Música con algunas disonancias.
Película de encierro sin salida, de clima que oscila entre lo depresivo y lo opresivo, de crimen sin castigo, la ópera prima Armonía del caos no es precisamente una celebración de la existencia. La fotografía en blanco y negro (con más de lo segundo que de lo primero, desde ya) y la ausencia de música completan un panorama que tal vez admita algún parentesco con el universo ficcional de Juan Carlos Onetti. Pero sin el consuelo que la conquista amorosa asume en la obra del autor uruguayo. Aquí, lo más parecido a eso es un acercamiento en la cocina de un hombre anciano a su nuera embarazada mientras ésta lava los platos. Acercamiento que por suerte queda sólo en eso. De otro modo hubiera sido patético.
“El hombre es el tono de la música que lo rige”, se lee de entrada, anunciando una grandilocuencia que es de agradecer que no pase de allí (y del título). La alusión a la música viene dada por el hecho de que el personaje de Lorenzo Quinteros, Alberto, da clases de esa materia. O de lo que antes se llamaba teoría y solfeo. En su casa, por supuesto: aquí todo ocurre en esa casa chorizo de la que la cámara no saldrá en los 83 minutos de proyección. Alberto vive con su hijo, Fernando (Carlos Echevarría) y su nuera (María Laura Belmonte), que trabajan afuera y, por lo visto, no tienen plata suficiente para alquilar por su cuenta. Porque bien no la pasan en compañía del viejo, que los trata lisa y llanamente como el culo. Alberto vive sumido en una profunda depresión, con la cual algo tiene que ver su condición de viudo. Su vida sexual consiste en armarse un simulacro de la finada con una almohada y un vestidito floreado, y frotarse contra ella a la hora de la siesta. Esta sórdida rutina será alterada una tarde con la intrusión de un pibe chorro al que Alberto logrará encerrar en una habitación (de modo algo improbable), y Fernando decidirá, en lugar de llamar a la policía (“¿para qué, para que lo larguen al día siguiente y vuelva?”), llamar a un pesadito medio de tres por cuatro al que conoce de la infancia (Sergio Pangaro), y que se comporta como una especie de gurú de la violencia por mano propia.
Armonías del caos logra lo que se propone, que es incomodar. Todo es aquí molesto, abrumador, indeseable. Tanto, que se vuelve unilateral, excesivamente monocorde, y eso debilita la ópera prima de Mauro Nahuel López. Las actuaciones son sumamente ajustadas, con sendos picos en Lorenzo Quinteros –en un papel muy ingrato– y Sergio Pangaro, componiendo un personaje que quiere ser temible y por eso mismo está más cerca de lo ridículo.