El cine rumano es una de las estrellas más recientes en el actual panorama internacional. Multipremiado, alabado por todas las críticas, es pasible de toda clase de sospechas. Sin embargo, con títulos como “Aquel martes después de Navidad”, no hay más alternativa que rendirse y sumarse al coro laudatorio. El film cuenta la historia de un buen hombre casado, que quiere a su mujer y se enamora de otra. No hay ninguna maldad ni villanía en esto: simplemente se interpone ese accidente misterioso del amor en el libre devenir humano. Los personajes son como cualquiera de nosotros y la puesta en escena es de una transparencia notable: el espectador se siente –mucho más que con la mayoría de los espectáculos en 3D que nos atosigan– dentro de la vida de estas tres personas. La clave: personas, no personajes. El momento central del film, aquel donde el hombre le confiesa a su esposa qué es lo que le sucede, es uno de los más altos puntos de intensidad emocional de la pantalla grande en los últimos años, incapaz de dejar indiferente al espectador encerrado –en un complejo plano secuencia– con estas personas en su drama y su habitación. El final es, además, uno de los momentos más esperanzadores y realistas –en el sentido más preciso del término– de cualquier drama. En el fondo, este “drama burgués” es un enorme cuento de hadas disfrazado de realidad cotidiana. Trate de no perdérselo, porque las emociones, hoy, andan escaseando.