En el cine de Kleber Mendoça Filho, el espacio define las coordenadas físicas y simbólicas de la puesta en escena y el relato. Aquí se trata de una disputa sobre el concepto de propiedad y las leyes que la garantizan, una contienda entre la lábil concepción burguesa de esta y la prepotente apropiación, por parte de las grandes empresas, de los valiosos territorios de una ciudad para hacer grandes negocios. El poder del individuo se enfrenta al poder de las empresas, estas últimas con las mañas características de la mafia dispuestas a amedrentar hasta conseguir el objetivo deseado.
Aquarius, Kleber Mendonça Filho, Brasil-Francia, 2016
En el film, el individuo que lucha contra un gigante invisible es una mujer llamada Clara. Recién jubilada, viuda, con tres hijos y un nieto, alguna vez eximia crítica musical, Clara ha cimentado su propia historia en el hermoso departamento que tiene frente a la playa en una zona económicamente relevante de Pernambuco. En ese hogar la familia entera ha escrito su historia, como bien puede verse en el prólogo, desde fines de la década del ‘70. Mendoça Filho dirá también que la historia de una ciudad se lee en la arquitectura, de allí la reiterada apelación visual a través de algunos elegantes planos generales de la ciudad (o el trabajo inicial con fotos de archivo que ayuda a figurar el pasado de un emplazamiento). Y también dejará en claro que el espacio es siempre una zona política. La empresa constructora que quiere ese departamento es la expresión directa de una cultura de negocios propia del capitalismo corporativo del siglo XXI.
Dividida en tres capítulos, Aquarius trabajará sigilosamente sobre el clímax de su asimétrica disputa sin dejar de lado la vida cotidiana de Clara. Y Clara es Sonia Braga, que tiene aquí el papel de su vida. El film sería otro sin ella. Sus gestos, su sensualidad tardía, la convicción que le impone a su personaje son un plus que también tiene un correlato en la precisión formal de Mendoça Filho. Los imperceptibles fundidos encadenados con los que filma ciertas transiciones entre escenas (y también algunas percepciones de su personaje), las inadvertidas secuencias oníricas y la pertinente utilización de la banda de sonido constituyen un contrapunto respecto de la perspicacia interpretativa de Braga. Es un dúo magnífico. Atrás de cámara el director adora a su personaje, y este le corresponde con la totalidad del cuerpo a sus requerimientos. Eso explica la naturalidad con la que Braga/Clara es capaz de montarse arriba de un prostituto joven o de simplemente bailar en la mañana frente a la ventana de su casa.
El límite de Aquarius es político; su indisimulado progresismo de clase es tal vez insuficiente para interrogar y cuestionar el poder que aquí se ilustra con razón como obsceno. La mirada de clase es insoslayable, y es por eso que la desconfianza sobre el orden de las cosas alcanza solamente un estadio. El dominio del territorio requiere otra representación y otra política.