Product Placement
Eso. En proporciones obscenas. David Lynch declaró alguna vez que el product placement en el cine envenena el ambiente. Por otro lado le otorga un espacio prominente a Heineken y Pabst Blue Ribbon en una de las secuencias más importantes de su película más importante. Lynch admite esta contradicción y se declara, como muchos otros, preso de la misma. ¿Es un fenómeno en ascenso? Sí. ¿Es realmente necesario? Puede ser. Un grupo lo define como una adaptación necesaria, otro lo pronuncia la mercantilización del arte. Lo cierto es que es un momento incómodo. Un paréntesis medio vergonzoso que intentamos soslayar resguardando la integridad de la fantasía. A veces la explicitud es alevosa pero el espectador hace esas concesiones. En Aprendices fuera de línea (The internship, 2013) imaginen uno de esos momentos hiperbolizado hasta el punto en que se dificulta distinguir si la película contiene publicidad corporativa o si la fórmula es inversa. ¿Puede obviarse este hecho y digerir la ambigüedad del leitmotiv? Si la respuesta es” no”, la crítica debería terminar después de este punto.
La corporación en este caso es Google, en donde Billy (Vince Vaughn) y Nick (Owen Wilson) anhelan echar raíces. Ellos son dos vendedores venidos a menos, recientemente despedidos y ávidos por acoplarse a los mercados laborales incipientes que ofrecen la abundancia de avances tecnológicos de la actualidad. Obsoletos se consideran y son considerados por el resto. La idea descabellada de aplicar para una pasantía en Google comienza a expandirse hasta que súbitamente adquiere sentido.
Existe un videojuego de los 90’ que se llama Pepsiman. Como lo indica su título el juego es una publicidad interactiva y su intención de fondo es nada menos que maquiavélica. El problema es que es muy divertido y muchos adolescentes sacrificamos hordas masivas de neuronas en solemne adoración. Poseía cierto encanto autónomo y sobrevivía a la putridez de su propia esencia. Si bien en dimensión de tiranía marketinera Aprendices fuera de línea se sitúa un peldaño por debajo del citado hombre Pepsi, la confluencia de sus cualidades no la elevan lo suficiente como para despegar de esa superficie cancerígena y corrosiva. Es una exageración, no es tan irritante, pero todo el énfasis se desvía hacia esa falla porque no hay nada más para discutir. No goza de respaldo de ningún tipo. Esa es la comprobación suprema. No se trata de una película catastrófica. No es detestable en ninguno de sus registros. Es innecesaria, sólo eso. Uno realiza un esfuerzo altruista por ceder ante la gracia y precisión rítmica de Owen Wilson y Vince Vaughn. Que existe, es innegable. Pero el momento llega, más temprano que tarde, en que la compulsión de mirar el reloj e implorar por una conclusión escueta se apodera de la conciencia y empieza a pulular en recordatorios constantes.
El único apelativo es la dupla. Las reminiscencias de Los Rompebodas (Wedding Crashers, 2005), la complicidad durante la aparición de Will Ferrell. Esto es lo único que de a ratos valida esa intermitente expectativa por “algo más”. He aquí una película que encontrará dentro de algunos meses en cable y lo entretendrá hasta el corte comercial. Después cambiará de canal con la promesa interna de volver y naufragará a través de un limbo de realitys, sitcoms y pornografía soft sólo para recordar su pacto demasiado tarde, encontrarse con los créditos y castigarse su falta de memoria con un poco más de televisión.