Escenas de una historia trivial
El rumano Radu Muntean se propone capturar un fragmento de vida. Es como si con su cámara quisiera registrar lo que ocurre entre un pequeño grupo de personas que viven una situación singular, pero ni original, ni extraordinaria. Un suceso que los implica, como en este mismo momento podría estar ocurriendo en miles de otros lugares del mundo, casi de la misma manera.
Es ni más ni menos que lo que le ocurre a Paul, un hombre cuarentón, casado, con una hija, y que mantiene una relación extramatrimonial con una mujer soltera, más joven e independiente.
Un clásico de manual. Un desafío también para hacer que la historia merezca ser llevada al cine y pueda salir airosa, batallando contra los clichés, los lugares comunes, lo previsible. Es casi un anticine, si se mira bien. Lo que ocurre entre Paul, su esposa Adriana y su amante Raluca forma parte de ese anecdotario cotidiano que ya no sorprende a nadie. Integra el repertorio de las experiencias más frecuentes que se puedan tener o ver sin alejarse ni un poquito de la propia casa.
Pero Muntean se pone el desafío al hombro y se sumerge en la intimidad del triángulo amoroso casi como un niño dispuesto a descifrar todas las señales que puedan expresar algo de lo que ocurre en realidad en el interior de las personas involucradas. Lo que se escapa del libreto, ese gesto, pequeño, que denuncia el conflicto, y que se perdería en la corriente si no estuviera ahí el testigo, el observador dispuesto a atraparlo y registrarlo.
La cámara, generalmente fija, muestra la química que existe entre Paul y Raluca, el diálogo entre sus cuerpos desnudos, tumbados en la cama, sin nada importante (aparentemente) en qué pensar, ni nada trascendente de qué hablar. Solamente disfrutar.
En contraste, la casi palpable atmósfera de rutina y aburrimiento que se impone cada vez que la cámara muestra a Paul con su mujer Adriana. Entre ellos, hay una sintonía casi administrativa, se entienden bien para afrontar las cuestiones del hogar, el cuidado de la niña y el reparto de funciones y tareas, pero ni una pizca de pasión.
Festín de sutilezas
Un poco más atrás, aparecen a veces los padres de él, ejerciendo también esa presión que no se ve pero se siente, del statu quo, lo previsible, lo que ya no tendrá sorpresas y solamente se desliza en el tiempo y el espacio, sin ánimo de ir a ninguna parte.
Pero ¿el azar? provocará un situación que hará de bisagra y finalmente se producirá el quiebre, la ruptura, ese momento entre deseado y temido que hace que las cosas se muevan y la sangre bulla, sacudiendo la modorra de la comodidad de los afectos.
Aunque, como todos son muy educados, salvo un pequeño estallido de rabia de Adriana, pronto parece que la situación tenderá a acomodarse. Es como si rápidamente todos quisieran pasar el mal momento y adaptarse en seguida a la nueva realidad y... que la vida siga.
Por supuesto que el espectador quedará con muchas dudas, porque pese a que se sugiere que Paul quiere empezar una vida nueva, no se lo ve muy firme en los pasos que da y su rostro parece expresar más angustia que entusiasmo.
“Aquel martes después de Navidad” es un festín de sutilezas a cargo de excelentes actores que llevan adelante una propuesta caracterizada por la renuncia a toda idea pretenciosa.