Ficciones escondidas
Basada en un hecho real, la tercera película de Ben Affleck confirma aquello que se sostenía desde la primera: que es mucho mejor director que actor. Argo (2012) funciona como un mecanismo de relojería, aunque su patriotismo resulte un tanto irritante.
El 4 de noviembre de 1979 la reciente revolución iraní tomó como rehenes a los trabajadores de la embajada de los Estados Unidos en Teherán. Los militantes, enardecidos porque ese país había ofrecido asilo al depuesto Sha Reza Pahlevi, tomaron control del edificio e iniciaron un largo cautiverio para 52 norteamericanos. Ignoraban que seis de ellos habían logrado escapar y alojarse clandestinamente en la casa del embajador canadiense. A partir de aquí, la “historia oficial” daba cuenta de la operación “Argo”, lo suficientemente exitosa como para traerlos con vida.
Tras las más que interesantes Desapareció una noche (Gone baby gone, 2007) y Atracción Peligrosa (The town, 2010) Ben Affleck demuestra que sus capacidades como narrador cinematográfico siguen intactas, redoblando la apuesta al ingresar a un territorio más político y ambicioso, aunque no del todo convincente. En Argo trabaja de forma muy calibrada la tensión, la dialéctica entre campo y fuera de campo y la dirección de actores (hasta él mismo se luce actoralmente).
Affleck interpreta a Tony Mendez, agente de la CIA que es convocado por el gobierno para resolver la situación de los seis trabajadores de la embajada, con el único objetivo de que vuelvan a tierras estadounidenses. Tras varios planes de improbable efectividad (hacerlos pasar por maestros de idiomas cuando éstos estaban prohibidos en ese momento, por ejemplo), elije “el mejor plan entre los peores”: organizar el falso rodaje de una película llamada “Argo” y hacerlos pasar por productores, guionistas y directores de arte del film. Primero, él mismo debía llegar a territorio iraní en representación de una ficticia productora canadiense (“todos aman a los canadienses”, dice en un momento). Y luego, debía asesorarlos para que el retorno se haga efectivo. El plan, sabemos, funcionó, pues en aquel entonces proliferaban los films como Argo. Largometrajes que, intentando emular el éxito Star Wars, producían verdaderos engendros con alienígenas, héroes y princesas en remotas tierras desérticas.
Para dicha empresa contacta a dos productores (Alan Arkin y John Goodman, que iluminan cada fotograma), quienes lo ayudan a poner en funcionamiento tamaño delirio. Delirio que, por otra parte, el film explora con detenimiento. Más allá de que lo eminentemente político sea el “trasfondo” de la película (el comienzo, explicando con animaciones lo que había ocurrido en Irán, es indicio de lo lateral que es este asunto), la verdadera cuestión política de Argo pasa por mostrar la cocina del espectáculo cinematográfico. Una “cocina” que tiene varios puntos de contacto con el gobierno de Estados Unidos, a tal punto que podría pensarse a la historia norteamericana como la historia de las elipsis, las puestas en escena y la construcciones de heroísmos varios. En las secuencias que van hacia esta dirección, Affleck obvia el patrioterismo por momentos ramplón que le resta inteligencia a su relato y consigue algo más que un entretenimiento.
Argo propone una dialéctica entre ficción e historia, pero no se anima demasiado a profundizar sobre cómo esa historia está empapada de una ficción aún mayor, que es la construcción de cierto tipo de heroicidad norteamericana que, lejos de haber producido actos humanitarios, ha condensado lo peor de la política moderna. En algunas secuencias o elecciones del guión, en cambio, cierto matiz “fabulesco” obtura esa omisión e invita a interpretar al film como un ritual de pasaje en donde Mendez, un hombre común, consigue transpolar un imaginario infantil para reconstruir su imagen en un mundo que le es hostil. No por nada, lo que subyace a la trama central es la historia de un padre que no vive con su hijo (está “distanciado” geográfica y emocionalmente de su esposa). Si algo ha producido la iconografía de ese cine que Argo (el proyecto de la CIA) imitó, es precisamente la ilusión de que la infancia está allí, tan solo con estirar la mano y tomar un juguete que amamos. Y dejarnos llevar a un mundo de aventuras mucho menos terrible que aquel en el que vivimos.