Qué me han hecho tus ojos Casi treinta años después, a los 91, en Cry Macho Clint Eastwood vuelve a montar a caballo por primera vez desde Los imperdonables. “Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos”. (Ernest Hemingway) Katie Ledecky Clint Eastwood tiene una sombra más grande que la de cualquiera. Sobre sus espaldas carga no solo a sus personajes, también al pasado de cada uno de ellos. En el western El jinete pálido (Pale Rider), dirigido y protagonizado por Clint en 1985, un predicador llega a un pueblo habitado por buscadores de oro para ayudarlos a defender su lugar del inescrupuloso Coy LaHood (Richard Dysart) y su compañia minera. El trabajo artesanal de los buscadores vs. las máquinas de la compañía; el pasado contra el futuro. Pero ese hombre que más que llegar irrumpe en Carbon Canyon no siempre usó el cuello blanco: en una vida anterior fue pistolero. Por eso guarda en un cofre con llave, seguro en una oficina de correos, el revólver que se prometió a sí mismo no volver a usar. “¿Qué fue eso?”, le pregunta una mujer (Sarah) cuando a lo lejos se oye un grito: “¡Predicadoooor!”. “La voz del pasado”, responde el personaje de Clint Eastwood. El duelo final será entre él y Stockburn (John Russell), el Agente Federal que creyó haberlo matado cuando lo acribilló por la espalda. El predicador regresa de la muerte cuando una chica de quince años, al borde de perder la última esperanza tras otro ataque a su asentamiento, pide un milagro. El milagro no tiene nombre para ella pero sí para nosotros: Clint Eastwood. Siete años después, Clint protagonizó y dirigió otro western: Los imperdonables (Unforgiven). Su personaje se llama Bill Munny, a quien muchos creen bajo tierra. Ahora lleva otra vida: atrás dejó las atrocidades que cometió cuando era un inconsciente y violento asesino, para dedicarse a la granja y a sus hijos tras enviudar. Fue su amada esposa quien lo alejó de la bebida que lo cegaba, quien lo transformó en una mejor persona, en alguien común y corriente. Pero el pasado siempre vuelve, en los westerns y fuera de ellos. Un joven apodado “Kid” busca al retirado Bill Munny para hacer juntos un trabajo de cazarrecompensas. Bill asegura que no es a quien busca, y en parte es verdad. Sin embargo, la falta de dinero lo arrastrará a reencontrarse con todo eso que creyó haber enterrado. “¿Te asustabas en los viejos tiempos?”, le pregunta Kid a Bill. “No me acuerdo”, contesta con un poco de desprecio hacia el chico. No es una cuestión de memoria sino de que él ya no es la misma persona, a pesar de que vuelva a apretar el gatillo. Clint Eastwood es tan inmenso que tanto en El jinete pálido como en Los imperdonables a sus personajes no les basta con matar al villano: destruyen un sistema. Ambas películas son westerns crepusculares que muestran la conclusión de la Conquista del Oeste, el fin de una forma de vida. Los imperdonables tiene un discurso letal: el director asegura que los personajes que generó el western ya no tienen lugar en el mundo. Cry Macho, la nueva película dirigida y protagonizada por Clint Eastwood, le rinde un homenaje a esos vaqueros que se quedaron sin hogar. Les da un espacio en su propio cuerpo: Clint es Mike Milo, una ex estrella del rodeo que lo perdió todo tras un accidente. Son los años 70: ahora es viejo, ya no compite ni tiene grandes desafíos, pero su impronta sigue siendo la de un cowboy. Su trabajo diario es criar los caballos del hombre que lo sacó del pozo cuando se quedó sin nada. Es hora de pagar el favor: su jefe (Dwight Yoakam) le pide que viaje de Texas a México para encontrar al hijo de trece años, Rafa (Eduardo Minett). Salvarlo de un contexto de maltrato y llevarlo en auto hasta el reencuentro con su padre en la frontera. Una vez más el personaje de Clint tiene una última misión. Es el final de un vaquero y, en ese sentido, Cry Macho podría leerse como una película crepuscular de Clint en el western. Es curioso que Cry Macho, basada en la novela de N. Richard Nash, es un proyecto que el productor Al Ruddy en 1988 le ofreció hacer a Clint como actor. De haber aceptado, hubiera sido la película entre El jinete pálido y Los imperdonables. No sucedió: Clint se negó a interpretarlo porque consideraba que en el 88 era demasiado joven para ese papel. Su deseo era dirigir a Robert Mitchum en ese personaje, ya que era bastante mayor que él. El proyecto pasó de mano en mano, de actor en actor. Arnold Schwarzenegger estuvo por personificar a Mike Milo antes y después de ser Gobernador de California. Tal vez no lo interpretó otro porque ese personaje estaba hecho para Clint. Incluso, si uno observa la portada de la novela original, publicada en 1978, Mike Milo es igual a Eastwood en la ilustración. ¿Pura casualidad? “Un día sentí que era hora de volver a visitarlo. Es divertido cuando algo tiene tu edad, cuando no tienes que esforzarte para ser mayor “, dijo hace poco Clint en una entrevista a Los Angeles Times acerca de Mike Milo. En Cry Macho Clint vuelve a montar a caballo por primera vez desde Los imperdonables, pasaron casi treinta años. Tal vez su cabeza olvidó cómo hacerlo, pero no su cuerpo. El actor y director de 91 años se sube al caballo y le enseña al chico de trece años, Rafa, cómo domar a la bestia. Cry Macho, con guion adaptado de Nick Schenk (quien ya trabajó con Clint en Gran Torino y La mula), se presenta como una road movie: Mike atraviesa la ruta junto a Rafa (y su gallo llamado Macho), y en el camino se preguntarán quiénes son realmente, cuál es su lugar. La ambición del adolescente es ser “macho” como su gallo y admira a Mike por haber sido un vaquero. Pero esa admiración no tardará en convertirse en desilusión: “Solías ser duro. Ahora eres débil. Montabas caballos, toros. Eras alguien. Solías ser fuerte. Macho”, le grita Rafa furioso. Mike respira y le explica que solía ser muchas cosas, pero ya no es nada de eso. “Las cosas de machos están sobrevaloradas. (…) Es como todo en la vida, crees tener todas las respuestas y envejeces y te das cuenta que no”. ¿Eso lo dice Mike o Clint? En El jinete pálido Sarah, la mujer que está enamorada del predicador, le pregunta a este hombre misterioso quién es realmente. “¿Importa eso?”, responde el personaje de Clint. En Cry Macho tampoco importa. Eastwood da un discurso para deshacer la construcción del hombre violento que impone miedo e invita a este vaquero a buscar un principio en vez de un final. Clint empezó como actor en monster movies de Jack Arnold sin saber que sería él quien medio siglo después se convierta en un Monstruo del cine. En la primera película donde apareció, a sus 25 años, fue en Revenge of the Creature: el Monstruo de la Laguna Negra es convertido en una atracción de acuario hasta que logra escapar de la crueldad del hombre. Clint aparece unos segundos, es un asistente de laboratorio que saca un ratón del bolsillo del guardapolvo blanco. Su papel es tan chiquito como el tamaño del ratón, sin embargo, logra instalar un interrogante a través de los ojos claros que parecen pelear contra los párpados. ¿Quién es ese joven de jopo rubio y qué oculta en esa mirada? En el mismo año se estrena otra película: Tarántula. Jack Arnold vuelve a llamar a Eastwood pero esta vez lo saca del laboratorio y lo sienta en un avión del ejército. Clint lleva puesto un casco y una mascarilla; ¿lo único que vemos de él? Sus ojos. El primer western en el que actuó fue Star in the Dust (Charles F. Haas, 1956), pero recién en 1964 el nombre de Clint apareció grande en un afiche: esa película es Por un puñado de dólares. No es solo una cuestión de cartel o de ego; el grosor de las letras adquiere otro relieve porque fue Sergio Leone quien le dio la identidad como actor y futuro director que tiene Clint hasta el día de hoy. La manera de pararse frente a la cámara, el ritmo lento al caminar para que cada pisada tenga su protagonismo, pero sobre todo la autoridad en la mirada. Leone no reveló el misterio que se esconde en los ojos de Clint, lo magnificó dándole inicio a una leyenda. Por eso en Cry Macho Mike Milo se presenta a través de la mirada: sus ojos se reflejan en el espejo retrovisor del auto que conduce en los primeros segundos de película. En El jinete pálido LaHood describe al predicador alto y delgado. Hasta que de repente dice “Sus ojos…había algo extraño en sus ojos”. Stockburn descubre de quién está hablando por ese último comentario, porque nadie tiene ese “algo” en los ojos salvo Clint. No importa que en Cry Macho ya no luzca como en El jinete pálido. Que su piel esté arrugada, se haya ausentado el jopo rubio y camine un poco encorvado: es la mirada de Clint todo lo que necesitamos para reconocerlo. A él cargando un pasado. “Ya no luzco como a los veinte, ¿y qué?”, dijo hace unos meses en una entrevista. Cry Macho no es ni pretende ser la mejor película de Clint Eastwood. Tampoco creo que alguna vez el director se haya propuesto hacer una obra maestra, porque una de las cosas más valiosas de Clint es que tiene oficio. Cuenta historias, filma sin parar y se para delante de la cámara recordando que podría estar trabajando en la estación de servicio donde empezó con su papá. Sin embargo, logró construir una carrera como actor a pesar de que su padre en los años 50 le advirtió que podría decepcionarse si se iba a Los Ángeles a probar suerte. Hay una conexión directa entre Los imperdonables y Cry Macho: en la primera el personaje de Clint, Bill, no respeta a las generaciones más jóvenes que él. Kid le parece un cobarde y un mentiroso, un chico que no tiene nada para ofrecer. De la misma forma mira a los jóvenes en El jinete pálido: como unos perdedores que no saben nada de la vida, y menos del trabajo. En Cry Macho modifica esa visión pesimista frente al futuro: Mike Milo le enseña a Rafa a colocar la brida al caballo, a poner los pies en los estribos. En ese legado que generosamente le entrega se abre otra posible lectura: tal vez nos esté enseñando a nosotros cómo ser futuros vaqueros y continuar su leyenda. No importa si Cry Macho es la última película de Clint porque él siempre vuelve. Clint no es pasado, tampoco es futuro. Clint no tiene tiempo, como la muerte o la vida. Es y será el jinete pálido que aparece cuando uno lo necesita y después se va. El milagro que nos devuelve la esperanza a través de sus ojos.
Cómplices, complejas, eternas A diferencia de otras adaptaciones, la versión de “Mujercitas” de Greta Gerwig pone el foco en la individualidad de cada una de las hermanas March. “Te vas a aburrir de ese hombre en dos años. Nosotras seremos interesantes para siempre”, le dice Jo (Saoirse Ronan) a Meg (Emma Watson), en una escena de Mujercitas, intentando convencerla de que no se case. Trata de evitar una traición. En gran parte, Jo tiene razón: 152 años después de que la escritora estadounidense Louisa May Alcott presentara en sociedad a las cuatro hermanas March, el paso del tiempo solo ha provocado que el amor por ellas sea cada día más grande. Sin importar la edad, todas soñamos con ser la quinta hermana y ser parte de esa complicidad al menos por un rato. La novela se ha adaptado al cine incontables veces: desde las versiones mudas de 1917 y 1918, pasando por la de 1933 en blanco y negro dirigida por George Cukor con Katherine Hepburn interpretando a Jo, hasta la Mujercitas que crió a la generación millennial en 1994. Donde la escritora rebelde tiene el rostro de Winona Ryder y, por fin, la película es dirigida por una mujer, Gillian Armstrong. En 1949 Mervyn LeRoy nos hizo conocer a los vestidos y sombreros de las hermanas March en Technicolor, y a Elizabeth Taylor en la piel de la caprichosa Amy. Pero también hubo dibujos animados: el animé de 1980 dirigido por Yugo Serikawa y la serie de 1987 que resumía parte de la historia en 48 episodios. Ningún autor se alejó demasiado de la novela original. Hasta que llegó Greta Gerwig: su adaptación es, seguramente, la que hubiera querido ver en el cine May Alcott, quien, a diferencia de su personaje Jo, fue soltera toda su vida, de lo que se deduce que el final no es el que la autora quería, sino el que le fue impuesto por el editor. ¿Es un gesto de empatía de Greta hacia la creadora? Tal vez, pero ante todo es un acto de justicia, de tomar al paso del tiempo como una oportunidad para enmendar errores del pasado. Greta Gerwig sacó a la luz el desenlace tan deseado por la escritora, logrando al mismo tiempo hacer propia una obra ajena. Zurcir medias rotas No existió una Jo más salvaje y chispeante que la interpretada por Katherine Hepburn. Aquella que silbaba para parecer un chico y prometía llevar suelto su cabello hasta los cien años para nunca convertirse en una señorita. Era mandona, gritaba con gracia y no sabía cómo manipular su cuerpo de mujer. Por eso cuando jugaba a las espadas con el joven Laurie terminaba cayéndose para atrás, con la falda del vestido dada vuelta. La Jo de Saoirse Ronan tiene mucho de ese peso físico, una especie de torbellino que no es posible detener. Sus hermanas aprecian esta particularidad del personaje, llamándola, entre risas no exentas de admiración, “hermano”. Esa Jo que ayuda a moldear -que conduce- Greta Gerwig es una que lanza puñetazos, da empujones y baila como si estuviera en medio de un pogo en un recital punk. La directora ya había visto en ella ese espíritu indomesticable: en Lady Bird (2017) la actriz, en la piel de Christine, abre la puerta de un auto andando y se lanza a la ruta por estar en desacuerdo con lo que le dice su madre. La secuencia es sorprendente y finaliza con un yeso pintado de fucsia decorando su brazo roto. Ambas películas, Lady Bird y Mujercitas, tienen muchos puntos de contacto. Sus jóvenes protagonistas buscan su lugar en el mundo y ser fieles a sus deseos en medio de un contexto de limitaciones económicas. Christine no tiene hermanas pero tiene a su mejor amiga, Julie, con quien entabla el mismo vínculo: tanto de alegría como de dolor. Jo y Christine atraviesan etapas similares: una adolescencia donde se es demasiado niña para algunas cosas y por demás adulta para otras. Al igual que Christine, Jo sueña con irse a vivir a Nueva York. Jo se enfrenta a los mandatos sociales que la obligan a contraer matrimonio; Christine a las enseñanzas cristianas de las monjas que adoctrinan en su colegio. En ambas películas los bailes se hacen presentes: en una escena de Lady Bird, cuando llegan los esperados lentos Christine esquiva a los chicos y saca a bailar a su mejor amiga, Julie. Cosen sus cuerpos, como las hermanas March arreglan sus medias, rompiendo las expectativas de los ojos ajenos. Pisoteando la lista de lo que deben hacer la noche de su graduación. Jo bailaría toda la noche con Meg, si no fuera porque su hermana mayor no quiere lo mismo que ella. “Porque mis sueños sean diferentes a los tuyos no los hace menos importantes”, le dice a Jo. Jo no comprende por qué alguien elige casarse antes de gozar de libertad. Es una incomprendida, pero tampoco comprende a nadie. Esa es su mayor soledad. Acaso la diferencia más importante entre Lady Bird y Mujercitas sea que mientras la primera relata el doloroso proceso de la adolescencia, la segunda narra una época en la que no había paso intermedio entre niñez y adultez. Christine sufre su adolescencia. Jo y sus hermanas, en cambio, viven en un tiempo en el que el traspaso entre ser hija y ser esposa se atraviesa sin transición. Una de las grandes diferencias con otras versiones es que la Mujercitas de Gerwig, nominada al Oscar como mejor película, no está narrada en dos tiempos ordenados sino con saltos temporales permanentes. De esa forma la directora rompe con ciertos esquemas: ver cómo empeora la salud de Beth de manera paulatina (ya conociendo el crudo desenlace) o mostrar el paso de la niñez a la adultez como una progresión. La narración va y vuelve, rebota como una pelota de ping pong, tal vez porque el crecimiento nunca es ordenado. Como las hermanas March, Gerwig sabe encontrar riqueza donde otros no la ven. No hubo antes una versión que le diera tanto protagonismo al Sr.Laurence (Chris Cooper). Una de las escenas más potentes sucede cuando Beth (Eliza Scanlen) visita la enorme casa porque le prometió al dueño que tocaría el piano para evitar que se desafine. Asomado desde la escalera, el Sr. Laurence escucha al instrumento y vibra con él, como si una parte de su hija resucitara en cada tecla que hace sonar con intensidad la tímida Beth, invisible para todos, menos para el Sr. Laurence. Su hija ya no va a volver, pero la llegada de Beth le demuestra al Sr. Laurence que aún tiene mucho amor para dar. Cuidar de los otros A diferencia de versiones anteriores, Gerwig elige poner el foco en las cuatro hermanas, no solo en Jo. Resalta la individualidad de cada una, aquello que las distingue. Tampoco las juzga: ni a Beth por ser poco ambiciosa, ni a Meg por serlo demasiado. Tampoco se ensaña con las envidias de Amy (Florence Pugh) o el egoísmo reiterado de Jo. Gerwig no solo hace brillar el encanto de las cuatro, sino que las comprende como si fuera su propia madre. O, mucho mejor, como si ella misma las hubiera creado. “Las chicas deben salir al mundo y formar sus propias opiniones”, dice en voz alta esa conmovedora madre interpretada por Laura Dern. Una mujer que cría a sus hijas como puede porque siempre hay alguien afuera de casa a quien socorrer. "No puedo creer que la infancia haya terminado”, expresa Jo como si viera avecinarse el apocalipsis. Podría ser una frase de cualquier película coming of age ambientada en el presente, pero Gerwig modifica el significado de la adultez de una forma más considerada. Para ella, y para esta Mujercitas, la adultez reside, más que en casarse, en hacerse cargo del otro. Por eso la Tía March (Meryl Streep) le dice a Amy que ella es la única que puede salvar a su familia casándose con un hombre de fortuna. Y así poder mantener a sus padres cuando sean viejos. “Jo es una causa perdida”, asegura. Sin embargo, ella se ve reflejada en esa chica que promete no casarse nunca. Tal es así que al morir le hereda su casa. Parte de la hermosura de “Mujercitas” reside en que los buenos gestos llegan de las personas que uno menos espera. Publicar una novela ¿Cómo cambiar un final sin modificar su impronta? Lo que parecía imposible Gerwig lo consiguió. La versión más feminista de Mujercitas muestra a Jo discutir sobre el porcentaje de sus regalías por la publicación de su primera novela. Hasta que, con su masculino sombrero hongo, se planta y decide no cederle los derechos de autor de su obra a la editorial. “Si voy a casar a mi heroína por dinero más vale que valga la pena”, le dice a su poco confiable editor. Una escena que jamás formó parte de las adaptaciones al cine. Porque en esta Mujercitas Jo es también Alcott, un sistema de espejos que mezcla la ficción con la historia real. Mientras otras versiones cerraban con el profesor Friedrich Bhaer ofreciéndole sus manos vacías a Jo, en ese reencuentro donde la escritora rebelde rompe su promesa de no casarse, la película de Gerwig propone un desenlace con otra historia de amor: la de Jo/Alcott con su novela. En una reveladora secuencia Jo pegada al vidrio, como si de una nurserie se tratara, contempla cómo prensan, cortan, cosen, pegan, doran y encuadernan el primer ejemplar de su primera novela. Jo observa el proceso con ojos de madre. Cuando recibe el libro, lo apoya en su vientre. Gerwig deja en claro con esta poderosa escena cuáles son las prioridades de Jo, y también cuáles son las suyas como mujer y autora. La película no habla solamente de niñas madurando en mujeres, sino también de una amateur convirtiéndose en artista profesional. Si eso es mucho y difícil hoy, lo que habrá sido en 1868.
La audacia y el cálculo Con citas a clásicos del género, se estrena El robo del siglo, de Ariel Winograd, basado en el antológico atraco al Banco Río de Acassuso de 2006. “Cuando uno comete un acto inmoral como robar un banco, cuanto más piense en los efectos secundarios que vas a producir con la mayor empatía y ética personal posible, mucho mejor va a ser la reacción social posterior”, recita mientras se fuma un porro el ideólogo del robo del Banco Río (Diego Peretti), un personaje que busca una verdad por la que pueda dar la vida. Su socio inversor, Mario (Guillermo Francella), un ladrón profesional soberbio y solitario, lo escucha con poca paciencia sentado a su lado rodeado por un paisaje verde. “Acá no hay daño verdadero. Pierde el banco, pero eso le encanta a la gente. Equilibrio natural”, agrega la cabeza del atraco dando otra pitada. Mario trabajó toda la vida solo, y respeta poco a su nuevo compañero amateur: amenaza con abandonar el proyecto una y otra vez. Esta tensa, cómica relación marca el latido de El robo del siglo, el noveno largometraje de Ariel Winograd (Cara de queso, Mi primera boda, Sin hijos), película que recrea el impactante robo al Banco Río de Acasusso del 13 de enero de 2006, golpe que nos mantuvo en vilo con transmisión en cadena de todos los canales de televisión. Un atraco de cajas de seguridad (entre 8 y 25 millones de dólares) disfrazado de toma de rehenes que burló a más de 300 policías. Fue definido como el mejor robo de la historia argentina, y uno de los cinco más importantes del mundo. Los titulares se repetían: “Un golpe de película”. A lo largo de la historia, el cine diseñó sus robos de banco como también creó sus propios gángsters estilizados, sus declaraciones de amor (que incluían corridas desesperadas para detener un avión) y el delineamiento de la personalidad obsesiva de sus asesinos seriales. Es probable que una persona que quiera robar un banco haya visto más películas sobre el tema que asaltos en la vida real. Son incontables las secuencias cinematográficas que quedaron grabadas en el imaginario popular. Una de las primeras tiene la firma de Don Siegel: Walter Matthau, en la piel de Charley Varrick, llega en un auto robado a un pequeño banco en Nuevo México. Con un falso yeso en una pierna, peluca, bigote, cejas y hasta un lunar. Así se presenta ante el espectador. El personaje, en apariencia ingenuo, pide por ventanilla cobrar un cheque. La secuencia es lenta, ¿podría no serla siendo tan largo el camino burocrático para cobrar un cheque? Varios minutos más tarde, el ladrón anuncia su propósito, al mismo tiempo que dos cómplices levantan sus armas luciendo unas aterradoras máscaras de látex. Es recién cuando se dan vuelta los secuaces que la música comienza a sonar; hasta ese instante los únicos sonidos provienen de la cotidianeidad aburrida del funcionamiento del banco. “¿Quieren morir por causa del dinero de otros?”, le pregunta el protagonista al gerente y a su secretaría mientras los apunta. Así comienza Charley Varrick, la película de 1973 que adapta la novela The Looters, de John Reese. De Walter Matthau a Patrick Swayze. Cuando Kathryn Bigelow filmó en 1991 al galán y bailarín de Dirty Dancing (1987, Emile Ardolino) irrumpiendo en un banco con una máscara de Ronald Reagan fue un antes y un después en el cine, y también en la vida real. Cada golpe con caretas nos recuerda a esa secuencia donde Bodhi y su banda de surfers roban portando máscaras de los ex presidentes. “Como en la película Punto límite roban un banco disfrazados con máscaras” titulóun diario local en 2014 cuando tres ladrones entraron a un Banco Credicoop de Avellaneda y se llevaron 500 mil pesos. Punto límite influyó a decenas de films: desde la escena inicial en Batman-El caballero de la noche (2008, Christopher Nolan) hasta Atracción peligrosa (2010, Ben Affleck). Quince años antes, Michael Mann había refilmado escena por escena su película L.A. Takedown (1989), bajo el nombre de Fuego contra fuego, esta vez con Robert De Niro y Val Kilmer como los delincuentes que atacan un camión con máscaras de hockey. Es un film fundante a la hora de “romantizar” la figura del ladrón de bancos. Caer con estilo ¿Cómo se sostiene el interés en una película basada en hechos reales, conociendo el desenlace de la historia? Creando personajes y micro relatos que nos distancien un poco de las crónicas policiales. El robo del siglo no busca ser fiel al hecho tal cual fue, más allá de que el ideólogo del verdadero robo al Banco Río, Fernando Araujo, es parte del proyecto desde el minuto cero. Como en El ángel (2018, Luis Ortega), el cine no está acá para reflejar la realidad sino para construir otra paralela. Si en aquella película Carlos (Lorenzo Ferro) baila “El extraño de pelo largo” seduciendo a la cámara, en El robo del siglo Mario va a clases de teatro donde juega a ser un orangután, ubicándose más cerca de la comedia absurda y el espíritu lúdico. Winograd ensayó ese tono en Vino para robar (2013), película que resuena en este tanque nacional, pero sin un interés romántico. La historia de amor en El robo del siglo es entre los ladrones y el dinero, pero aún más con ellos mismos, orgullosos de un logro que hasta el día de hoy suena imposible. Al igual que en Bob le flambeur (1956, Jean-Pierre Melville), el film que se viene gestando hace varios años pone el acento en la puntillosa estrategia, convirtiendo al cerebro en un Kevin McCallister estudiando planos y urdiendo trampas ya no para atrapar a un ladrón, sino para no ser el capturado; yendo y viniendo en el tiempo, utilizando los recuerdos en forma de flashbacks como respuestas a dudas urgentes. “No hay soluciones imposibles. Hay problemas mal planteados”, le dice el ideólogo a Mario. Con un elenco que completan Pablo Rago, Rafael Ferro y Mariano Argento, la película juega con el adentro y el afuera del Banco Río, el duelo entre ladrón y policía (Luis Luque), tal como sucedía en El plan perfecto (Spike Lee, 2006). Si en Pulp Fiction “Misirlou” estalla cuando Pumpkin (Tim Roth) y su novia alzan sus armas para asaltar la confitería, en El robo del siglo suena Uno, dos, ultraviolento de Los Violadores mientras vacían las cajas de seguridad. La película –como en las de Tarantino– funciona como una sucesión de sketches donde la canción define su contenido, y el tono se mezcla con la identidad narrativa que sembró Damián Szifrón en Los simuladores, luego plasmada en cine con Tiempo de valientes, también protagonizada por Diego Peretti. Su personaje en El robo del siglo tiene mucho en común con Emilio Ravenna. ¿Por qué las películas de robos de banco nos apasionan tanto? La razón, más allá de la tensión y el suspenso por si consiguen salir ilesos o no de la peligrosa maniobra, es tener la oportunidad de resolver ese halo de misterio que rodea a esos planes detallistas y milimétricos. La misma razón atrae al público por las historias reales de robos a banco: tratar de develar qué pensaron y sintieron esas personas y personajes al momento de dar el golpe. Y eso es justamente lo que ni una película ni una crónica policial logra revelar. Por eso es uno de los subgéneros más poderosos: el interrogante persiste por siempre.
El amor es un viaje sin retorno Al igual que en el western, todo lo que sucede en este notable film del rumano Corneliu Porumboiu puede ser verdad, o simplemente lo contrario. El protagonista del séptimo largometraje del director rumano Corneliu Porumboiu (Policía, adjetivo, El tesoro, Cae la noche en Bucarest) llega a una isla, La Gomera, con bombos y platillos. Mientras el ferry avanza hacia la perla de Las Canarias estalla a todo volumen “The Passenger”. ¿Quién puede resistirse a agitar la cabeza y sonreír cuando suena esa canción de Iggy Pop? Sin embargo, ese hombre no es un simple pasajero que ve las estrellas salir en el cielo. Los ojos impenetrables de Cristi (Vlad Ivanov) nos guían a un paisaje limpio, donde unas olas apenas visibles golpean contra unas enormes rocas, hasta que una ciudad empieza a acercarse a la cámara. Un escenario que existe pero parece una maqueta que cobró vida. Esa sintética presentación resume la esencia de esta compleja y resonante película: el espectador es engañado de forma permanente sobre qué es real y qué es artificio. Cuándo alguien miente o dice la verdad. Por eso no es casual que en La Gomera se cite al western y a los estudios de cine dentro del relato, preguntándonos con una escena de Más corazón que odio si la realidad no es acaso siempre una construcción. Las películas a veces pueden ser más reales que la vida misma. Cristi no llega en caballo sino en barco, y en ese viaje intentará también, como John Wayne, rescatar a alguien que quiere. Aquella isla que pisa con poco equipaje es famosa por el silbo: un lenguaje ancestral que se enseñan unos a otros. Logrando la capacidad de transmitir mensajes en clave hasta a tres kilómetros de distancia. No es ficción, en La Gomera esa forma de comunicarse aún perdura y hasta se enseña en algunas escuelas. Pero Porumboiu utiliza ese lenguaje tan poético para narrar un policial repleto de traiciones y vericuetos. Cristi es un policía corrupto que debe aprender de manera veloz este idioma tan físico para cumplir con un trabajo que le encarga la mafia. Paco (Agustí Villaronga, el director español de las películas ochentosas Tras el cristal y El niño de la luna), uno de los integrantes de la banda, es su primer maestro. Quien le transmite que los labios se ponen hacia adentro, imaginando que no tiene dientes. Y el aire no sale de los pulmones, viene de la panza. “Pon el dedo como si tuvieras un revolver. Y ponlo en la boca”, le ordena. Pero no es sencillo convertirse en un pájaro, así que Cristi tendrá que nadar en el océano para conseguir mayor capacidad de aire. El lenguaje suele ser importante en el cine de Porumboiu, pero en La Gomera es practicamente protagonista. Cuando el cineasta rumano era niño, y habitaba un país comunista donde las personas inventaban distintos mecanismos para comunicarse, en su casa también tenían un lenguaje secreto: invertían las sílabas de las palabras. ¿Cuántos lenguajes pueden inventarse? Porumboiu, el adulto, inventó el suyo para dibujar historias donde los personajes se toman demasiado en serio a sí mismos, desconcertando al espectador a partir de interpretaciones gélidas que por momentos se acercan a la comedia muda. No es necesario llorar para estar triste, ni reír para estar alegre. Los personajes de La Gomera mantienen tan en secreto sus emociones como el lugar donde la mafia guarda los cientos de fajos de dinero que robaron. No hay acá frontera entre delito y amor. Ya lo decía George Costanza: “No es una mentira si tú la crees”. Los personajes de La Gomera creen en sus engaños. A los pocos minutos de metraje una bella mujer de cabello largo y negro azabache que recuerda a la despampanante Ava Gardner en Killers (Robert Siodmak, 1946) le dice a Cristi “Olvida lo que pasó en Bucarest. Lo hice para las cámaras de seguridad”. La narración en este film está dividida en episodios, una excusa para ir para atrás una y otra vez a partir de los nombres de los personajes. Anunciándonos que, a pesar de las apariencias, el acento no se encuentra en la trama. La trama es casi una excusa argumental para contar una historia de amor enrevesada: la de Cristi y Gilda (Catrinel Marlon). Es a partir de ese pedido de Gilda que la película nos hace retroceder en el tiempo para ser testigos de un encuentro sexual entre ambos. Una actuación para el espejo ovalado que cuelga sobre la pared de la habitación de hotel, el objeto que oculta una cámara de seguridad. La policía los observa día y noche, pero no posee el poder de saber lo que piensan y sienten esos amantes. El espectador tampoco cuenta con esa facultad. ¿Cristi y Gilda están actuando? Y si es así, ¿para qué cámara? El actor que interpreta a Cristi, Vlad Ivanov, aprendió al igual que su personaje el lenguaje silbado. Ese compromiso y entrega se refleja cada vez que el protagonista logra producir sonidos que encriptan mensajes de vida o muerte con la fuerza de su abdomen. Cristi no es de fiar: no le importa nadie, excepto él. Traiciona a sus pares, a la mafia, o a quien sea con tal de salvarse a sí mismo. Sin embargo, Gilda parece romper su esquema. Como en un polar francés, los personajes son inaccesibles, pero Porumboiu anuncia sus futuras acciones a través de piezas musicales o secuencias de películas. Cuando Cristi se encuentra en la cinemateca con su jefa de la policía, Magda, ella estudia en detalle una escena de Más corazón que odio para implementar la misma estrategia de ataque con la banda mafiosa. John Woo contó una vez que el primer libro de cine que leyó tuvo que robarlo. Era El cine según Hitchcock, de Francois Truffaut. Hay en esa declaración una verdad mucho más grande: el cine es un robo constante, y lo único que importa es con qué fin tomás prestado algo que es de otro. Porumboiu en La Gomera cita sin cesar a otras películas (Un comisar acuza, de Sergiu Nicolaescu, o Psicosis, de Alfred Hitchcock) no como un hecho accesorio sino con la intención de incluir otro lenguaje en clave. En esas secuencias se esconden verdades y destinos. Similitudes inesperadas La gran diferencia de esta película con un polar francés es que este subgénero se caracteriza por ser cínico y nihilista. La Gomera también nos engaña en ese punto: quiere ser cínica pero se revela idealista. El séptimo largometraje de Porumboiu es hermano de Tiempo de revancha: el policial de Adolfo Aristarain dirigido en 1981. En la película argentina Pedro Bongoa (Federico Luppi) se hace pasar por mudo para cobrar una indemnización. Pero el plan no sale como lo esperado y su vida de pronto corre peligro. Como Cristi, Pedro es vigilado con micrófonos y miradas que lo persiguen, con el objetivo de que pise el palito y por fin deje escapar una palabra. Es tal el riesgo, el olor repentino a cementerio, que el personaje debe aprender a creer su mentira. Obligándose a no hablar dentro de su casa, y a dormir con cinta scotch tapando toda su boca. No obstante, nada es suficiente para estar a salvo… En La Gomera el personaje también debe volver permanente la mudez para salvar su vida. Cuando una de las personas que lo vigila lo atropella con el auto dejándole graves secuelas en el cuerpo Cristi pierde el habla para siempre. Ahora solo puede comunicarse con la lengua silbada. Palabras que el policía que lo custodia de la mafia no comprende, pero la mujer que lo espera afuera del hospital, GIlda, sí. El amor puede ser el lenguaje más difícil de todos. Pero para Corneliu Porumboiu solo consiste en un cruce cómplice de miradas. Donde solo ellos pueden entenderse. Sin necesidad de invertir sílabas o ponerse un dedo en la boca en forma de revolver para lograr un silbido que atraviese las montañas, el amor es ese lenguaje secreto que uno nunca termina de descifrar. La última escena de Tiempo de revancha tiene un enorme espíritu navideño: un muñeco de Papá Noel mecánico se mueve y simula escribir una carta mientras suena un villancico. La Gomera finaliza con un espectáculo de luces en los Jardines de la Bahía, en Singapur, al ritmo de El lago de los cisnes. Ambas películas abandonan por un rato las traiciones y miserias humanas para cerrar la historia como un cuento de hadas. Porque el cine existe para mejorar la realidad.
Desde lejos no se ve Como su chispeante protagonista (Daniel Craig), Entre navajas y secretos es caballerosa y delicada. Graciosa sin que al enigma se lo devoren los chistes. En 1814, el mismo año que George Stephenson construye su primera locomotora y Napoleón Bonaparte es enviado al exilio en la isla de Elba, Edgar Allan Poe inaugura el género policial con las aventuras de su detective Auguste C. Dupin. Protagonista de los cuentos Los crímenes de la calle Morge, La carta robada y El misterio de Marie Roget. Con esos relatos, y el personaje del detective científico y perspicaz, el escritor norteamericano no sólo funda el policial, también el subgénero del “policial de enigma”. Y en esa acción le abre la puerta a la parodia, de manera voluntaria o accidental. No es casualidad la fecha: este personaje nace con el avance de la ciencia criminalística como forma de investigar y resolver crímenes. En 1892, Sir Arthur Conan Doyle populariza este género y este perfil de investigadores con su Sherlock Holmes. Elemental, Watson. Que pese a protagonizar apenas una docena de relatos y algunas novelas quedó en la historia como la cristalización del detective excéntrico, de moral estricta. Obsesivo, caprichoso, desconcertante y capaz de ir desenredando los misterios en base a deducciones impensadas. Bien a tono con el furor por el positivismo científico, donde la gente de ciencia era mostrada superior al resto. Dentro de ese mundo y sus leyes hubo varias modernizaciones del género del policial de enigma, como las historias del Padre Brown del inglés G. K. Chesterton. Sin embargo la más exitosa e influyente fue Agatha Christie, cuando en los años 20 presentó a su detective Hercule Poirot. Una suerte de Sherlock Holmes, pero amable, que se hace el despistado y resuelve los casos más extraños. Con un singular tono jocoso e irónico que envuelven al detective y su ayudante, Christie renueva el género retorciendo aún más los crímenes y sus resoluciones. Con libros como Asesinato en el Orient Express, aquella novela en la que todos los sospechosos son culpables del asesinato. Pero, más allá de los engranajes narrativos, a Christie lo que interesaba era describir a una nobleza decadente y falta de fondos y una burguesía resentida dispuesta a matar por un poco de dinero. Rian Johnson se hace el famoso peinado recogido de Agatha Christie para crear en Entre navajas y secretos a su propio detective, Benoit Blanc. Interpretado por un Daniel Craig afilado como el cuchillo que cortará la garganta de la víctima: Harlan Thrombey (Christopher Plummer). Un escritor millonario de 85 años que carga con el interés desmedido de sus respectivos herederos. Un desfile de familiares miserables que giran ávidos alrededor de su fortuna como abejas en un panal. Personajes encarnados por actores no solo con exceso de carisma, sino también con un pasado cinematográfico y televisivo tan pesado que arrastran consigo los cadáveres de los íconos pop que han amado interpretar. Jamie Lee Curtis luchando contra Michael Myers en Halloween, Don Johnson con su camisa floreada y pelo al viento persiguiendo narcotraficantes en Miami Vice, Toni Colette luciendo un vestido blanco en La boda de Muriel, Michael Shannon y su reciente papel de torturador de monstruos en La forma del agua, Chris Evans defendiendo el bien en su traje de Capitán América. Y, a un costado de los beneficiados monetarios, también está Frank Oz, el hombre que le dio forma y voz a Yoda, y a tantas criaturas de Los Muppets. No es una elección menor: el espectador se pierde en esos rostros que protagonizaron películas que vimos una y otra vez hasta aprender los diálogos de memoria. Johnson, el director, nos distrae para que no descubramos la verdad que se esconde entre los objetos de antaño que brillan en el plano. La puesta en escena se nutre de esculturas de bronce y muñecos con gestos inquietantes. Alfombras persas y bibliotecas de madera oscura. Los encuadres están llenos de información, de datos valiosos que revelan el crimen. Johnson no hace trampa, es prolijo y dedicado como la joven enfermera de Harlan, Marta Cabrera (Ana de Armas). Un personaje clave en la historia. El director de Looper (2012) y Los estafadores (2008) no esquiva un tema que suele estar presente en el policial de enigma (o ‘'whodunit’’): el desprecio por las clases bajas y los inmigrantes. Al contrario, lo enfrenta y actualiza. Marta nació en Paraguay. Solo Harlan, su paciente y amigo, recuerda cuál es su país de origen. El resto de la familia comenta entre conversaciones que es de Uruguay, mientras otros dan por sentado que creció en Brasil. Johnson nos sienta en los ojos de una inmigrante discriminada por una familia rica en pleno gobierno de Trump. Es, sin dudas, la película más política del director que fue odiado por una horda de fanáticos cuando estrenó en 2017 Star Wars: Los últimos Jedi. En la primera secuencia un par de enormes perros corren en cámara lenta hacia la cámara. Detrás de ese trote salvaje se encuentra la mansión de ladrillos a la vista donde ocurrirá un crimen que tendrá, como en una novela de Agatha Chistie, mil y un vueltas de tuerca que nos tumbarán al piso con la fuerza que lo harían los perros entusiastas de Harlan. En esa imagen, una de las pocas filmadas en exteriores, se condensa el gran enigma y su resolución. Pero no es la única, la decoración de la casa habla por sí sola. Y uno tiene que ir encontrando esas pistas como si estuviéramos buscando a Wally y su sweater a rayas rojo y blanco en medio de una playa veraniega. En uno de los primeros cortos de Johnson también se oculta la explicación de Entre navajas y secretos: Evil Demon Golfball from Hell!!!, filmada en 1996, retrata a un joven que luego de asesinar a un hombre es perseguido por la pelota de golf de la víctima. Un objeto que pica y pica a su alrededor provocando que todos lo miren. Una posible versión de El corazón delator, de Edgar Allan Poe, donde el asesino no sabe convivir con los remordimientos. Aquel excelente cortometraje tiene como director de fotografía a Steve Yedlin, la misma mirada obsesiva que compone en fila para un lado y para el otro en cada plano de Entre navajas y secretos. Donde el centro de la trama es señalar a un culpable. Como el personaje chispeante de Daniel Craig, el Sr. Blanc, esta película coral es caballerosa y delicada. Graciosa sin que al enigma se lo devoren los chistes. Es, desde Evil Demon Golfball from Hell!!!, su film más potente y redondo. Capaz de hipnotizar al espectador con el sonido que despide una tecla de piano. La pelota de golf que coprotagonizó su corto de 1996 también está presente en Entre navajas y secretos. Solo hay que saber verla y escuchar.
Un drama inmobiliario En Frankie, la primera película que filma fuera de Estados Unidos, Ira Sachs vuelve a poner en escena un cambio de domicilio. “Uno no ama menos un lugar por haber sufrido en él”, escribió Jane Austen en Persuasión, en 1816. En el cine de Ira Sachs los espacios definen a los personajes. No para siempre, porque en las películas de este director estadounidense de 54 años nada es eterno, y menos un contrato de alquiler. Todo es temporal: el goce, pero también el sufrimiento. Sus relatos son dramas inmobiliarios que no excluyen los conflictos vinculares. En el universo de Sachs las personas también son lugares. Ambientes en los que uno quiere quedarse a vivir por mucho tiempo. El amor es un refugio, un techo que nos protege de las tragedias sin razón. Aquellas que irrumpen en la cena como si una enorme y pesada araña colgante se desplomara sobre la mesa familiar. El dolor es ineludible, las mudanzas también. En Love is Strange, estrenada en 2014, un matrimonio gay debe abandonar su hogar donde vivieron por más de veinte años. Hallar el departamento que puedan pagar no es sencillo, y hasta entonces deben dormir separados, lejos uno del otro, habitando casas prestadas. “Cuando vives con las personas, acabas conociéndolas más de lo que quisieras”, le dice Ben (John Lithgow) a George (Alfred Molina), agotado de convivir con sus sobrinos. Incómodo de estar no solo a kilómetros de su marido, sino del ritmo del hogar que perdieron. En cada película que filma, y co-guiona en dupla con Mauricio Zacharias, Ira Sachs parece hacer la misma pregunta: ¿cuánto dura la espera? En Little Men, estrenada en Argentina en 2016 con el título Por siempre amigos, dos familias se relacionan bajo la tensión de una propiedad. La muerte del propietario de una tienda arrincona a una comerciante latina de bajos recursos a renegociar las condiciones de alquiler del local con los nuevos dueños. Un contrato que triplica el valor que ella puede afrontar. Al igual que el cine de Nicole Holofcener, en la películas de Ira Sachs el dinero condiciona a los personajes en sus relaciones. Entre el deseo y la frustración hay un corto camino. Los hijos de ambas familias edifican una amistad cómplice, intensa como la de dos amantes. Un amor inclasificable que se ensombrece con la amenaza de desalojo. Dos personas que son separadas a causa del enfrentamiento de sus padres. Una posible versión contemporánea de Romeo y Julieta, con monopatines y patinetas, donde la lucha por permanecer juntos reside en una huelga del habla. Recordando la estrategia de ese par de niños protagonista de Buenos días (1959), una de las últimas películas de Yasujiro Ozu. Jordan Frankie quiere ser una despedida alegre En su noveno largometraje, Frankie, la primera película que filma fuera de Estados Unidos, Sachs vuelve a poner en escena un cambio de domicilio: una familia de tres generaciones se traslada a una ciudad de Portugal, Sintra. No son vacaciones, es un viaje de despedida. Es la última vez que convivirán como clan. En pocos meses, Frankie, la matriarca de esta familia, interpretada por una intimidante Isabelle Huppert, ya no estará de cuerpo presente en las discusiones inmobiliarias. Esta madre, abuela, esposa y ex esposa debe planificar con frialdad, pero no por eso con poco amor, cómo serán sus últimos recuerdos. Cuáles serán las postales que elija antes de morir para apretujarlas contra el pecho adentro de su tumba. ¿De qué manera se organiza una despedida? Como una mudanza: la fusión equilibrada entre emoción y practicidad. Frankie necesita dejar a su familia en orden, tener la certeza de que sabrán ser felices sin ella. Al igual que cuando uno cambia de casa, la protagonista guarda los sentimientos en cajas de cartón. No es represión, es preservar la intimidad de sus pertenencias. Y en el cine de Sachs los personajes solo son dueños de su pasado. Un ayer que, en oposición a otros directores, no los ancla sino que funciona como una catapulta que los lanza con envión a un futuro habitable. Mirar el bosque Todavía no se han inventado las despedidas alegres. Frankie intenta ser la primera en hacerlo, pero la cercanía de su muerte desorienta la seguridad de las personas que la aman. Sin embargo, en el cine de Sachs, la muerte nunca es una tragedia. Es parte de la vida. Como acostumbrarse a un nuevo código postal o empapelar las paredes del living. Cuando Frankie habla de su enfermedad, el director de fotografía encuadra a la protagonista en un fondo de mosaicos hipnóticos. No es un plano al azar: hay en esa imagen compuesta por el portugués Rui Poças, quien tatuó estampas de época en Zama (2017) y Tabú (2012), la esencia del director indie. Ubicar una situación angustiante en un paisaje luminoso. Nada es lo suficientemente triste como para no ver la belleza que nos rodea. Sea tangible o metafórica. Cuando en Love is Strange Ben muere antes de poder volver a dormir en la misma cama con su marido George, Sachs le regala a esa pareja serena una última noche feliz. Al despedirse en la entrada del subte, Ben baja las escaleras y George se queda solo viéndolo ir. Si en la secuencia de una película un personaje desciende la muerte no tardará en llegar. Sin embargo, la escena posterior no es el velorio ni el funeral. Porque esa ceremonia formal pesa mucho menos que la inolvidable velada que pudieron compartir luego de elegirse durante 39 años. El cine de Sachs está hecho de gestos. De esas pequeñas cosas que le dan sentido a sobrevivir al dolor. Envejecer es no morir Al igual que en Love is Strange, en Frankie el director pone el foco en los cuerpos arrugados. No es común apreciar en el cine estadounidense la vida sexual de los viejos. Salvo en las películas de Sachs, donde envejecer no es una condena sino otra forma de mutar. De conocerse de nuevo. Cambia el cuerpo como cambiamos de casa. Como afirmó Emily Dickinson: “La vejez aparece de repente, y no gradualmente como se piensa”. Los personajes reciben la vejez como los reptiles cambian la piel. No es un desenlace, es otro otro comienzo. Rui Poças resume la historia de amor madura de Frankie y su marido, Jimmy (Brendan Gleeson), en un largo plano secuencia sin diálogos. Retrata con suma cercanía, con luz de día y sin adornos, cómo se relacionan sus pieles. Aquellas que dejaron de ser tirantes hace años. Una escena tan íntima que hasta podemos sentir la textura de las sábanas de hotel. Los viejos también se calientan, cogen, porque son cuerpos deseantes. Ese es uno de los manifiestos más revolucionarios del cine de Sachs: con sus sutilezas es capaz de mostrarnos una nueva casa donde vivir. Lejos de prejuicios y certezas. En sus películas la incertidumbre se apropia del relato: los personajes no se casan con una identidad sexual. No importan los rotulos sino las experiencias. Nadie sabe si Tony y Jake, los adolescentes de Little Men, están enamorados o solo son amigos. O, tal vez, ambas cosas a la vez. No hay una única definición de amor, por eso Sachs se ocupa siempre de mostrar cómo se atraviesa una relación, estable o recién inaugurada, a partir de personajes con edades distantes. Refundar el final feliz A diferencia de sus anteriores películas, Frankie no narra la mayoría de las escenas en interiores, en habitaciones o cocinas, sino en paisajes arbolados y playas turísticas. Los personajes caminan sin pausa como si estuvieran siendo perseguidos. La quietud no fue invitada a ese viaje donde las valijas están repletas de miedo y nostalgia. Si en una comedia romántica el objetivo es el esperado beso de la pareja protagonista, en Frankie el fin es la unión de una familia que no sabe cómo funcionará sin la mujer líder. Y Sachs es generoso en su mirada esperanzadora, un maestro para equilibrar la alegría con el dolor. Tal como lo hizo en Love is Strange con esa última noche, y en Little Men con la unión secreta que seguirán teniendo los adolescentes, en Frankie hay una escena de pensamientos silenciosos que logra contener tanta tristeza. Jane Austen falleció 180 años antes de que Ira Sachs filme su primera película. Sin embargo, esta frase de su autoría describe a su cine como si lo hubiera conocido: “Cuando el dolor ha pasado, muchas veces su recuerdo produce placer”.
Sopa de letras En Sinónimos, de Nadav Lapid, el soldado israelí Yoav intenta convertirse en ciudadano parisino, reflejando un exorcismo del director con su pasado. Un paso ligero nos lleva de las narices por las callecitas de París hasta que entramos por una puerta a un majestuoso edificio francés. El protagonista, Yoav (Tom Mercier), sube las infinitas escaleras cargando una enorme mochila sobre su espalda. Debajo de una alfombra color carmín se oculta una llave. Él lo sabe, desconocemos cómo. Con esa llave ingresa a un piso gigante. Tan enorme que podría transcurrir allí una fiesta de gala donde bailen valses mil parejas, flameando el vuelo de sus vestidos en ese living que parece no tener fin. Pero lejos de esa imagen llena de vida, el departamento está vacío. Sin muebles, sin platos, sin libros. Sin rastro humano. ¿Y Yoav? Algo de su humanidad parece haberse perdido en el viaje que lo llevó hasta esa casa fantasmal. O tal vez invadida por un solo fantasma: Yoav. A quien antes de saber quién es, qué hace y por qué ocupa un piso vacío vemos su cuerpo desnudo. El joven veinteañero de pelo corto, panza chata y pestañas arqueadas se mete en la bañera y calienta su piel lampiña con un chorro de agua tibia. Lo único que hay en esa casa es un jabón que Yoav derrite al pasarlo por su pecho. Cuando salga del baño descubrirá que lo único que tiene, un calzoncillo y dos prendas de ropa, se han esfumado. El protagonista está tan vacío como ese departamento que está demasiado limpio. Como la piel perfumada de Yoav. El espacio refleja el misterio que cubre al protagonista. Sinónimos: un israelí en París, el tercer largometraje del director israelí Nadav Lapid, presenta a un personaje impenetrable, para nosotros y también para todos aquellos que lo rodean en la ficción. Yoav es un soldado que dejó su país natal y su mayor deseo es convertirse en ciudadano francés. Es tan intensa su necesidad de ser aceptado, de que París se transforme en su nuevo hogar, que se promete no volver a hablar en hebreo. Sepultar su pasado a través de un cambio de idioma. Yoav se aferra a un diccionario, su mayor aliado, y repite palabras como si fueran rezos. Enumera sinónimos al ritmo de un trap. “Morir, descubrir. Descubrir, morir”, ensaya en voz alta. La palabra es protagonista en esta película, al igual que lo era en su film anterior, La maestra de jardín (2014), donde el niño de cabellera rubia que le da motor al relato se llama justo igual que el soldado israelí que deambula por París. En ambas películas el recitado tiene el peso que hace avanzar la historia de forma silenciosa. En La maestra de jardín son los poemas que el niño de 5 años, Yoav, construye con algunas palabras que lanza al aire con suma inocencia. Palabras que lo exponen al peligro de los intereses de una profesora desquiciada. En Sinónimos: un israelí en París, Yoav, el adulto, pronuncia sustantivos, verbos y adjetivos para encontrar ese refugio ansiado. “Escribe sobre el amor no correspondido”, le dice la niñera del niño cuando la profesora de preescolar le pregunta cómo es su proceso de escritura. Yoav, el adulto, también escupe arrastrado por un amor no correspondido: Francia, la tierra donde él anhela ser aceptado y querido. “No voy a volver nunca. Israel morirá antes que yo”, le dice Yoav a Emile, un francés de clase alta que aspira a ser escritor. Y para impedir ese retorno que suena a pesadilla, el protagonista hará lo que sea: algunas tardes se desnuda frente a un fotógrafo perverso que le suplica que gima en hebreo. Ese idioma que tanto quiere olvidar. Yoav recorre París sin pausa. Atraviesa la ciudad de una punta a la otra a toda velocidad, como si fuera el Correcaminos. Imperceptible hasta su sombra. El ritmo del relato es similar a su paso: ligero pero sin sobresaltos. Continuo pero no por eso calmo. Mientras tanto, charla con personas, comparte ropa y anécdotas, hasta tiene sexo con una de ellas. Sin embargo, él está solo con sus tortuosos recuerdos, tal como sucede en el cuento de Ernest Hemingway de 1925, “El regreso de un soldado”, cuando Krebs vuelve de la guerra y no puede conectar con quienes lo rodean, y sus padres se preocupan por su futuro. En Sinónimos: un israelí en París, como en aquel cuento, solo existe el presente, no hay espacio para el ayer ni tampoco para el mañana. Solo hay síntomas de supervivencia, como si aún siguieran ambos protagonistas luchando en medio de la batalla. ¿Qué clase de película es Sinónimos: un israelí en París? El nuevo film de Nadav Lapid es igual a Yoav y a esa casa vacía de la primera escena: un misterio difícil de descifrar. Sinónimos es un exorcismo. Exorcismo que realiza el mismo director tratando de sacarse del cuerpo aquello que aún lo posee de su propio pasado en el ejército. Ese exorcismo que ocurre cada vez que baila, que agita sus brazos de forma exagerada. Como si sus extremidades estuvieran manejadas por otro, una marioneta dirigida por esos recuerdos tan perturbadores que lo obligan a borrar un idioma. El relato funciona cerca de las sutilezas, y menos al asomar las intenciones literales. Resplandece cuanto mayor es el desconcierto, huyendo del límite que divide al drama de la comedia, si es que acaso no van de la mano. Como en sus otras películas, este relato es pura violencia contenida que amenaza explotar en un cambio de plano. Entre una palabra y otra. La incertidumbre de un campo minado. El cine de Lapid es corrosivo, áspero y virulento en la quietud. Sinónimos: un israelí en París, por más que se encuentre lejos del campo de batalla, se mete en la guerra sangrienta que ocurre dentro del personaje, dividido entre Tel Aviv y París. Entre el hebreo y el francés. Entre las expectativas y la dura realidad. Es un protagonista fragmentado y por eso hasta su sombra es fantasmal. Sinónimos: un israelí en París se pregunta qué define la identidad: ¿el terruño, la foto del pasaporte, los modos, las obsesiones? Yoav aún no lo sabe, pero está cerca de averiguarlo. Lo que define a este personaje son sus historias. Aquellas que le entrega a Emile para que las use como propias. “Necesito que me devuelvas mis historias. No tienen nada de especial. Pero son mías”, le dice al escritor cuando descubre la importancia que tienen. Hay en esa afirmación una respuesta: la identidad es cada experiencia que nos construye como personas únicas. Sean recuerdos turbios o brillantes. Solo hay que saber qué formar con ellos, como en una sopa de letras. Al igual que esas palabras sueltas que pronuncia Yoav cuando recorre París. Los recuerdos como idioma universal.
Manual de supervivencia Zombieland 2 cumple su promesa. La caza de zombis es generosa, y la descomposición de muertos vivos se aprecia en todo su esplendor. Los zombis ganaron la batalla: lograron tener vida eterna en la pantalla grande. Y es que el cine mismo, capaz de resucitar una y mil veces ante diversas crisis y competencias, es el primero en rechazar la muerte, resucitando incluso a cada estrella o extra que fue parte del plano. Buster Keaton no falleció en 1966. Cada vez que vemos El maquinista de La General, el cómico sale de su ataúd y retrocede en el tiempo hasta abandonar la palidez de su rostro. El cine es la única fórmula contra la muerte. Paradójicamente, el subgénero de zombis fue, es y sigue siendo una inyección de vitalidad para el séptimo arte. Una buena razón para salir de casa y asistir a una fiesta multitudinaria en la sala de cine. ¿Cuántas películas pueden hacerse sobre muertos vivos? Nunca las suficientes. Desde la película clase B inglesa The Plague of the Zombies (John Gilling, 1966) hasta la coreana Train to Busan (Yeon Sang-ho, 2016) han desfilado cientos de demacrados con distinto carácter y maquillaje. Muy lejos del origen vudú y la magia negra que propuso Victor Halperin en White Zombie, en 1932, George Romero inauguró el subgénero de zombis modernos en 1968 con La noche de los muertos vivientes. Pero en este caso la anomalía no es el monstruo. Es el humano. Una película que dibujaría con marcador indeleble el identikit del zombi, vivito y coleando cincuenta años después. Fue Romero quien invitó a los muertos vivos a comer carne humana, fragmentos de cuerpos que en realidad eran jamón asado cubierto de salsa de chocolate. Con la conducta caníbal nacía la cruda metáfora de los horrores de las sociedades modernas. Sin embargo, pese a que la gente creía que Romero hacía películas de zombis para hablar de política, él hacía películas políticas para hablar de zombis. Y como el cine mismo, jamás se cansó de los muertos vivos. Como en un vínculo de amor, el director descubrió en los zombis facultades que nadie veía: agilidad, inteligencia y hasta una cualidad emocional. El artista de FX Tom Savini fue el encargado de ponerle terror a los rostros de los muertos vivos a partir de Dawn of the Dead, basándose en todas las atrocidades que vio trabajando como fotógrafo de guerra en Vietnam. Romero y Savini abrieron el juego y nadie quiso quedarse afuera de la celebración caníbal. En las últimas décadas, los zombis ralentizaron su paso para robarnos una sonrisa (Shaun of the Dead, 2004), demostraron que saben de amor y conocen el espíritu rosa de las comedias románticas (Mi novio es un zombi, 2013), aprendieron a construir montañas con sus propios cuerpos desintegrados (Guerra Mundial Z, 2013), formaron parte de un ejército de tiburones capaces de volar (Sky Sharks, 2017). ¿Qué se puede decir a través de este subgénero que no se haya dicho? En 2005, Joe Dante hizo un episodio de la serie Masters of Horror llamado Homecoming. Recogiendo el guante de Romero, el director de Gremlins viste a los zombis de militares, o a los militares de zombis, para visibilizar la crueldad de la guerra y la política exterior norteamericana. Los soldados zombis despiertan para asistir a las elecciones generales, reclamando un derecho a voto post mortem. Un capítulo, o TV movie, bien político, que no dudaba en morder a los espectadores. Regla 3: Cuidado con los baños Es difícil encontrar la novedad en un subgénero tan transitado. Por eso el director estadounidense Ruben Fleischer convirtió esa limitación en la materia prima de su película estrenada en 2009, Zombieland (acá llamada Tierra de zombis), guionada por Rhett Reese y Paul Wernick. El cineasta de 45 años no buscaba originalidad sino todo lo contrario: jugar con nuestra memoria y los clichés del subgénero. Diez años después vuelve al ataque, fiel a los muertos vivos que deambulan por la escena. Zombieland: Tiro de gracia convoca a los mismos actores (Woody Harrelson, Jesse Eisenberg, Emma Stone, Abigail Breslin y una breve y explosiva aparición de Bill Murray que justifica el precio de la entrada) para mostrarnos cómo habitan juntos hoy la Casa Blanca. Mugrienta y destartalada, porque si ellos no limpian no lo hace nadie. La soledad es inminente. Pero los cuatro se tienen a sí mismos; lo quieran o no, ahora son una familia. ¿Elegida o aceptada a la fuerza? Esa pregunta es la que tendrán que responder a lo largo de esta secuela. Como en la primera película, Zombieland: Tiro de gracia hace del manual de supervivencia en un mundo post apocalíptico un sistema de reglas obsesivas. Un recurso visual (las letras rojas que invaden el plano hasta romperse en mil partes como la ventanilla de un auto) y narrativo le da pulso al relato, otorgándole a la repetición la esencia lúdica del juego Simon says. Regla 7: Viaja ligero Entre Zombieland 1 y 2, Fleischer dirigió a otros zombis, en especial a Drew Barrymore en Santa Clarita Diet, una serie que no habla de combatir al monstruo externo sino de aprender a convivir con el propio monstruo. Sin embargo, en el fondo, Santa Clarita Diet es una comedia de rematrimonio, y sobre todo de refamilia. La fatalidad los arrastra a tener que elegirse de nuevo, sorteando las incómodas circunstancias. Zombieland: Tiro de gracia toma prestado gran parte de ese conflicto cuando el club de la pelea se desarma, porque la necesidad de sobrevivir ya no es razón suficiente para mantenerse unidos bajo el mismo techo. El peso sentimental no es el fuerte de Fleischer, no hay espacio para la emoción en esta película. Al director y a sus guionistas (Dave Callaham, Rhett Reese y Paul Wernick) les importa el terreno de la risa. Incluso del subgénero de zombis como caricatura. Algunos chistes funcionan, otros mueren en el acto sin posibilidad de resucitar. Es la autoconsciencia que a veces se come su propio cuerpo. Como el personaje de Jesse Eisenberg leyendo un cómic de The Walking Dead. ¿Qué hay de nuevo en esta entrega? Los zombis han sido etiquetados: divididos en los Homero, los Hawking y los T-800, tan temidos como odiados por su capacidad de resistir los golpes. Las matanzas de Zombieland (1 y 2) se asemejan más a la imagen y la adrenalina de un Arcade de fines de los años 90 que a una película de Romero. En estas dos películas la aventura reemplaza al terror, los gags al discurso. Lo cierto es que no hay nada nuevo en esta secuela salvo la belleza heroica de Rosario Dawson, quien vive en la mansión de Elvis Presley y maneja un tractor mutante que asusta hasta los zombis T-800. ¿Es esta imagen una razón suficiente para ver la secuela de Zombieland? Sin ninguna duda. Regla 32: Disfruta las pequeñas cosas La regla 32 es la más valiosa de la lista infinita de Columbus (Jesse Eisenberg). Zombieland: Tiro de gracia cumple con su pequeña promesa: la caza de zombis es generosa. Y, lo más importante, los muertos vivos escupiendo sus sesos pueden apreciarse en todo su esplendor. No es para menos: el responsable del maquillaje es Tony Gardner, quien en 1990 transformó con dos pesos a un joven Liam Neeson en Darkman, con su rostro derretido por el fuego. Cada vez que un zombi explota uno puede imaginar a Gardner, junto a su equipo, disfrutando del espectáculo que él mismo creó. Zombieland es, en ese sentido, esa buena razón para salir de casa y asistir a una fiesta multitudinaria en la sala de cine. Gardner entiende que en una película de zombis la estrella no es Woody Harrelson, ni Jesse Eisenberg, ni siquiera Emma Stone. Los protagonistas son los muertos vivos, aunque nadie sepa quién está detrás de tanta resina. ¿Qué tienen de especial los zombis que nos atraen tanto? Es la posibilidad de enfrentar y ganarle a un pasado tortuoso que camina detrás nuestro. De sobrevivir a los monstruos que todavía nos tienen bajo amenaza.
El que ríe último Con sabia intuición del director Todd Phillips, Joaquin Phoenix compone al mejor Guasón en una soga invisible que une a la comedia con el terror. El futuro Joker, acá llamado Guasón, se presenta frente a un espejo. Arthur, interpretado por un Joaquin Phoenix con el cuerpo consumido, le sonríe a su reflejo de payaso. Como ese espejo no le devuelve la felicidad que ambiciona agranda su sonrisa ayudado por sus dedos. Estirando la mueca, forzando la alegría. ¿Cuánta cantidad de labial rojo necesita para ocultar la tristeza que carga sobre su espalda huesuda? Arthur es un pobre hombre con trastornos mentales, bajo tratamiento psiquiátrico, que día a día tolera situaciones de violencia e injusticia mientras cuida a su madre enferma. En El hombre que ríe, la película dirigida por Paul Leni en 1928 que inspiró a Jerry Robinson a crear la sonrisa del Joker en los años 40, el Rey Jacobo II se venga de su enemigo Lord Clanderlie deformándole el rostro a su hijo con una sonrisa escalofriante. Conrad Veidt se sentaba por horas todas las mañanas para que la estrella del maquillaje Jack Pierce le aplicara el set de dentaduras postizas con ganchos metálicos que trababa en las esquinas de su boca, convirtiéndolo en el fenómeno de circo Gwynplaine. La fealdad era el castigo. Sin embargo, Jack Pierce solo podía ver en ese rostro demasiado expresivo la belleza del monstruo. Aquella que lo vuelve diferente a los demás, y por ende fascinante. “Eres un payaso afortunado, no tienes que desmaquillarte tu risa”, le dice un compañero a Gwynplaine al terminar la función. Ese colega que admira la singular característica de Gwynplaine podría ser Arthur, quien se obliga a sonreír pese a su vida miserable. El castigo del Rey Jacobo II en realidad no era la fealdad sino estar obligado a sonreír, sin importar que por dentro este muriendo de pena. Arthur comparte la misma tragedia: debido a su fragilidad mental no puede controlar la risa. En las situaciones más impensadas una avasallante carcajada lo ataca, del mismo modo que el demonio posee a Linda Blair en El exorcista. Arthur se ríe hasta ahogarse en su desmedida carcajada, como si el llanto no fuera una posibilidad para liberar la angustia que lo oprime. Cuando la gente se siente ofendida por su risa, él saca una tarjeta de un bolsillo que explica su trastorno mental. La risa como respuesta al drama cotidiano, la receta para sobrevivir en una sociedad hostil con la que Todd Phillips cocinó cada una de sus comedias desde su primera ficción que abrió el nuevo milenio hasta la anterior película a Guasón, Amigos de armas (2016). Pero fueron mucho más que dieciséis años: el debut cinematográfico de Phillips sucedió en 1993 con el documental Hated: GG Allin & the Murder Junkies. Un acercamiento al excéntrico músico punk GG Alvin, entre performances extremas y enfrentamientos con la policía. “Mi mente es una ametralladora, mi cuerpo son las balas y el público es el objetivo”, decía GG Allin. Hay en ese hombre border, que cagaba en el escenario y se comía su propia mierda, la materia prima de los personajes inadaptados de Phillips. Desde el Tom Green que se metía un hamster en la boca en Viaje censurado hasta el Zack Galifianakis de ¿Qué pasó ayer? Parte III, que estrellaba una jirafa contra un puente, luego de robársela de un zoológico. El Guasón de Joaquin Phoenix tiene mucho de todas las criaturas de Phillips que viven jugando con el límite e infringiendo la ley. Pero este personaje que cambió la caminata en ralenti del pasillo del aeropuerto por un baile estilizado y psicótico sobre unas escaleras al ritmo de “That´s Life” no solo es una víctima, también es un victimario. El primer gran villano de Phillips, y el Guasón más imponente del cine que hemos conocido. Tinta verde al por mayor Desde los años 60, el Guasón se presentó en el cine y la TV de diversas formas: Cesar Romero abandonó su rol de galán para usar trajes color púrpura con una pisada elegante en la serie Batman y Robin; Jack Nicholson dejó grabada su huella como el archi enemigo del murciélago con aquella secuencia cómica donde irrumpía en el Museo de Arte interviniendo las obras de Rembrandt con latas de aerosol y pintura vinílica; Mark Hamill le dio color a la risa del desquiciado villano en la serie animada de los 90; Heath Ledger se despidió del mundo de los mortales con un Guasón de maquillaje corrido que volaba un enorme hospital vestido de enfermera; Jared Leto se pintó ojeras, tatuajes y cambió la clásica sonrisa roja de payaso por unos dientes metálicos. El Guasón de Joaquin Phoenix no tiene el estilo de ninguno de ellos, pareciera una fusión de todos los personajes que interpretó el actor a lo largo de su carrera. Como si en el medio de su pecho hundido se hubieran anudado cada una de sus criaturas desequilibradas, desde el Jimmy Emmett de Todo por un sueño (Gus Van Sant, 1995) hasta el Larry “Doc” Sportello de Vicio propio (Paul Thomas Anderson, 2014). Pero hay un mayor protagonismo fantasmal de una de las interpretaciones más desquiciadas y profundas de Phoenix: el Freddie Quell que en The Master (Paul Thomas Anderson, 2012) esculpía en una playa, vestido de marinero, una mujer con arena mojada que luego fornicaba delante de sus compañeros. Un joven vagabundo perturbado que estaba incapacitado de calmar sus impulsos y falta de moral, entregado a sus constantes explosiones violentas sin importar el momento y el lugar. “Sonrían”, le dice a unos niños en un centro comercial antes de sacarles una foto. La obsesión por sonreír del Guasón que interpretaría siete años después ya se colaba en esa película que también ganó premios en el Festival de Venecia. Entre otros, el de Phoenix como mejor actor. Arthur recoge parte de su locura y la mezcla con la melancolía del personaje que interpretó en Los amantes (2008). El director James Gray fue quien supo encontrar y sacar a relucir toda la oscuridad que guardan las heridas del actor, aquellas que se condensan en la cicatriz que asoma con soberbia en su labio superior. Pero si en Los dueños de la noche (2007), su personaje Bobby Green elegía, tras el asesinato de su padre, abandonar la cocaína y el reviente para buscar justicia en un uniforme de policía, en Guasón, Arthur se para en la vereda de enfrente de la ley, como si fuera una extensión del camino que podría haber tomado Bobby Green antes de continuar el legado de su padre, que aborreció durante toda su vida. La fuerza trágica de los personajes que interpretó en el cine de Gray se hace presente en la película de Todd Phillips. Una mezcla de la tristeza agobiante de Leonard Kraditor (el hombre depresivo y mamero de Los amantes) fusionada con la maldad de Willie Gutierrez en La traición (2000). El Guasón de Joaquin Phoenix nace de un payaso que se asemeja más a la locura indescriptible de las criaturas de los Hermanos Chiodo en Payasos asesinos del espacio exterior que al susto atractivo pornográfico que puede provocar It de Andy Muschietti. Es esa soga invisible que une a la comedia con el terror, el amor por el artificio que comparten los directores de ambos mundos, sea por el tono o puesta en escena. Cuando Jerry Robinson creó a sus 17 años al Joker, se puso como desafío que el personaje tenga una presencia extraña y memorable, que dejara una impresión imborrable en los lectores de cómics como consiguió el Jorobado de Notre Dame. Ese logro que alcanzó Robinson, Phillips lo traslada al cine eligiendo a Phoenix, porque sabe que solo él podía darle ese peso físico, capaz de narrar una vida completa de penas marcando su columna vertebral al ajustar los cordones de los enormes zapatos de payaso, o desnudando la amargura que lo aflige cada mañana al esconderse en el interior de una heladera. La transformación del personaje sucede a partir del primer asesinato, una larga secuencia en el subte donde, vestido de payaso, le dispara a tres hombres de Wall Street que se burlaron de él tras quitarle la máscara. Como en el comienzo de la película, Arthur se descubre en el espejo, esta vez bajo una nueva mirada. La fotografía de la película juega con luces intermitentes, tubos de luz fría que se prenden y apagan por hacer falso contacto. Unos tubos que pueden explotar en cualquier momento como la rabia contenida de Arthur tras ser pisoteado por todas las personas que lo rodean. “Hasta hace poco nadie me veía, ni sabía que yo existía”, dice Arthur luego de debutar como asesino en el último encuentro con una terapeuta del servicio social. Su actitud no es la misma, y seguirá cambiando aún más a partir de que el Estado ya no le provea sus siete medicamentos psiquiátricos. Una crítica política que se imprime sobre el plástico de cada una de las máscaras de payaso que se ponen los ciudadanos de Ciudad Gótica cuando salen a las calles a sembrar el caos, protestando contra los dichos del candidato a alcalde Thomas Wayne. La magia de saber contar un chiste “En la agridulce comedia de la vida, se ha dicho sabiamente que quien ríe último, ríe mejor”, exclaman los intertítulos de la película muda de 1924 El hombre que recibe las bofetadas, donde Lon Chaney, dirigido por Victor Sjöström, interpreta a una víctima que se convierte en payaso de circo. El Guasón de Phoenix tiene muchas similitudes con el personaje Paul Beaumont, quien, cuando un malvado Barón le quita todo lo que tiene, se entrega a la risa y la convierte en su medio de vida. De científico intelectual para a ser el hombre que recibe más de cien cachetadas por noche, provocando histéricas carcajadas del público, hasta que el destino le brinda la oportunidad de vengarse del señor despiadado que lo dejó sin nada. Arthur también elige su venganza, pero con un estilo más desalmado. Es, en ese sentido, un Joker semejante al escrito por Alan Moore en La broma asesina, donde el guionista, sin justificar las atrocidades del hombre de traje violeta, devela el crudo pasado que lo arrastra a la locura. La portada del cómic es el Guasón con una cámara en mano, a punto de disparar una foto, diciendo “Smile” (Sonríe). Igual a aquella escena de Joaquin Phoenix en The Master. ¿Casualidad o presagio? Todd Phillips también le da coyuntura al villano, pero en este caso no hay un héroe como contrafigura. Bruce Wayne es demasiado niño para ponerse el traje de murciélago. Sin embargo, Phillips filma un encuentro entre ambos que es tan conmovedor como aquel que Brian Bolland dibujó en la historieta de 1988. En la película, Arthur, antes de convertirse en el Guasón, visita la casa de Bruce. Una reja lo separa del niño, a quien, para captar su atención, le muestra un truco con su varita mágica. En el cómic La broma asesina, Batman intenta ayudar al Guasón, pretende salvarlo de su propia locura y así proteger a Ciudad Gótica de su inabarcable perversidad. “Cuando te encuentres trabado en un desagradable tren del pensamiento, dirigiéndose a lugares en tu pasado donde el gritar es inaguantable, recuerda que siempre hay locura. La locura es la salida de emergencia”, le grita el Guasón al Comisionado Gordon mientras lo hace ingresar desnudo a un tren fantasma, siendo arrastrado de una cadena al cuello por un conjunto de enanos, en una de las escenas más impactantes de la historieta. En esas páginas, Batman y el Guasón discuten acerca de quién va a matar a cuál, y ese círculo vicioso de nunca acabar queda plasmado en la última página, en las gotas de lluvia circulares que atestiguan esa eterna lucha en forma de reflejo. Guasón, de Todd Phillips, juega de manera constante con el sistema de reflejos. A través de los espejos, pero también de los vidrios. Cuando una dupla de policías busca a Arthur en el hospital, donde está agonizando su madre, para interrogarlo por el asesinato del subte, las puertas automáticas de la clínica le niegan el ingreso. Como un clásico chiste de una comedia de Phillips, Arthur se estampa la cara contra el vidrio, provocando en el espectador una risa inesperada. Es la representación de hasta qué punto el personaje, Arthur o el Guasón, está excluido del mundo. Si bien Guasón no es una comedia, los chistes de Phillips atraviesan toda la película como una ruta de caramelos. Es el camino de dulces que realizan Hansel y Gretel hasta la casa de la bruja, para que no olvidemos el origen del director que hizo correr en culo a Will Ferrell en Aquellos viejos tiempos (2003). Sus gags se hacen presentes en ese enano que necesita huir del departamento de Arthur, ya convertido en Guasón, para que no lo mate como a su compañero. Arthur le otorga el permiso para escapar, perdonándole la vida, pero cuando quiere correr la cadena del pasador descubre que no llega debido a su baja estatura. La desubicada risa de Arthur/Guasón recuerda a una de las escenas más extrañas de Todo un parto, el largometraje de Phillips estrenado en 2010. En una escena emotiva, el personaje de Robert Downey Jr. (Peter Highman) le cuenta a un Galifianakis con permanente (Ethan Tremblay) cómo lo abandonó su padre cuando era niño. Es un momento serio, contenido, donde las lágrimas asoman, hasta que una carcajada descontrolada de Ethan irrumpe en la sensible anécdota desoladora de Peter. Una secuencia alienada, tan graciosa como atroz. Es, como suelen ser todas las películas de Todd Phillips, feroz. Y Guasón no es la excepción. “La comedia es subjetiva. Ustedes deciden qué está mal y qué no, al igual que ustedes deciden qué es gracioso y qué no”, le dice el Guasón al conductor de TV Murray Franklin (Robert de Niro). En esa frase hay toda una declaración de principios del director, quien aseguró abandonar por el momento las comedias de reviente porque hoy es muy difícil escribir chistes con tanta corrección política. Sin embargo, Guasón es, en el fondo, una comedia de reviente. Todos esos hombres con máscaras de payaso prendiendo fuego patrulleros se parecen bastante al carácter sacado del grupo de amigos que dejaba patas para arriba la ciudad de Las Vegas en una despedida de soltero. Y es que las películas de Phillips siempre hablaron de lo mismo: de personas que toman malas decisiones. Guasón es el extremo de esta idea, y justo cuando Phillips creía que no tendría problemas con la corrección política le saltaron a la yugular, acusándolo más o menos de respaldar la violencia en el mundo real. “¿Sabés que me hace reír? Yo creía que mi vida era una tragedia, pero ahora me doy cuenta de que es una comedia”, le confiesa el Guasón al conductor de TV Murray en una de las mejores y más violentas escenas de la película. Suele decirse que es mucho más complejo hacer reír a las personas que provocarle llanto. La risa es más misteriosa que las lágrimas porque no todos nos reímos de lo mismo. Kurt Voneggut dijo que reír y llorar pueden ser respuestas al agotamiento y la frustración, pero que él prefería reír simplemente porque tiene menos que limpiar después. Phillips logra que la risa ensucie más que el llanto, como el maquillaje de payaso de Arthur que parece derretirse cuando llora o transpira, o la sangre que salpica sobre su pálido rostro blanco. Existe una clave. Si el Guasón es tan aterrador es porque no anticipa sus acciones. Al igual que Todd Phillips al lanzar sus chistes.
Camino a la fama Un día demencial, el mundo se olvidó de Los Beatles, y sólo una persona pudo rescatar sus canciones. Así es Yesterday, la ucronía de Danny Boyle. "Acostumbro a decir en charlas que la misión de los artistas es hacer que las personas aprecien estar vivas un poquito más. Me preguntan si yo conozco algún artista que lo haya logrado. Y respondo: ´Los Beatles lo hicieron´ ´´, dijo Kurt Vonnegut. Tanto nos han hecho apreciar estar vivos que no hay manera de imaginar el mundo sin el cuarteto de Liverpool. De eso trata Yesterday: ¿qué clase de humanidad hubiéramos sido sin conocer “All You Need Is Love” y “Revolution”? El décimo tercer largometraje de Danny Boyle es una ucronía un poco tramposa pero muy lúcida: como si el planeta Tierra estuviera bajo un estado de amnesia selectiva, a partir de un apagón eléctrico de doce segundos de duración, las personas despiertan sin saber qué o quiénes fueron Los Beatles. Su pisada ha sido borrada de la historia, y de Google. El borrón sucede poco después de que un cantautor desconocido y con el espíritu roto, Jack Malik (Himesh Patel), decide abandonar la música porque a nadie le importan sus canciones. A nadie salvo a una persona: Ellie (Lily James), su representante y fiel amiga de la infancia que lo ama en secreto. "Los milagros existen”, le dice ella cuando Jack expresa que necesita uno. “El mundo está lleno de milagros. Benedict Cumberbatch es un símbolo sexual, por ejemplo”, remata la chica de rulos saltarines que siempre tiene una respuesta ingeniosa para rescatarlo a Jack del drama. El milagro que él tanto desea ocurre de manera extraña: el músico, sin suerte ni fanáticos, encuentra la oportunidad de obtener fama y prestigio cantando canciones de Los Beatles, asegurando que son de su autoría. Jack es testigo de lo que le sucede a alguien cuando escucha “Yesterday” por primera vez en su vida. Es espectador de la emoción que puede sentir una persona al oír los primeros acordes de “Let It Be”. Oscar Wilde aseguraba que la música es el tipo de arte que está más cerca de las lágrimas y de la memoria. Jack depende justamente de eso: de su memoria para recordar las letras y pasajes de “Hey Jude” o “Back In The U.S.S.R.”, y del vacío Beatle en la memoria de la humanidad. Al mismo tiempo, Danny Boyle juega con nuestra propia memoria, transportándonos en estribillos que nos calman como canciones de cuna a rincones donde no solo nos sentimos seguros, sino también felices. George Harrison lo explicó mejor que nadie: “Los Beatles salvaron al mundo del aburrimiento”. Todo lo que necesitas es amor Nacida de un guion de Richard Curtis (famoso por escribir los hits de amor cinematográficos Cuatro bodas y un funeral, Un lugar llamado Notting Hill y por dirigir Realmente amor), Yesterday no es una comedia romántica entre un hombre y una mujer, a pesar de que sea eso lo que se ve y se vende, a simple vista. Por detrás de la trama sentimental principal, más propia de Curtis, se encuentra oculto el verdadero romance: la historia de amor entre Jack y ese público que quiere enamorar. Aunque para lograrlo tenga que mentir, convertirse en una farsa. Para Curtis los vínculos artista-público y los recursos de ciencia ficción son conocidos, como demuestra el emotivo capítulo de Doctor Who, Vincent And The Doctor, dónde un sorprendido hasta las lágrimas Vincent Van Gogh viajaba en el tiempo para ver, al fin, su obra apreciada y admirada en el presente. No es solamente fama lo que anhela Jack, es la satisfacción de sentir que puede cambiar un día triste de una persona a través de una canción. ¿Qué poder misterioso tiene “In My Life” para hacernos sentir menos solos? Jack Malik, como en otras películas de Danny Boyle, es un personaje de clase trabajadora con una vida laboral lo suficientemente gris como para soñar con un futuro distinto, lejos de ordenar mercadería en el supermercado y escuchar a su despiadado jefe escupiéndole en la nuca que su único problema es que piensa que está para más que ser repositor. Una de las características más bellas del cine de Boyle, un director que nació en Manchester, ciudad obrera por excelencia, es que muchos de los protagonistas no son héroes ni antihéroes. Son personas a quienes les cuesta mucho esfuerzo llegar a fin de mes, y saben que lo más probable es que todos los días de su vida sean iguales. La única manera de romper con esa realidad hiriente es que ocurra un milagro: en Slumdog Millionaire (¿Quién quiere ser millonario?, 2008) Older sale de la pobreza al ganar un concurso de TV; en Millones (2004) la familia de Damian puede acceder a tener electrodomésticos porque un bolso lleno de dinero cae del cielo. Hay una conexión directa entre Millones, una de las mejores películas de Boyle, y Yesterday: el niño, a quien señalaban de raro por adorar a los santos bíblicos, descubría con mucho dolor que el dinero empeora todo. Sobre todo si ese dinero realmente no le pertenece. Lo mismo le sucede a Jack cuando es consciente de que la gente lo aplaude por canciones que no son suyas. Pero Damian, con esas doscientas veintinueve mil trescientas veinte libras, puede alegrar los días de un grupo de indigentes llevándolos a comer todas las hamburguesas que quieran. “Disculpe, ¿es usted pobre?”, iba preguntando uno por uno el niño adorable repleto de pecas creyendo que puede combatir la pobreza mundial con ese bolso estallado de billetes que, confía, se lo envío Dios. Jack no reparte dinero ni hamburguesas, comparte la música de Los Beatles. Música que no solo modificó la vida de las personas, cambió nuestra sociedad y cultura. El problema es que, a diferencia de Damian, Jack está recibiendo un beneficio a costa de cuatro personas que no están. Que no son. No es un delito legal, es un conflicto moral. Mientras mi guitarra llora suavemente Danny Boyle presenta al protagonista de Yesterday con solo una secuencia donde Jack canta una canción propia. Con un montaje fluido y poético, vemos al personaje interpretando el mismo tema en distintos lugares, siempre con tres o cuatro personas como público. La sencillez narrativa de Boyle es tan singular y potente que puede relatarnos toda una vida, y un diccionario completo de heridas silenciosas, a través de una pequeña escena musical en distintos escenarios. Ese gran detalle lo une a su guionista, Richard Curtis: uno de los más brillantes aciertos de Un lugar llamado Notting Hill es la representación del paso del tiempo a partir del cambio de estaciones que atraviesa William Thacker, sin necesidad de placas informativas o de diálogos explicativos. Se puede entender al cine por su facultad de narrar en imágenes, y no dependiendo de las palabras. En Yesterday, el sonido es clave para apreciar la película, sin embargo Boyle no descuida el peso de la imagen: cuando al protagonista lo atropella un colectivo nocturno, consecuencia del apagón de electricidad de doce segundos, su rostro deja de ser aquel que conocimos en esos primeros minutos de película. Debido al accidente, Jack pierde su barba característica, e incluso dos de sus dientes incisivos. Es el anuncio de que Jack ya no será el mismo. En esos pequeños detalles es donde el cine de Boyle hace una diferencia abismal con otros directores: en su economía narrativa para contar historias que no caben en la palma de la mano. Incluso con Yesterday, que sin ser de sus mejores películas, consigue escenas emotivas que funcionan como una fiesta sorpresa. Como ese instante en donde Jack recibe, al borde del pánico, a una pareja que también recuerda a Los Beatles, y sabe que él es un impostor. Contrario al temor que imagina y acalambra sus piernas, las dos personas lo visitan para agradecerle que cante esas canciones, pidiéndole por favor que jamás deje de interpretarlas. Porque de ser así este mundo sería un poco peor. La felicidad es un rifle caliente La canción que le da nombre a la película no se iba a llamar "Yesterday” sino “Huevos revueltos”. Paul McCartney se encontró con aquella melodía en un sueño, y cuando se sentó a desayunar la cantó para no olvidarla. La letra describe exactamente lo que lo aflige a Jack: “Ayer el amor era un juego tan fácil/ahora necesito un lugar donde esconderme”. El milagro también tiene su costado oscuro y pesadillesco. Ese efecto secundario también atacaba al niño de Millones cuando quien cree que es el verdadero dueño del dinero, el ladrón que robó ese bolso, lo perseguía y amenazaba de muerte para que se lo devuelva. “¿Sabes lo complicado que es el dinero? Pues las personas lo son aún más. Tenés que recordar que siempre hay algo suficientemente bueno para continuar”, le decía la aparición de su madre muerta al pequeño que no dudaba de que su mamá se había convertido en Santa Maureen. En Yesterday, el papel de esa nueva Santa lo cumple la pareja fanática de Los Beatles, que le ruega a Jack que no prive a la humanidad de escuchar y bailar “Help!”, aún en esa extraña versión punk que decidió hacer. Ese “siempre hay algo suficientemente bueno para continuar” es mucho más que el amor de Ellie. Es tener el poder de volver accesible la pócima de esa felicidad enigmática que provoca escuchar el Álbum Blanco. Danny Boyle nos hace preguntarnos una y otra vez de qué está hecho el amor. La respuesta habita en la decisión final de Jack, quien le regala al público la música de Los Beatles de forma desinteresada. Ya no buscando que lo quieran, esta vez solo desea que ese otro sea feliz. Sin sacar ventaja o beneficios de ese acto. ¿Existe declaración de amor más grande que obsequiar la posibilidad de escuchar canciones de Los Beatles las 24 horas, de manera gratuita? Nietzsche dijo: sin la música, la vida sería un error. Sin Los Beatles también.