Disfunción en los suburbios
Las familias disfuncionales son uno de los temas predilecto del cine independiente norteamericano -sobre todo si la disfuncionalidad subyace en algún suburbio de clase media-, entendiendo “independiente” en su acepción menos literal, es decir aquella ilustrada por los films que año tras año salen de Sundance. Con más de tres año de atraso, llega a la cartelera porteña Aprender a vivir –horrible traducción de Lymelife-, otro exponente de esa tendencia que, sin embargo, se impone por el gramaje de su guión y el notable trabajo actoral.
La enfermedad de Lyme a la que referencia el título original es provocada por las garrapatas. Víctima de esa afección, Charlie Bragg (Timothy Hutton) edifica una rutina apócrifa, sacando boletos de trenes para entrevistas laborales a las que nunca va. Su esposa Melisa (Cynthia Nixon, felizmente alejada de su insoportable Miranda de la igualmente insoportable Sex and the city) busca refugiarse de la ominosa vida de su marido en los brazos de Mickey (Alec Baldwin, el mejor actor del mundo), quien a su vez no parece demasiado preparado para el flamante éxito de su inversión inmobiliaria.
La familia Bragg se completa con la quinceañera Adrianna (Emma Roberts), quien se debate entre la sexualidad prematura que le impone su cuerpo con la calidez y contención algo infantiloide pero sincera que le propone su amigo y vecino Scott (Rory Culkin, hermano del pobre angelito Macaulay). Esa dualidad se percibe en cada encuentro: él observa su totémica belleza; ella lo sabe, lo percibe, pero busca imponerle al corazón los caprichos de la mente. Scott, a su vez, es hijo de un matrimonio que se descarara en cada desayuno, con la infidelidad de Mickey subsumida bajo la evidente ceguera de Brenda (Jill Hennessy). Por si no fuera suficiente, Jimmy, el hijo mayor (Kieran Culkin: sí, otro hermano) se alista para ir a servir con su país a las Islas Malvinas (¡!), detalle que permite, junto con la toma de la Embajada de Estados Unidos en Irán, ubicar a la ópera prima de Derick Martini en 1979.
La temporalidad del relato suena más voluntad autobiográfica del director, quien escribió el guión con su hermano Steven, que a funcionalidad narrativa: no hay indicios concretos que anclen o se deriven de la época en la que trascurre. Al contrario, se genera una rara sensación de extemporaneidad obligada, como si todo el hoy en que parece transcurrir el film se cuele por las rendijas de lo impuesto por el universo ficcional.
Pero eso es apenas un detalle menor. Como bien señalo el crítico norteamericano Roger Ebert, Aprender a vivir es un film sobre la distancia muchas veces indisoluble entre lo real e ideal. Es por eso que la pantomima creada por Charlie y la dualidad entre lo angélico y lo carnal en la que se mueve Adrianna son sólo dos eslabones de la larga cadena de irregularidades: Mickey duda entre el ser y el deber, Brenda se autoimpone una negación que choca de frente con lo fáctico, Jimmy llega con una férrea voluntad de mantener unidos los jirones de su familia, Melisa cree que su marido efectivamente hace lo que dice hacer y el joven Scott sufre por los desaires en lo cool y no cool, entre ser hijo pródigo y sumiso –“¿Todavía tu mamá te obliga a ponerte ropa?”, lo increpa Adrianna- o adquirir un espesor autosuficiente inédito en su vida.
Dentro de ese choque, los Martini plantean, como Nicole Holofcener en ese impecable directo a DVD que fue Saber dar (Please give, 2011), dos cosmos que se orbitan y colisionan constantemente. Por un lado, el de los adolescentes, retratado con mayor frescura y fluidez –la escena de sexo es quizá uno de los momentos más cálidos, sinceros e intimistas del año- seguramente por la cercanía temporal entre los guionistas (ambos sub-30) y los personajes, y el de los adultos, tan denso como desdibujado por una carga de conflictividad mayor e impostada, donde sobreabundan infidelidades e insatisfacciones. Como se dijo líneas arriba, la juventud de los escritores seguramente favoreció a que pisen con más firmeza en el terreno conocido que en aquel aún inédito.
Si gran parte del texto gira en derredor a los comportamientos y actitudes de los personajes, es porque Aprender a vivir es un film que reposa sobre la solidez de sus intérpretes, que conforman un elenco sólido y parejo, aunque con puntos altos en la enorme figura de Alec Baldwin (quien parece divertirse no sólo en comedias mediocres como Enamorándose de mi ex sino en cualquier set donde se prenda una luz roja) y en dupla de adolescentes.