del conjunto del mundo globalizado. La turbulenta historia de amor entre Qiao Qiao y su gangster (interpretado con lacónico estoicismo por Fan Liao) sirve de caja de resonancia para las contradicciones nacionales: mientras de fondo retumba la promesa de la modernidad y la prosperidad, lo único que vemos en pantalla son estadios deportivos en ruinas, ciudades cochambrosas y rituales tradicionales (el primer acto del film podría competir con Election, de Johnnie To a la hora de acumular signos de la liturgia gangsteril). La acumulación de rasgos reconocibles del cine de Jia Zhang-ke podría convertir a Esa mujer en un puro acto de ombliguismo; sin embargo, la película contiene elementos que le otorgan una vivacidad incuestionable, en particular la creciente maestría del cineasta chino para la modulación interna de las secuencias, allí donde la puesta en escena se encuentra con la dramaturgia. Es especialmente reseñable una larga escena filmada en plano secuencia en la que dos amantes dirimen sus diferencias. En otro periodo de su carrera, Jia Zhang-ke podría haber resuelto la situación con el prolongado silencio de unos personajes condenados a la estasis. Sin embargo, aquí hallamos un complejo juego de movimientos, acercamientos y alejamientos de los personajes respecto a la cámara, confesiones impetuosas y frases meditadas. Un festín de texturas dramáticas y lumínicas que enriquecen el lamento melancólico de una película que se pregunta por lo que queda de humano en una nación abocada a una modernidad sin cimientos. Comentario aparte merece el trabajo de Zhao Tao, probablemente la actriz más relevante e icónica del siglo XXI (solo Kristen Stewart puede rivalizar con la intérprete china a la hora de capturar el aire de su tiempo). Su manera de deambular por la frontera entre la tradición y la modernidad, su modo discreto, pero al mismo tiempo decidido, de encarnar la más profunda melancolía y la más rotunda dignidad, la han convertido en una brújula necesaria (compasiva y doliente) para comprender nuestro desconcierto, perplejidad e indiganción ante la realidad contemporánea. Aunque solo fuera por esto, ya deberíamos agradecer a Jia Zhang-ke la creación de Esa mujer, una película que podría apuntar hacia un fin de ciclo. El director de Platform parece estar en un momento similar al que atravesó Hou Hsiao-hsien, su gran referente, a finales de los años '90, cuando terminó su ciclo histórico/autobiográfico y se lanzó a un terreno más experimental con títulos como Flores de Shanghai, Millennium Mambo o Café Lumière, sin dejar nunca de ser él mismo. Cuánto nos gustaría ver a Jia Zhang-ke iniciar un periodo de nuevas exploraciones. Por el momento, le dedicamos una reverencia y un “hasta pronto, maestro”.
Muchos son los momentos que ilustran el detallismo y emotividad del retrato que ofrece Mirai: Mi pequeña hermana de las dinámicas familiares y paterno-filiales. Uno de mis preferidos es aquel en el que Kun, un niño de apenas dos años, amenaza, empujado por los celos, con golpear a su hermana recién nacida, Mirai, con un tren de juguete. En plano general, la madre, al límite de sus energías, le recrimina al hijo su conducta con un grito severo. Entonces, Mamoru Hosoda (el director de Summer Wars y El niño y la bestia) nos acerca a la madre para que veamos cómo se recrimina en voz baja el haber perdido los estribos. La escena está llena de matices e interpretaciones posibles: el niño se sitúa entre el enfado y el arrepentimiento, mientras la tristeza de la madre perfila su descontento con el niño, pero también con ella misma por no haber sabido solventar el conflicto de manera pacífica. Detalles que, con toda probabilidad, llamarán la atención de cualquiera que haya sido padre o madre. Como si se tratara de un pequeño drama familiar de Yasujirō Ozu o Hirokazu Kore-eda, Mirai encuentra en el escenario doméstico las claves micro y macroscópicas de la vida de un clan y de toda una nación, dominada por las tensiones entre tradición y modernidad. La aparición de un nuevo modelo familiar se ve reflejado, sobre todo, en la decisión del padre de abandonar su puesto “de oficina” como arquitecto para trabajar en casa, mientras la madre mantiene su empleo tradicional. Un nuevo escenario que la película aborda con humor y amabilidad, pero sin dejar de atender a los retos que plantea este cambio de paradigma familiar. Hosoda aborda esta cuestión desde un controlado y luminoso intimismo, prefiriendo los planos frontales y laterales a las vistas oblicuas. Una voluntad de orden que, en todo caso, se va al traste cuando Kun tomas las riendas del relato y la fantasía entra en juego. Los dramas paterno-filiales suelen estar contados desde la perspectiva de personajes adultos, casi siempre más cercanos a la sensibilidad de los directores. Sin embargo, Hosoda se atreve (como hiciera Hayao Miyazaki en Mi vecino Totoro o Ponyo y el secreto de la sirenita) a tomar como perspectiva central la mirada de un niño desconcertado por el comportamiento de sus padres. Será a través de esta mirada que, como en un relato dickensiano, el espectador se adentrará en un viaje por diferentes tiempos y lugares que tiene como pista de despegue el patio interior de la casa familiar. Allí, Kun inicia una serie de encuentros con parientes que le visitan desde el pasado o el futuro, siendo especialmente destacables las apariciones de la “versión futura” y adolescente de Mirai, la hermana, y la de una criatura fantástica (cuerpo humano, cola canina) cuyos rasgos y movimientos pueden remitir a los de la serie de animación japonesa Lupin III. A la postre, la obra que mejor dialoga con Mirai es seguramente el mítico cortometraje Jumping, de Osamu Tezuka, en el que, en plano subjetivo, un niño (o niña) empezaba a saltar hasta terminar alzándose a los cielos. A través de esta serie de saltos sobrehumanos, Tezuka visitaba el Japón urbano y el rural, pero no solo eso, sino que los saltos se proyectaban también hacia el pasado, hasta la Segunda Guerra Mundial, un periodo traumático para la nación japonesa. Por su parte, Mirai se eleva a los cielos para rastrear el fascinante árbol genealógico de Kun y su hermana, una suerte de “árbol de la vida” que figura como una de las pocas creaciones digitales de una película que, en su mayor parte, bebe de la cara más artesanal de la animación. Combinando las líneas rectas de la casa familiar y del árbol genealógico de Kun con la deliciosa redondez del protagonista, Mirai deviene un emocionante (y nada sentimentalista) elogio de las pequeñas batallas cotidianas que dan forma a ese lugar de aprendizaje que llamamos familia.
Con su apuesta por una emotividad discreta y una austeridad formal, Somos una familia, de Hirokazu Kore-eda, se desmarca de toda noción de espectacularidad. Como suele ocurrir en la obra del cineasta japonés, aquí los significados emergen de forma transparente, perfectamente integrados en una escritura fílmica de corte clásico. En esta ocasión, Kore-eda decide contar la historia de una excéntrica familia que sobrelleva sus penurias con una bonhomía contagiosa. Los empleos de los padres (Lily Franky y Sakura Ando) apenas garantizan el sustento económico familiar, que se alcanza gracias a la pensión que recibe la “abuela” (Kirin Kiki), gracias al trabajo de una hija mayor (Mayu Matsuoka) en un club de contactos eróticos y gracias a los pequeños hurtos que realiza el patriarca del clan junto a los dos hijos pequeños. El director no oculta al espectador los aspectos más inquietantes de este retrato familiar: el padecimiento económico, el cuestionable uso de los niños para realizar robos, o el estado de alienación inherente al trabajo sexual de la chica mayor. Sin embargo, lejos de juzgar tajantemente a sus personajes, el realizador de After Life observa a sus criaturas con indudable cariño, abrazando su cotidianeidad casi como si se tratara de un ejemplo heroico de supervivencia tanto material como emocional. Este contraste entre la sospecha de posibles faltas morales y la evidente simpatía que despiertan los personajes –seres humanos que sufren y aman– genera un sugerente territorio de ambigüedad en la relación del espectador con el film. Una ambigüedad que irá in crescendo a medida que la trama vaya exponiendo la cara más siniestra de la realidad de los protagonistas. Un audaz ejercicio de dramaturgia que pone de manifiesto la mirada desprejuiciada y humanista de Kore-eda. De hecho, Somos una familia puede verse como una suerte de compendio de ciertos intereses expresados por el cineasta japonés en anteriores films. Ahí está, por ejemplo, la preocupación por el bienestar de los niños en una sociedad incapaz de cubrir las necesidades los más necesitados, un tema que vertebraba Nadie sabe. O también el estudio de los vínculos paterno-filiales en la destacable De tal padre, tal hijo, donde dos familias (una rica, otra pobre) descubrían que sus hijos habían sido intercambiados al nacer. ¿Qué da lugar y forma a un lazo de parentesco? ¿Es la consanguineidad la variable determinante? ¿O quizá debe prevalecer el factor afectivo? Complejos interrogantes que la obra de Kore-eda aborda con humildad y valentía, interpelando a la conciencia y a la emotividad del espectador sin caer en el sentimentalismo. Un cine que sabe camuflar la urgencia de su denuncia social bajo el delicado acercamiento a una serie de odiseas cotidianas. Una cuestión de pura humanidad.
Filmada con una cámara digital Alexa de 65mm, las imágenes en blanco y negro de Roma proponen –además de un retrato del México de 1970 y 1971– un diálogo permanente entre el naturalismo y el formalismo, canalizando la representación de una memoria viva, invocada desde una perspectiva contemporánea. Del lado (neo)realista, la textura de las imágenes evocan un universo táctil, casi hiperrealista, no filtrado por la porosidad nostálgica del cine analógico; mientras que la dimensión artificiosa del film se articula a través del punto de vista: la cámara observa desde la distancia, apartada, en plano secuencia, casi como si fuera una presencia fantasmagórica, y lo que captura son los movimientos de una familia de clase media-alta cuya armónica cotidianeidad se verá trastocada por acontecimientos privados y públicos. El arranque de Roma es deslumbrante. Entre las composiciones de grupo –a medio camino entre la espontaneidad y lo coreográfico– y el retrato de objetos empapados de memoria, detalles aparentemente banales, como una ventana sucia, una pelota deshinchada o la ropa tendida adquieren una punzante resonancia poética. Además, el rigor con el que Cuarón se vuelca en el retrato intimista de la familia, marcado por la abundancia de tiempos (sólo aparentemente) muertos, remite al trabajo de una noble estirpe de cineastas orientales: de los minúsculos y sublimes dramas domésticos de Yasujirō Ozu a las crónicas autobiográficas del taiwanés Hou Hsiao-hsien, donde la Historia, en mayúsculas, se infiltraba en los rituales cotidianos de los personajes. Luego, a medida que avanza el film, Cuarón siente la necesidad de desarrollar en profundidad el drama de Cleo, lo que convierte la segunda mitad de Roma en un ejercicio fílmico más convencional, menos estimulante. Los acontecimientos se aceleran, los fueras de campo del relato se van resolviendo y el acercamiento a la cotidianidad se va diluyendo en pos de una resolución marcada por la catarsis, una decisión que ya lastraba, en parte, los logros de Gravedad, la anterior película de Cuarón. Pese a todo, el director de Y tú mamá también –otro film sobre jóvenes que descubrían la complejidad y sinsabores de la realidad adulta– consigue en Roma la difícil proeza de evocar el pasado con un pie puesto en la nostalgia y el otro en el sentido crítico. Qué significa recordar, sino aceptar que todo ejercicio de memoria trastoca tanto nuestra visión de la H/historia como de la realidad presente.