La palabra verdad aparece en varias oportunidades, tanto en la boca de los protagonistas como escrita en las imágenes de Argentina, 1985. Como si esa fuera la cuestión central, troncal detrás de la cual van los fiscales Julio César Strassera (Ricardo Darín) y Luis Moreno Ocampo (Peter Lanzani) en el histórico Juicio a las Juntas militares de la última dictadura, por las graves violaciones a los derechos humanos.
La tarea de la dupla fue entre mesiánica e impensada en una democracia que recién nacía, y nadie esperaba que se sentara en el banquillo de los acusados a los militares. Ni el propio Strassera, que junto a Moreno Ocampo reunió a un grupo de jóvenes sin experiencia, pero con ganas, para buscar pruebas de que todo había sido armado por los 9 miembros de las Juntas, cuando pocos empleados de la Justicia se atrevían a hacerlo.
Pero si Argentina,1985 es, sí, un filme que transcurre mayormente en el ámbito judicial -una película “de juicio”, diríamos-, tiene los pies también en el entorno cotidiano de los fiscales y los suyos.
Eso le da amplitud al registro del relato. Lo acerca al espectador, y no solo al argentino.
Ficción y realidad
La película de Santiago Mitre es rigurosa cuando las acciones transcurren durante el Juicio en la Sala, y se permite indagar y ficcionalizar cuando la cámara no está allí. Primordialmente en el hogar -sí, digamos el hogar, no la casa- de los Strassera.
La influencia que la esposa (Alejandra Flechner) y sus hijos (Santiago Armas Estevarena, Gina Mastronicola) ejercen, tal vez sin querer, sobre él cuando el protagonista se siente entre vencido y con un cauto optimismo acerca de si podrá llevar la verdad al Tribunal, para que se imponga, es el principio en el que se apoya el fiscal.
“Los tipos como yo no somos héroes”, dice Strassera, palabra más, palabra menos. Es un tipo hosco, desconfiado, que va siempre tras la verdad -de nuevo-, que quiere un juicio justo para quienes no hicieron lo mismo durante la dictadura y que hasta manda a seguir a su hija adolescente… por su otro hijo, para ver en qué anda en sus asuntos sentimentales.
Y el guion del director, que coescribió con Mariano Llinás, se permite el humor en más de una ocasión, para descomprimir, pero a la vez para desacralizar, para acercar al espectador y relajar tensiones.
La construcción de los personajes, sea con pinceladas o diálogos -el que mantiene telefónicamente Moreno Ocampo, que provenía de una familia de militares, con su madre, por ejemplo- es esencial en un filme que se nutre de recursos del cine más clásico, de aquí y del Hollywood de la época de oro.
Santiago Mitre debutó en el largometraje en solitario con la independiente El estudiante, se afianzó con La patota, se probó en un cine más comercial con La cordillera, y exploró el cine de género con la comedia de horror Pequeña flor, estrenada este mismo año. Argentina, 1985 lo muestra afianzado y le permite que cuando apele a los aportes humorísticos el filme no pierda su rumbo. Es una apuesta riesgosa, pero que termina satisfactoriamente.
La dupla que componen Darín y Lanzani es notable, pero todo el elenco, desde los personajes más anecdóticos al que compone Laura Paredes (el testimonio de Silvia Castro es estremecedor) están tan bien interpretados que no parecen actuados.
El alegato de Strassera, desde entonces considerado una pieza histórica, se sigue en todas las funciones que presencié en absoluto mutismo por el público. Y el “Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: Nunca más” es seguido por aplausos, que tapan el silencio en la banda de sonido que decidió Mitre para acompañar esas imágenes posteriores de aclamación en la Sala del Tribunal. De celebración.
Los estadounidenses denominan crowd-pleaser a los filmes que cautivan o complacen a una multitud, y es un término que le cabe acabadamente por ese momento a la película.
Los ojos de Javier, el hijo de Strassera, están ahí, presentes, como en varios momentos cruciales del relato. Es en esa generación donde está la esperanza a la que, primordialmente, apunta Argentina, 1985 para que el Nunca más sea más que una expresión de deseo.