Un personaje termina de cargar unas cajas con cemento, ve a otro, se sienta en un carrito y le dice que no hay nada peor que cargar cemento. El otro no acuerda y enumera cosas más difíciles de cargar. A eso le sigue una lista de cosas que son agradable cargar: colchones, comida para peces, papas. La conversación, que podría haberse transformado en apenas otro diálogo de obreros alienados, se vuelve un inventario de materiales y placeres que reordena el mundo de manera caprichosa y feliz. La escena condensa la visión que tiene Arabia sobre el universo del trabajo y explicita además un método: a ese universo hay que aproximarse con cautela, tomando los recaudos necesarios para no caer en los automatismos de la denuncia. Los directores diseñan un dispositivo que les permite tomar distancia de lo que se narra para barrer mejor las historias y los espacios: en Ouro Preto, un obrero tiene un accidente. De forma azarosa, André, un adolescente de la zona, recibe la tarea de ir a buscar sus pertenencias a su casa y llevarlas al hospital. André encuentra un cuaderno en el que Cristiano cuenta, o trata de contar, su vida. La lectura reenvía al pasado: una infancia pobre, el robo de un auto, la cárcel, la libertad y los viajes incansables por Brasil en busca de una ocupación.
La película sigue el recorrido de Cristiano y descubre una red de hombres igualmente perdidos que conforman familias ocasionales, grupos humanos siempre al borde de la disolución. Un trabajo conduce al otro, el final de una cosecha empuja a la ruta y a empezar todo de nuevo. Los directores observan con delicadeza, siempre atentos a la fragilidad general de los espacios, a los gestos de camaradería o de derrota. El programa de la película queda claro en pocos minutos: se quiere retratar el mundo del trabajo en su materialidad, en la fugacidad de sus vínculos y de sus pactos, en los efectos que deja en el cuerpo y el carácter. Se trata de un mundo diferente al del cine, por ejemplo, de los Dardenne o Ken Loach, que parecen ver solo los engranajes de un sistema desigual, sus atropellos y poco más que eso; Dumans y Uchoa, en cambio, hallan un universo de gran espesor, una realidad que fascina justamente por que no se la obliga a decir nada, un conjunto intrigante que no deviene insumo de una queja grave. Los Dardenne y Loach ven a sus personajes como piezas que deben apuntalar una visión inapelable sobre el mundo del trabajo; en Arabia, al contrario, Cristiano funciona como un vector que permite abrirse paso por un mundo que la película no presume conocer y que no intenta explicar, mucho menos reducir a unas pocas consignas altisonantes.
Ese respeto por la historia de sus personajes blinda a la película contra los subrayados, ya desde el comienzo: André se levanta temprano para prepararle una bebida caliente a su hermano menor, que está en cama. La frialdad de la mañana, la escasez de los utensilios y de las habitaciones, la información de que se acabaron los remedios, todo recuerda a la escena de la criada en Umberto D, pero apenas unas miradas entre los hermanos alcanza para disipar esas sospechas: una sonrisa espontánea del más chico confirma que lo que está por verse no es un panfleto sobre la miseria sino algo bastante más interesante; que Arabia es un objeto con menos seguridades que dudas, que mira lanzado por la curiosidad antes que por el despliegue de certezas.
La fórmula es de una eficacia impresionante: Dumans y Uchoa encuentran casitas derruidas, labores pocas veces filmados, tiempos muertos entre empleos y amistades al paso; en esa red móvil de trabajos mal pagos la película muestra, claro, una miseria general, profunda, pero también una tristeza silenciosa que invade todas las escenas, incluso los breves momentos de felicidad, y que desborda las condiciones de explotación, una tristeza casi antropológica. Se trata de un mal que parece tocar a todos por igual, ya sea al joven André como a Cristiano, como si fueran atacados por una melancolía irrefrenable, la consecuencia tal vez de vivir expuesto a un paisaje dominado por el humo de fábricas, las calles desparejas de los barrios pobres, el pasar demasiado tiempo viajando de un lugar a otro sin una residencia fija. Algunas críticas de Arabia hablan de neorrealismo, es decir, apelan a una etiqueta conocida, de uso sencillo, que puede ayudar a medirse con la propuesta de la película. Pero en los cuartos mal pertrechados que se muestran lo que se juega no es tanto el retrato de una humanidad empobrecida, sino una poesía de la marginalidad que hace acordar más a las películas de Pedro Costa. Si en Arabia hubiera algo parecido al neorrealismo, habría que hablar de otra cosa, menos de realismo que del aire de fantasía discreta de una buena parte del cine portugués actual. Un cine cuya potencia se cifra en transformar el mundo circundante, volverlo un lugar misterioso en el que los postergados no quedan reducidos a su situación económica, donde además de trabajar y padecer pueden hablar de lo que se hacen, pensarlo, escribirlo, incluso diseñar inventarios de las cosas que cargan.