La infancia a vuelo de pájaro
Una lectura superficial de la sinopsis de Aprendiendo a volar –Kauwboy puede recordarle al espectador memorioso imágenes de otra película: Kes, el clásico del realismo social británico dirigido por un joven Ken Loach. Pero si bien ambos films se centran en la relación de ¿amistad? (¿puede llamársela de esa forma?) entre un chico con problemas en su hogar y un pájaro –un halcón en Kes, un cuervo bebé caído de su nido en Kauwboy–, las diferencias entre uno y otro son demasiadas para permitirse la idea del homenaje, mucho menos la del plagio. En principio, en la ópera prima del holandés Boudewijn Koole las cuestiones sociales quedan relegadas a un plano lejanísimo (al fin y al cabo, Holanda no es el Reino Unido) y las problemáticas relaciones del protagonista, Jojo, con su entorno familiar y escolar parecen reducirse a un solo conflicto irresuelto: la ausencia total y absoluta de su madre, una cantante de música country de la cual el film se esmera en ocultar información relevante. Hasta la hora de las revelaciones, claro está.
Y las ausencias son, precisamente, centrales en la vida de Jojo: el padre está ausente en presencia, en parte por unas largas jornadas de trabajo, en mayor medida por la rígida visión del mundo exterior e interior de su hijo y un carácter por demás irascible. Y allí entra en escena el pájaro en cuestión, sustituto de deseos y reductor de angustias, según una mirada psicologista en la que la película, afortunadamente, no termina de caer hasta los tramos finales. Algo de eso deben de haber comprendido los guionistas (el propio Koole y Jolein Laarman), a tal punto que los días de Jojo incluyen a su cuervo mascota, pero también a una compañera algo mayor de las clases de natación, una jovencita despierta y experta mascadora de chicles. Es precisamente en esas escenas con la chica en cuestión, en esos paseos vespertinos donde la nada puede transformarse en todo, donde el realizar busca y encuentra los momentos más entrañables (nunca sentimentales y mucho menos ñoños) del film, donde la fragilidad de la infancia se hace más evidente para el espectador adulto, precisamente por su cualidad efímera.
La observación de lo cotidiano es lo mejor que tiene para ofrecer Aprendiendo a volar (dicho sea de paso, un espantosamente alegórico título local): los escasos lapsos de ternura entre padre e hijo, la incomprensión del adulto hacia el mundo infantil –tal vez el olvido más terrible de quién alguna vez se fue—, la aventura del tránsito de la infancia a la pubertad, que se anticipa en las miradas y respiraciones. La cámara, que por momentos parece imitar a la de los hermanos Dardenne, encuentra belleza en la superficie de las cosas, en los cabellos del protagonista, en las plumas del pájaro, en un rayo de sol a través de las hojas de un árbol. Pero los conceptos de pérdida y duelo se hacen carne en el último tercio del relato y allí esperan agazapados dos lugares comunes: el golpe debajo de la cintura y el cierre cómodo y tranquilizador, con papel de regalo y moño a tono para padres atormentados. ¿Los chicos? Bien, gracias.