La nueva película del director de «El estudiante y «La cordillera» aborda el Juicio a las Juntas de la dictadura militar centrándose en la tarea del fiscal Julio César Strassera y su joven equipo de colaboradores. Con Ricardo Darín, Peter Lanzani, Alejandra Flechner, Norman Briski, Claudio da Passano y Laura Paredes, entre otros. Estreno en cines: 29 de septiembre. Un mes después estará disponible en Prime Video.
Cómo se enfrenta un hecho histórico de las dimensiones del Juicio a las Juntas? ¿Cómo se ubica un narrador a la hora de poner en palabras e imágenes un evento de este tipo y magnitud? No hay respuestas sencillas para estas preguntas y seguramente haya tantos abordajes como cineastas que quieran contar esta historia. Hacerse cargo de esta tarea es saber de antemano que uno tiene tantas posibilidades de salir airoso como de meterse en problemas, enfrentar cuestionamientos (políticos, éticos, estéticos) o ser acusado de tomarse demasiadas libertades con los hechos reales. En estos tiempos ásperos, especialmente, es como meterse en medio de un campo de batalla, uno en el que no se sabe desde dónde pueden venir las balas.
El primer valor de ARGENTINA, 1985 pasa por hacerse cargo de lidiar con un tipo de material histórico que la misma generación de cineastas de la que surgió Santiago Mitre parecía querer evitar, en especial desde la ficción. De las críticas que se le han hecho al llamado Nuevo Cine Argentino, una de las más constantes ha sido la de su falta de voluntad política, la manera en la que sus películas le escapaban al bulto de contar la Historia con mayúsculas, prefiriendo siempre «escapar» por la vía del minimalismo, de la intimidad, de la sutileza de dejar todo en ese gran pozo interpretativo llamado «subtexto». No estoy seguro que esa crítica sea del todo válida –el NCA se hizo cargo, al menos en una primera etapa, de las consecuencias del menemismo y del 2001–, pero su estrategia fue siempre lateral, casi como tratando de que no se note demasiado. El fantasma de cierto cine más subrayado y directo de la «primavera democrática» estaba muy presente y parecía que había que escaparle, sí o sí, a eso.
Mitre y su coguionista, Mariano Llinás, eligieron un formato clásico para narrar su historia, utilizando los modos y recursos del cine industrial de alcance popular de la época de oro de Hollywood. Hay quienes ven la sombra de Frank Capra revoloteando sobre la cabeza de Julio César Strassera, el «fiscal del distrito» (no es precisamente eso, pero en este tipo de película ese término aplica) que se dispone a ofrecer «un juicio justo» a aquellos que no hicieron lo mismo con sus acusados. Otros encontramos la influencia de John Ford en el retrato de un hombre hosco y desconfiado que, casi a su pesar, termina convirtiéndose en un héroe, pero de esos que no reivindican sus logros sino que hacen lo que hacen para devolverle al mundo algún sentido de la justicia, un compás moral si se quiere.
En algún punto, ARGENTINA, 1985 es un western, uno en el que nuestro intimidado sheriff tendrá que sacar fuerzas que no sabe que tiene para enfrentar a un grupo de temibles villanos que van a usar los recursos más sucios para eliminarlo. Y, como el protagonista de tantos clásicos del género, lo hará ante la mirada esquiva de algunos, la oposición de otros y asumiendo los peligros de la tarea encomendada con la ayuda de un grupo de gente sin experiencia, a la que todavía los compromisos de la profesión no ha corrompido ni amilanado. Esa es la historia que tienen para contar Mitre y Llinás: la de un héroe impensado que construye una épica usando la palabra como arma, pero también la de un héroe grupal que, usando una metáfora deportiva quizás un tanto desubicada, gana el campeonato cuando nadie daba un peso por ellos.
Hacer base en el costado humano de la historia es uno de sus principales logros, el que permite ingresar al hecho en sí, a la épica del juicio, desde la comprensión de qué es lo que está en juego para aquellos que, quizás, en las épocas más duras del proceso militar prefirieron esconder la cabeza, mirar para otro lado o resguardarse. En esta entrevista Mitre hace mención a ROJO, una película que se construye sobre la idea de que la clase media fue en cierta medida responsable de las cosas que pasaron en esos años del horror. De modo indirecto, tal vez, pero indisimulable. Eso, que hasta hace unas décadas parecía una tesis discutible, hoy queda en evidencia en el día a día de la política local: el monstruo se alimenta de ese odio (de clase, ideológico, de género, racial) y luego puede tornarse incontrolable, bestial. El giro de Strassera es también el de aquel que toma conciencia de sus errores y se da cuenta que, ante determinadas circunstancias, no se puede seguir escondiendo la cabeza. Hay que actuar.
La película de Mitre arranca en 1984, luego de la asunción de Raúl Alfonsín a la presidencia. Mediante unos textos en pantalla, pone al espectador en la situación que se vive respecto al Juicio a las Juntas, detallando la manera en la que los tribunales militares vienen evitando hacerse cargo del asunto. De vencerse el plazo que tienen para expedirse, el juicio deberá caer en manos civiles, más precisamente en la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de Buenos Aires, cuyo fiscal es un burócrata gris y un tanto peculiar llamado Julio Strassera, interpretado por Ricardo Darín como si hubiera ensayado toda la vida para hacer ese personaje.
Pero en paralelo a los textos, otra historia parece correr, una que coloca a Strassera en un lugar más real, en medio de una Argentina que acaba de volver a la democracia y en la que un hombre de su posición vive con cierto nervio y tensión hasta los hechos más simples de la vida cotidiana. Casado (Alejandra Flechner encarna a su esposa, Marisa) y con dos hijos, una chica adolescente y un niño varón, Strassera está preocupado por la vida romántica de su hija, que está saliendo con un tipo un tanto mayor que ella. En una serie de escenas que apuestan al humor sin dejar de dar cuenta de las tensiones de la época, vemos que Julio no tiene mejor idea que mandar a su hijo pequeño –ya un pichón de detective– a seguir a su hermana mayor en plan investigador privado, ya que sospecha que el novio en cuestión puede ser «de los servicios».
El humor es uno de los recursos más llamativos que utilizará Mitre para su película. No diremos que es una comedia –ni siquiera una comedia dramática–, pero sí que funciona durante buena parte de sus 140 minutos con el humor como «desinflamatorio» y como modo de sacar a los personajes de cualquier busto moral. Usando un recurso típico del cine clásico, ARGENTINA, 1985 apuesta a aquello de «hoy te convertís en héroe» y se permite la broma que humaniza, la salida inesperada, el chascarrillo «dariniano» que baja a tierra casi todo lo que le pasa cerca. Y eso aparecerá más que nada en la «cocina» del trabajo, con Luis Moreno Ocampo (a quien Strassera insiste en confundirle el nombre con próceres y calles porteñas) y con los jóvenes y más descontracturados miembros de su equipo.
Durante buena parte de la película –su primera mitad, quizás más–, el humor convivirá con la tensión creciente que rodea el caso. Strassera jugará un paso de comedia tratando de evitar tener que lidiar con la causa, pero sus motivos quedarán mucho más claros cuando escuche las declaraciones del ministro del Interior Antonio Troccoli en la presentación televisiva del informe de la CONADEP (una asombrosa «contextualización» del histórico Nunca Más) y empiece a dudar de las intenciones reales del gobierno de Alfonsín de ir a fondo con el juicio. Lo mismo sucederá cuando no encuentre colegas de Tribunales que quieran acompañarlo en la tarea, bien por miedo o por ser –como el propio Strassera termina admitiendo– «fachos, bastante fachos o muy fachos». Las amenazas telefónicas que recibe su familia también convivirán con momentos livianos, como su persistente rechazo a tener personas de seguridad a su alrededor.
Acompañado por el autor teatral Carlos Somigliana (Claudio da Passano), que trabaja en Tribunales y se convierte en su primer aliado –y sostenido “moralmente” por un abogado ya retirado que interpreta Norman Briski–, a Strassera no le queda otra que sumar a su equipo a un jovencísimo Moreno Ocampo (un excelente Peter Lanzani) y a los inexpertos veinteañeros con sus «raros peinados nuevos» que estarán a cargo de recopilar la enorme cantidad de información que la Fiscalía precisa para probar sus acusaciones, además de convocar a testigos desparramados por todo el país, muchos de los cuales no quieren saber nada con la idea de testimoniar en un momento en el que sus torturadores circulan libremente.
Un eje importante de la película, que por momentos toma un cierto carácter episódico, está relacionado con Moreno Ocampo, que es parte de una familia de tradición militar que no ve con buenos ojos su participación como fiscal en el juicio. Su madre, especialmente, no sólo no quiere saber nada con eso sino que defiende lo hecho por los militares en “la lucha contra la subversión”. Ese ámbito que la película abre –uno que recuerda a AZOR, en la que colaboró Llinás delante y detrás de cámaras– es también un recordatorio de que los militares seguían contando con cierto apoyo y que la tarea de la fiscalía consistía también en convencer a la opinión pública «no politizada» de la gravedad de los horrores de la dictadura.
El grueso de la película será el juicio en sí y todo lo que lo rodeó, tanto las intrigas palaciegas que lo acompañaron (especialidad de chez Mitre) como la propia «puesta en escena», con las juntas militares –a las que, felizmente, apenas se les da la palabra–, sus abogados, los jueces, el público presente en la sala, los periodistas y las Madres de Plaza de Mayo, entre las muchas personas que seguían el día a día de un juicio que se extendió por meses. La película elige, inteligentemente, no hacer un barrido general de la situación en el país sino que mantiene su eje en ese teatro político específico, con algunas pocas y dramáticamente necesarias salidas al exterior de Tribunales.
Allí el drama crecerá en función de los testimonios, entre los cuales la película toma algunos de los más conocidos (Laura Paredes y Agustín Rittano encarnan a dos de las víctimas cuyos relatos y vivencias se volvieron históricos) y los deja en toda su extensión, estableciendo con claridad en tipo de brutalidad y violencia ejercida contra las víctimas de la dictadura. Más allá del juego de piezas político que rodea al juicio, y de la ya citada liviandad de tono inicial, la dimensión del drama humano aparece ahí con toda su brutalidad, tanto en las palabras de las víctimas como en los rostros espantados de los que, quizás por primera vez, tomaron ahí real dimensión de lo que pasó en Argentina durante todos esos años. A eso habrá que agregarle el ya famoso alegato final de Strassera, cuyo armado, preparación y presentación –en el que la figura de Somigliana cobrará especial peso– conformarán el último y brillante acto de esta impecable película.
Formal y visualmente, ARGENTINA, 1985 apuesta al clasicismo en todos los sentidos, incluyendo el cuadro un tanto más cerrado de imagen que el que se usa hoy (1.66:1) y un tipo de puesta en escena que trata de no llamar la atención sobre sí misma sino que se ajusta a las necesidad específicas del relato. Es casi innecesario agregar que los detalles de reconstrucción de época, arte y vestuario están cuidados a la perfección –la posibilidad de contar con la producción de Amazon, vía su plataforma y productora Prime Video, le da cierta holgura a la película en ese aspecto–, lo mismo que las actuaciones de todo el elenco, algo también habitual en los films del director de LA PATOTA y LA CORDILLERA. Además de los ya mencionados Darín, Lanzani y compañía –y de otros reconocidos actores como Alejo García Pintos, Carlos Portaluppi, Héctor Díaz o los jóvenes que interpretan a los miembros del equipo de la fiscalía–, hay que destacar el trabajo de Santiago Armas y Gina Mastronicola, que encarnan a los hijos de Strassera, de una llamativa importancia a lo largo del relato.
Mitre ha dicho que ARGENTINA, 1985 no es una película sobre la dictadura sino una sobre la democracia. Y esa frase, que puede servir para explicar algunas elecciones formales y recortes narrativos de la película en sí, también habla de otra cosa, extiende sus temas hasta la actualidad. El llamado Proceso de Reorganización Nacional duró apenas siete años y la democracia sigue en pie, ininterrumpida, desde hace casi 40. Destacar un hecho heroico –sensato, humano, coherente– de la democracia es también volver a poner en primer plano el valor de las instituciones en momentos un tanto extremos en el que hasta ciertas cuestiones básicas se ponen en duda. Y recordar a las nuevas generaciones, especialmente a las que pretenden desconocer los horrores de la dictadura, que cualquier otro camino que no sea el democrático conduce hacia un destino mucho peor. Se dijo entonces y vale repetirlo ahora: Nunca más.