El ocaso de una vida
Sin importar el retrato de los espacios, Arábia es una película claustrofóbica, que nos obliga a reconocer el estado de nuestros cuerpos.
Un adolescente llamado André pedalea su bicicleta para atravesar una ruta montañosa en Ouro Preto, Minas Gerais. No importa de dónde viene y cuál es su destino. La cámara invierte la atención en el proceso del viaje de una travesía que minutos después emprenderemos nosotros. Arábia es una película neorrealista brasileña que dibuja con paisajes escondidos y relatos poéticos los pasos de un trabajador de una favela que intenta sobrevivir día a día a través de tareas pesadas. Su espinoso mundo se revela como un laberinto a descifrar cuando el chico que pedalea sin respiro descubre un cuaderno repleto de crónicas en la habitación, ahora vacía, de un obrero que duerme en un hospital debido a un grave accidente laboral. Las páginas escritas le permiten a Cristiano tener voz a pesar de no estar despierto, obteniendo además la posibilidad de despertar, a través de todo el dolor acumulado, a la persona que se topó con las experiencias que le apagaron la vida.
“Todos tenemos una historia, aún los silenciosos”, deja tatuado en el cuaderno hallado. Abandonando por un rato a su pequeño hermano que está enfermo de aspirar el humo que despide la fábrica que atenta contra la salud de todo el barrio industrial, André nos sumerge con su lectura en la historia de Cristiano. Una voz en off nos lleva de las narices como si fuera una guía turística, para mostrarnos los rincones periféricos del Brasil que nadie visita. Son postales sociales e individuales de las consecuencias oscuras del desarrollo económico de Brasil en los últimos diez años.
Cristiano no nos priva de abordar aventuras: como si fuera Ulises, el personaje edifica y atraviesa su propia odisea. Deja su casa, se cruza con toda clase de personas, crea vínculos fugaces, lucha contra su trágico destino mientras se escribe cartas con su Penélope, aquí llamada Ana. Y al igual que el protagonista de la epopeya griega también es encerrado entre rejas, pero no por Polifemo. Sin embargo, en esta película no existe reino ni Itaka a la que regresar. Porque no hay a dónde ir ni espacio para refugiarse de la desolación.
La pobreza y la deshumanización vuelven imposible la heroicidad. Cristiano traza caminos pero se encuentra inhibido de cambiarse de lugar. Por eso el tono del relato parece monocorde: para conseguir reflejar una tristeza estática, arraigada en el cuerpo que pone en cada trabajo. Sea cosechando mandarinas o padeciendo el yugo de las tareas forzadas en una fábrica de aluminio, no hay búsqueda de acentos o subrayados, ni siquiera cuando ocurren eventos que marcarán el futuro del protagonista.
Esa es la mayor virtud de los directores João Dumans y Affonso Uchoa: no traicionar el ritmo cotidiano y quieto de Cristiano en pos de construir climas de tensión y conflictos que tarde o temprano deberán ser resueltos. Lo que no es estático es lo que siente el espectador al acompañar a Cristiano en su odisea, conociendo a través de él los miles de Cristianos que extraen la riqueza para otros, tejen puentes, abren carreteras, levantan cimientos, recibiendo como magra recompensa, a veces, la posibilidad de apenas sobrevivir.
“Es difícil elegir un momento importante para contarlo. Porque al final lo único que queda es el recuerdo”, dice Cristiano, a través de las notas que escribió para una obra teatral de la fábrica que le quitó las últimas gotas de vitalidad. Arábia es un ejercicio de observación de lo que pasa afuera y adentro de un sistema, en los alrededores y en el interior del cuerpo de un trabajador que no puede distinguir la diferencia entre estar vivo y estar muerto. ¿Qué sucede cuando los recuerdos solo ahondan en el sufrimiento? ¿Ocupan más o menos espacio?
“Por primera vez, paré para observar la fábrica. Y sentí tristeza de estar allí”, escribe. El personaje plantea en esa imagen desesperanzadora si hace falta dormir bajo tierra para afirmar que uno está muerto. Cristiano respira (aluminio) por inercia, y aunque su corazón late, hace años que dejó de vivir. No hay una gran distancia entre la fábrica donde trabaja y la cárcel donde estuvo preso. La única diferencia es que de la cárcel un día pudo salir; de aquella fábrica se siente esclavo sin posibilidad de salida.
Sin importar si la fotografía de Leonardo Feliciano retrata espacios cerrados o abiertos, Arábia se presenta como una película claustrofóbica. Tan opresiva que nos obliga a reconocer el estado de nuestros cuerpos. La tristeza es un sentimiento finito, que cede tarde o temprano. La saudade, ese término portugués tan característico de la cultura brasileña, que definió a todo un movimiento artístico, significa, en cambio, aprender a convivir con una tristeza permanente, con la certeza de que quizás no vamos a conseguir nunca lo que buscamos.
De eso habla con palabras y planos precisos Arábia: de estar muerto en vida. En 1660 el escritor portugués Manuel de Melo explicó el término saudade como «bem que se padece e mal de que se gosta» (bien que se padece y mal que se disfruta). El cuaderno que deja Cristiano como legado es un testimonio para que André descubra una vida a evitar y no abrace para siempre la tristeza. Si es que acaso puede lograrlo.