Silencio compartido
La radio prendida con la fritura de los informativos de la AM, los manteles individuales tejidos debajo de los adornos añejos, la pava y el mate estacionados en la mesa de la cocina que se superponen a la botella de licor abierta. Una escena casi detenida en el tiempo que se desarrolla en una de esas casas olvidadas por la inmensidad de Buenos Aires. De este tipo de instantáneas impasibles, pero recargadas de tensión latente, es que se compone Armonías del caos para insinuar los conflictos que quedan fuera de plano.
Con pocos elementos visuales y un elenco reducido, liderado por el veterano Lorenzo Quinteros, el debutante director Mauro López se vale del filtro en blanco y negro y los planos secuencia para lograr una atmósfera a la vez cotidiana y opresiva, capaz de reflejar las decisiones morales que los personajes se debaten a lo largo del film.
De forma escalonada, la historia es narrada a lo largo de un día en la vida de una pequeña familia de clase media-baja. Durante la primera mitad del film el eje central se sitúa en Alberto (Quinteros), un parco jubilado que vive junto a su hijo Fernando (Carlos Echavarría) y su nuera (María Laura Belmonte), y en el carácter dominante basado en insultos y actitudes agresivas que este ejerce sobre su núcleo familiar. Algo que se condice con la dificultad que posee para relacionarse con el mundo exterior, y que se ve representado a través de su alcoholismo y fetichismos. Sin embargo, la irrupción fallida de un ladrón en la casa será un quiebre fundamental en la tormentosa relación de padre e hijo, mientras deciden qué hacer con el delincuente que lograron reducir.
Las consecuencias de este incidente bisagra en el argumento dan pie a diversas reflexiones sobre la ética, la religión y hasta de la naturaleza instintiva del ser humano en su concepción del bien y el mal (especialmente durante las intervenciones de Sergio Pangaro como una suerte de deus ex machina del universo mafioso). Aquí es donde el buen despliegue actoral y la profundidad de los diálogos (y oportunos silencios) terminan replanteando una polémica impensada en cuanto a la justicia por mano propia y las distintas realidades sociales que pueden llevar a la delincuencia.
Mauro López juega con la carga simbólica de determinados planos y dualidades en escena que van más allá del mero manifiesto ideológico, sino que además brindan una libertad interpretativa aún mayor de lo que se puede apreciar a simple vista. De esta manera Armonías del caos se define mejor desde la sencillez con la que deja entrever que varias preguntas del argumento carecen de una respuesta clara, precisamente porque es intencional que dependa del público darles una solución. El debate está servido.