En algún momento, pasados los primeros veinte o treinta minutos de Apuesta máxima , el espectador podría preguntarse porqué ninguno de los personajes del film habla. No es que se trate de una película muda, un raro experimento salido de Hollywood, sino que es difícil decir que las palabras que salen boca de los personajes puedan ser confundidas con conversaciones reales o al menos realistas. Una metáfora detrás de la otra, anécdotas y fábulas con moralejas torcidas o una cadena de alegorías que reemplazan el diálogo verdadero. Y, por ende, en lugar de personajes, la trama está repleta de estereotipos que se la pasan explicando por qué viven como viven y hacen lo que hacen. Como si quisieran convencer a los espectadores de que si escuchan todos sus argumentos en algún momento empezará a importarles su suerte.
Y de eso se trata gran parte de la historia, de la suerte o la falta de ella, del azar frente a la estrategia aplicada a las partidas de póquer online, una ocupación que puede salvar o arruinar a quien se involucre en ella. En eso está, metido hasta el cuello, Richie Furst, un estudiante de posgrado de Princeton que para pagarse su carísima estadía en la prestigiosa universidad trabaja como promotor de un sitio de apuestas, atrayendo a sus jóvenes compañeros, que pasan más tiempo jugando que estudiando.
Arrinconado por el decano Richie, se jugará todos sus ahorros en una última partida de la que, previsiblemente, saldrá mal parado y que, imprevisiblemente, lo llevará a Costa Rica. Tierra prometida para los emprendedores de las apuestas al límite de lo legal, allí se encontrará con Ivan Block, quien dirige el negocio, una especie de rey Midas tan seductor como peligroso que lo convencerá de las bondades de sumarse a sus filas.
A diferencia de lo que sucede en la música, Justin Timberlake (que interpreta al joven estudiante en quiebra) en el cine no logra encontrar el papel que lo afirme como un protagonista capaz de llevar adelante el peso dramático de la historia. Opaco y sin espacio para desplegar el carisma que suele mostrar en roles más acotados o más livianos, tampoco cuenta con un guión que sostenga su interpretación. Bastante más cómodo se lo ve en pantalla a Ben Affleck como Ivan, el villano que, para que nadie dude de su tendencia al desequilibrio, tiene cocodrilos como mascotas.
Las escenas que comparten Timberlake y Affleck dan indicios de que podría haber sido una película más interesante, algo que ni el director Brad Furman ( Culpable o inocente ) ni los guionistas Brian Koppelman y David Levien ( Ahora son 13 ) lograron. Tal vez estaban demasiado ocupados mostrando a los habitantes de Costa Rica como criminales, policías corruptos y brutales, prostitutas o mendigos o buscando las muchas y repetitivas maneras de utilizar el póquer como una metáfora de la vida.