¿Qué harías por dinero?
La ópera prima de E.L. Katz se centra en la vida de un hombre desempleado que se somete a una serie de apuestas que le permitirán saldar su deuda. Apuestas perversas (Cheap Thrills, 2014) logra mantener expectante al público, pero quizás no en el mejor de los sentidos, porque lo que se quiere saber es hasta dónde será capaz de llegar el protagonista.
Que todo hombre tiene su precio y que el dinero mueve al mundo parecen ser afirmaciones tácitas de toda sociedad (aunque pueden discutirse). Pero en Apuestas perversas éstas premisas tambalean al principio y terminan consolidándose con el correr de los minutos. Craig (Pat Healy) está felizmente casado y tiene un hijo pequeño. No tiene problemas en su presente familiar, pero sí en el económico: adeuda una suma abultada del alquiler de su casa y pierde su trabajo. El mismo día que lo despiden del empleo, se encuentra en un bar con Vince (Ethan Embry), un viejo amigo de la secundaria. Y en el mismo lugar, de casualidad, conocen a un matrimonio un poco especial, que los incentiva a ganar dinero “fácil” a través de apuestas.
Parece ser un juego sencillo: tomar tequila rápidamente o conseguir ser abofeteado por una mujer que se encuentra en el bar, son algunas de las consignas planteadas por el hombre adinerado. Pero a medida que el tiempo transcurre, y después de trasladarse a la casa del matrimonio, la crudeza y violencia de las apuestas crece de forma proporcional a la suma que les ofrecen por cumplirlas.
El dinero y el aumento de lo macabro transforman a Craig y a Vince. Las ansias de ganar llegan a convertirlos en desconocidos. Y eso es lo que permite que las apuestas sean cada vez más arriesgadas. Justamente, en ese punto radica el interés que la película de E.L. Katz puede generar en parte del público (no me atrevería a decir que en todo). Porque no tiene mayor hallazgo que encontrar el delgado hilo del sadismo, y continuarlo.
Mal gusto y pequeños momentos de humor negro completan a Apuestas perversas, una película que no deja demasiado, sólo el sabor amargo que produce que un hombre pierda sus valores y convicciones por dinero. Y también el deseo de que, en este caso, la realidad no supere a la ficción.