Argo

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

La guerra de un solo hombre. Es probable que Ben Affleck no sea ni por asomo el director genial que muchos suponen. Pero la inusual calidez y concentración con las que suelen estar engalanadas sus películas –esa condensación de motivos clásicos del cine americano, sumada a esos breves movimientos exploratorios con los que su cine parece dar brazadas para ocupar un lugar en el panorama actual sin ser considerado del todo un bicho raro– alcanzan tal vez para convertirlo en una presencia cinematográfica contundente entre sus coterráneos al primer golpe de vista. La anécdota de Argo es tan desquiciada como risible, pero lo curioso es que se halla –y así está indicado en la película– convenientemente documentada en los hechos históricos que le sirven de referencia. En la famosa crisis de los rehenes de 1979 en Irán, cuando estalla la revolución encabezada por el ayatollah Khomeini y una multitud toma por asalto la embajada estadounidense, un grupo de empleados del gobierno norteamericano se escabulle y encuentra refugio en la residencia del embajador de Canadá. Si las autoridades los descubren pueden enfrentar cargos de espionaje y, muy probablemente, una condena a muerte sin mayor trámite ni dilación. Es decir que hay que sacarlos de ahí lo antes posible. La pregunta obligatoria es cómo se hace eso.

El experto en rescates interpretado por el mismo Affleck (un tipo muy simpático al que las malas lenguas insisten en describir como un actor pésimo, aunque a mí no me lo parece) debe tomar las riendas del asunto y pone en consideración de sus superiores en la CIA un plan que a todo el mundo le parece un absurdo: su propósito es el de presentarse en la capital iraní como un director de cine canadiense y hacer pasar a los refugiados como parte de un equipo que está en busca de locaciones para una película de género fantástico. El modo en el cual en esta oportunidad el cine ingresa dentro del cine no deja de ser original. Esta vez no se trata de mostrar las miserias de los rodajes o la megalomanía de los artistas, sino de cómo el cine adquiere una función de importancia vital nada menos que como parte de una política de estado. Affleck no avanza demasiado en esa dirección pero el asunto está planteado y la idea tiene su corolario cuando, al final, se sostiene una ficción pública acerca de cómo fue la misión de rescate mientras la realidad queda oculta durante años y recién saldría a la luz con la desclasificación de los documentos sobre el tema. La paradoja es que en este caso la versión más disparatada e inverosímil resulta ser la verdadera.

Argo es por momentos una imponderable sucesión de impulsos emocionales básicos generados por la mano segura del director, que desgrana una escena tras otra otorgándoles a cada una un tono y una configuración rítmica propios. En los primeros cinco minutos se incluye un veloz repaso de la historia moderna de Irán, carteles explicativos, montaje con material de archivo y planos ficticios; la cámara se sitúa alternativamente en los puntos del planeta involucrados en el conflicto y aparenta estar conducida bajo un pulso que prepara al espectador con la promesa de un thriller político, un poco a la usanza de ciertos ejemplares del cine americano de los años setentas. Es que Affleck es lo que por allí se conoce como un liberal (ese entusiasta equipo al que adhieren muchos de los colegas de su misma generación) y reparte responsabilidades para el accionar de los revolucionarios con un espíritu contable, que no elude el lugar común del progresista medio pelo. Pero en realidad, después de algunas oportunas perogrulladas de escasa relevancia y mediana densidad ideológica, el director se da por satisfecho tras haber despachado las cuestiones de política dura de rigor y puede dedicarse a lo que en verdad le importa, que es la acción y la emoción puras.

El “especialista en sustracciones”, como lo llaman, se embarca entonces en una misión que parece suicida. La gente a la que va a rescatar medio se le retoba, debe usar toda su capacidad para convencerlos también a ellos: a Affleck no se le mueve un músculo de la cara pero su interpretación es tan solvente como la de una actor del cine clásico para trasmitirle al espectador una confianza absoluta en su buena fe y en su capacidad. El tipo sin embargo es mirado con extrema suspicacia por los altos mandos y la película deja en claro que la CIA recurre a él como último recurso para luego desinteresarse por su suerte y mandarlo al freezer lo más rápido posible. Lejos de dedicarse a la pontificación de la CIA –para que no se pongan nerviosos aquellos que suelen llevarse bien con el fascismo en el cine cuando se presenta en forma abstracta pero se incomodan cuando algunos nombres propios no aparecen condenados como quisieran–, el director mantiene en todo momento la imprecisión acerca del grado de patriotismo de su personaje principal, que no termina de saberse si es un funcionario dedicado o un hombre abandonado por su familia al que no le queda nada en el universo y por esa razón no teme arriesgar su vida. Uno de los últimos planos lo muestra, en una escena clásica, reunido por fin con su esposa en el hall de la casa después de la aventura, mientras la puerta abierta deja ver, al fondo y afuera, una bandera de los Estados Unidos que ondea. Ese momento podría estar consagrando la unión de la familia y la patria o indicar que el hombre solo tiene su hogar y que las instituciones le son irremediablemente ajenas. Para ser buena, una película siempre tiene que ser ambigua.