"Araña": cuando el presente lleva al pasado
El largometraje de Andrés Wood admite diversas etiquetas --"thriller político”, “drama romántico”, “film de época”-- a la hora de plantear una historia vinculada con el grupo de extrema derecha Patria y Libertad.
En los últimos treinta años el cine hispanoamericano abordó con frecuencia, desde el documental o la ficción, la cuestión de la lucha armada en los años 70. Pero siempre y con la única excepción del documental La feliz, continuidades de la violencia, de Valentín Jorge Diment (sobre el grupo parapolicial CNU de Mar del Plata) se focalizó en la experiencias de los grupos de izquierda. Desde Chile, y desde el ámbito de la novela, Roberto Bolaño se interesó en cambio por los representantes armados de la ultraderecha de su país, en novelas como Estrella distante. También desde Chile --como si allí se hubiera abierto un grifo, que trae agua sucia-- llega ahora Araña, la nueva película de Andrés Wood, donde el director de Machuca y Violeta se fue a los cielosapunta también para el mismo lado. El lado del grupo parafascista Patria y Libertad, que en tiempos de Salvador Allende se ocupó de apalear comunistas, cometer atentados y fogonear la famosa huelga de camioneros, que llevaría a la caída del gobierno de la Unidad Popular.
Como suele suceder en esta clase de relatos, un hecho del presente dispara el regreso del pasado. En el presente, un hombre llamado Gerardo (Marcelo Alonso, visto en El club y Neruda) actúa como vigilante callejero, persiguiendo, dando caza y ajusticiando de la manera más brutal a un ladronzuelo de poca monta. La reaparición de Gerardo trae zozobra a Inés (Mercedes Morán en la edad madura del personaje, con acento chileno), una exitosa y enriquecida mujer de empresa, que le debe alguna traición. Inés y Gerardo no sólo militaban juntos sino que siempre hubo entre ellos algo fuerte del orden del deseo, conformando un triángulo con Justo, pareja estable y algo prescindente de ella (Felipe Armas). Inés teme que su ex compañero de militancia, que ha sido arrestado y derivado a un centro psiquiátrico, abra demasiado la boca y la derribe de su trono, esmeradamente esculpido tras los años infames. E intentará acallarlo.
A la etiqueta de “thriller político” habría que sumarle en este caso las de “drama romántico” y “film de época”, si se puede admitir como románticos a seres que piensan que está bien asesinar figuras del otro bando político, conspirar contra un gobierno legítimo o ejecutar a pibes chorros a la chilena. La película de Wood, escrita por el propio realizador junto a Guillermo Calderón, hace equilibrio entre esas fuerzas tradicionales (podrían adherírsele a Lo que el viento se llevó y Casablanca las mismas estampillas), con una fuerte tensión sexual entre los tres protagonistas, referencias directas al terrorismo de derecha del otro lado de los Andes, afinada reconstrucción de época y el suspenso que representa no saber si Gerardo va a hablar o si Inés, por lo contrario, va a salirse con la suya (Justo no cuenta, ya que vive en base a litros de whisky).
Todo eso funcionaría con eficacia si no fuera por dos elementos centrales que hacen agua. Hacerle “hacer de chilena” a una actriz argentina es como querer hacer pasar por andaluza a Nicole Kidman: un dislate imposible de creer, que genera que cada vez que la pobre Mercedes Morán abre la boca, lo que surge se parezca más a un ruido que a una elocución. Peor aún, dada la atracción que siente por Gerardo, y que nada se le pone demasiado en el camino (Justo no tomaba whisky todavía, pero se comportaba como un dandy partidario del laissez fairesexual), no resulta creíble que después de un atentado lo traicione, dejándolo en la estacada, como en un tango trasandino. Ambos elementos, sumados, funcionan como las armas que maneja Gerardo, disparando en contra de la credibilidad del relato.
Las películas previas de Wood lo mostraban como un narrador tradicional pero firme, con el aditamento en Violeta se fue a los cielos de una empatía, una cercanía, que en las otras no abundan. Lógicamente que en este caso y con estos personajes nadie puede pretender que la película se juegue a una empatía ni remotamente parecida. Pero sí podría pedirse --descontando incluso los referidos atentados a la verosimilitud-- que Arañase asemejara menos a un mecanismo de relojería, que --más allá de que alguna de sus manecillas se presente algo chueca-- más o menos funciona. Pero sólo en sus propios términos.