El hombre que ríe Como el villano más inherente al mundo de Batman, el Joker (el Guasón para el público latinoamericano) tiene su mayor atractivo en los misterios de su origen. Desde su primera aparición en 1940, el personaje nunca tuvo una razón real y contundente para con su locura, caracterizándose por ser la personificación más pura del mal sin lugar a muchas explicaciones. En muchas ocasiones fueron distintos autores los que se tomaron el atrevimiento de darle un contexto a su naturaleza errante, pero nada evita que estos posibles orígenes no sean una mera excusa para contar una historia ya preconcebida. En lo que sí podemos estar de acuerdo es que el Joker no tiene una única respuesta para definir su comportamiento anárquico, como que tampoco se rige bajo ningún código moral ni ético para decidir sus acciones. Esto lo convierte en uno de los personajes más perturbadores que pueden existir en la ficción, encarnando el mayor temor de cualquier persona: la impredecibilidad. No existe nada peor que no poder leer a una persona, no poder entender ni anticipar de lo que es capaz un otro. Intentar definir un punto de partida y una motivación en el Guasón — además de darle una identidad — es una tarea valiente, si se tiene en cuenta la gran base de expertos en el comic dispuestos a poner en duda cualquier tipo de decisión artística que no tenga su contraparte en la historieta. Pero más osado aún es intentar dotar de sentido a un ideal del caos que tampoco tiene explicación. Él no tiene razones para hacer lo que hace; ni siquiera desde lo más intrínseco como es el instinto de supervivencia, y eso es lo que lo hace más aterrador. No obstante, el mero hecho de imaginar una posible génesis de este villano, de poder descubrir las razones detrás de la enajenación más radical, es un poco intentar comprender el mundo en el que vivimos. Ese mismo universo que el realizador Todd Phillips (más conocido por su trabajo en comedia y en la trilogía The Hangover) intenta explicar a la hora de situar este Joker como la consecuencia directa de una sociedad individualista y despiadada, a contramano de la impronta conservadora de toda saga de superhéroes dispuesta a falsear cualquier disrupción social como una amenaza al orden y al statu quo. Por esta razón es que Joker (2019) sea probablemente una de las mejores re-interpretaciones de la esencia del personaje hasta la fecha, principalmente porque ya no importa de donde provenga el material de referencia, sino porque es en primer lugar un film sobre la desigualdad, sobre el abandono, sobre la violencia simbólica que produce marginados a escala industrial, que se vale de la profundidad de la historieta de DC para hacer su propio comentario. Principios de los 80’ en Ciudad Gótica. Una especie de Nueva York en plena explosión del crack en donde los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. La basura se acumula en las esquinas debido a una huelga de recolectores de residuos, las ratas invaden las calles y los sin techo buscan refugio donde pueden. Arthur Fleck (Joaquin Phoenix), aspirante a comediante de stand-up y payaso de profesión, se prepara para comenzar su día de trabajo maquillándose frente al espejo, delineando su sonrisa roja mientras se le escapa una lágrima por la mejilla al mejor estilo del trágico Pagliacci italiano. Aquí no hay efectos especiales ni explosiones colosales ni raptos de perversidad innata, solo un hombre deprimido. No es casual que la imagen del payaso — un símbolo de alegría aunque siempre bastardeado — sea la máscara ideal para escapar de sus fantasmas. Arthur toma siete tipos distintos de medicación y sufre de un trastorno mental que lo obliga a reírse incontrolablemente en situaciones de estrés. Una serie de carcajadas sin felicidad que se transforman en un grito de auxilio. También dice entre susurros que ya no quiere sentirse mal, que nadie repara en él, pero ni su psicóloga lo escucha. Todos sabemos que Arthur se terminará convirtiendo en el Guasón dos horas más tarde, pero no existe manera de no empatizar con este hombre devastado. Phoenix hace un esfuerzo descomunal para ponerse en la piel de Fleck, llegando al límite de bajar de peso hasta lo enfermizo, ofuscando su postura y su cadencia al hablar, para terminar mutando en la forma de moverse y de reaccionar frente a los golpes que lo van llevando a la locura. Algo que remite a su personaje en You were never really here (2011), donde también interpretaba a un hombre que sufre las consecuencias de una sociedad que lo margina. Su porte y fisicalidad es completamente opuesta a la de otras versiones del Joker, por lo cual resulta imposible y hasta innecesario tener que compararlo con los hitos creados por Heath Ledger y Jack Nicholson (el resto ni cuentan). Se podría decir incluso que en este caso vemos más a Arthur que al Joker, al ser humano que podría llamarse de cualquier otra manera y seguiría siendo igual de complejo. Esta interpretación no se parece ni por lejos a lo que era el Guasón de Dark Knight (2008), el cual representaba más una idea de anarquismo caótico que a un individuo, como tampoco tiene la teatralidad exagerada de la versión de Tim Burton al pensarlo como la contracara perfecta de la solemnidad de Batman. Justamente la ausencia de un héroe que lo antagonice en esta historia es la razón por la que ni siquiera se lo podría considerar un villano, sino tan sólo una víctima. Y es así que su enfermedad y sus propios traumas lo condenan, lo convierten en un sujeto incapaz de conectar con el mundo que lo rodea y lo desprecia, por más que intente encajar y ser normal. La única persona en la vida de Arthur es su madre Penny (Frances Conroy), una mujer postrada para la cual no existe nadie mejor y más feliz que su hijo. Ambos viven en un edificio mugroso donde las condiciones son pésimas, pero es unicamente en esas noches de televisión con su madre que Arthur puede sonreír de forma genuina, soñando con algún día participar del programa de Murray Franklin (Robert De Niro), un viejo comediante de late-night al cual idolatra como una figura paterna. El personaje de De Niro es claramente la última ficha en el rompecabezas de Joker, haciendo patente la gran influencia del primer Martin Scorsese a la impronta del film. Ya no sólo el fantasma de Travis Bickle de Taxi Driver (1976) se hace más nítido a la hora de compararlo con la discapacidad de emocional de Arthur, sino que sus anhelos de cómico son los mismos que el Rupert Pupkin de De Niro tenia en The King of Comedy (1983) con el personaje de Jerry Lewis, solo que aquí el guiño cinéfilo termina poniendo al veterano actor del otro lado de la obsesión. Por otro lado, esta Ciudad Gótica es un lugar en pleno estado de ebullición, con manifestaciones y conflictos sociales que acompañan el espiral de violencia que sufre el protagonista en su vida cotidiana. La realidad ficticia se llega a mimetizar con la vida real a la hora de ver cómo surge un tal Thomas Wayne — millonario filántropo y padre de Bruce, quien eventualmente se terminaría convirtiendo en Batman — como la figura política que promete ajustar la economía y erradicar a los salvajes que generan disturbios en nombre de una mayor repartición de las riquezas. Un claro comentario a los distintas personalidades de derecha que vienen a banalizar cualquier reivindicación de derechos, pero que en cierto punto viene a cambiar también la forma en que vemos a ciertos personajes, por lo que no resultaría extraño empezar a ver a los Wayne como responsables de la desigualdad en Gotham y ya no como una familia aristocrática de generosos benefactores. Es así que esta tensión política es un elemento que el film va cocinando a fuego lento, al mismo tiempo que Arthur comienza a ceder cada vez más frente a su alter ego desquiciado, hasta el punto de unir ambos planos en un mismo frente reaccionario. El Joker no cree en nada ni se embandera bajo ninguna consigna, y sin embargo, la misma sociedad que lo excluye es la misma que lo adopta como símbolo de resistencia. Algo que, parafraseando a Lucrecia Martel al momento de premiar la película en Venecia, no deja de ser remarcable, siendo la misma industria mainstream la que incita a reflexionar sobre los antihéroes y en donde el enemigo no es un hombre, sino el sistema. Joker (2019) podría no ser considerada como una película de superhéroes, independientemente del origen del material de referencia, por el simple hecho de desligarse de la fórmula lavada y efectista de otros films basados en comics. Es una obra que destila personalidad propia y claras intenciones de decir algo por encima de la narrativa, a pesar de que en contadas situaciones llegue a perder la sutileza. Todd Phillips (en conjunto con su co-guionista Scott Silver) logra resignificar de una manera cruda y visceral a uno de los personajes más emblemáticos de la cultura popular, gracias a la sublime dirección de fotografía de Lawrence Sher y un excelente desarrollo que transmite la fragilidad emocional del guasón en su proceso de transformación, a la par de una interpretación magistral de Joaquin Phoenix. Pero no por eso sin dejar de realizar una crítica social al mismo modelo individualista que se escandaliza más por la violencia en el cine que por la desigualdad y la falta de oportunidades. Es probable que esta reflexión sobre las injusticias de un sistema brutal e implacable no genere ninguna revolución ni cambio de paradigmas, pero sí nos hace comprender por un momento que no estamos tan lejos del Joker y su locura como pensábamos.
Desde Hollywood con amor Tal como como un western suele tomar personajes y lugares reales como el lienzo perfecto para crear épicas leyendas, con valientes antihéroes y traiciones inesperadas, Once Upon a Time in Hollywood es también un mundo mágico donde la aventura y su detrás de escena conviven casi sin un límite visible. Es imposible dejar de pensar en eso cuando cada escena de la novena película de Quentin Tarantino (una suma caprichosa si se decide tomar las dos partes de Kill Bill como un solo film) sea probablemente lo más parecido a un niño jugando a recrear las historias que acaba de ver en la tele durante la merienda, apropiándose de sus héroes para hacerlos protagonistas de sus propios guiones imaginarios. Tarantino siempre fue una especie de bestia pop. En realidad toda su filmografía se basa principalmente en su obsesión por el cine como espectador, para luego dirigir emulando todo lo que alguna vez le fascinó de joven. Aunque este Tarantino es más maduro, más nostálgico y paciente que el que esperaría un fanático de Pulp Fiction (1994) o Bastardos sin Gloria (2009), sin perder los claros rasgos que lo caracterizan. Su mirada se luce mucho más cuando está llevada por el amor a sus influencias. Se ve en cada una de sus escenas de artes marciales, en cada tiroteo descontrolado o conversación trivial que sobrepasa al absurdo. Pero aquí el homenaje va más allá de los cameos o de las cientos de guiños a su vasta memoria cinéfila, para traducirse en el cariño con el que se apropia de un momento histórico único en los Estados Unidos (y en el mundo seguramente) como lo fue la década del 1960 en materia política y cultural. A su vez, se nota que Tarantino tiene un afecto enorme por estos personajes, y esa melancolía es lo que probablemente lo haya motivado a cerrar la etapa de venganzas iniciada con Bastardos… hasta la más reciente The Hateful Eight (2015) . Fines de 1969, plena transición en la industria del cine y la inminente llegada del nuevo Hollywood. Leonardo DiCaprio y Brad Pitt son Rick Dalton y Cliff Booth, un actor en decadencia y su mejor amigo doble de riesgo, en medio del proceso de renovación que acarrea la pérdida de inocencia en la industria. Rick ya no es la estrella de antes, un galán de western de antaño, y ahora se tiene que conformar con hacer papeles esporádicos como villano en programas de TV que lejos están de posicionarlo nuevamente como protagónico. Tampoco Cliff tiene mucho que hacer con la llegada de los stunts profesionales, aunque su actitud despreocupada hace pensar que mucho no le importa. Su rol ahora es determinadamente secundario en el medio, lo que no evita que se pase el día aventurándose por la ciudad de Los Ángeles con su camisa hawaiana haciendo los mandados de Rick, mientras este actúa en el piloto de turno. Su relación se traduce en lo que el mismo film define como «más que un hermano, pero poco menos que una esposa», digna de una lealtad y un cariño conmovedores que ablandan a los personajes por dentro de sus apariencias recias. Era de esperarse que en el universo de esta Los Ángeles sesentosa Tarantino se dé el gusto de incluir toda la fauna autóctona del star system de la época, donde no solo Bruce Lee hace un pequeña (y polémica) aparición, sino también el mítico Steve Mcqueen, y demás actores y directores como James Stacy o Sam Wanamaker. Un repertorio innumerable de nombres propios que rondaban la industria y que sorprenden en detallismo a la hora de rastrear cada personaje y su alter-ego real. Claro que entre los rostros ilustres, los más destacados y controversiales seguramente sean los de Roman Polanski (Rafal Zawierucha) y Sharon Tate (Margot Robbie), que casualmente aquí son los vecinos de Rick Dalton en la tristemente célebre calle Cielo Drive. Difícilmente haya un caso policial más emblemático que el de Sharon Tate, no obstante, es lógico que no todos sepan su historia. La joven actriz, embarazada de ocho meses, fue asesinada en su casa el 9 de agosto de 1969, junto a cuatro amigos, por un grupo perteneciente a la secta religiosa de Charles Manson. Con este hecho en mente es que Once Upon a Time in Hollywood cobra otro sentido al ver en carne y hueso a la Sharon Tate de Robbie ir al cine o bailando despreocupada en una fiesta, totalmente inconsciente del destino fatal que le depara. Cada aparición de la bella rubia conlleva una trágica ingenuidad en su alegría que nos prepara para lo peor, a medida que la película se va a acercando a su final. Pero por fuera de esta fragilidad es que Tarantino decide tratar a su personaje con una delicadeza insoslayable, que evita ponerla en el papel de víctima que la historia de su muerte le impuso. Existe un gran debate sobre el lugar algo pueril que el film le da a Sharon Tate, retratándola como una joven superficial e inocente, embobada con su efímera fama y su mansión de estrella de Hollywood. Pero lo que trasciende a su personaje, a su leyenda, es la posibilidad de ser alguien más que la mujer de Roman Polanski o la mera referencia a la larga lista de los crímenes de la familia Manson; es la posibilidad de ver a la Sharon de ficción verse reflejada en la Sharon real protagonizando The Wrecking Crew (1969), su última película, con la melancolía de imaginar su potencial carrera como actriz. El encanto natural de Margot Robbie es más parecido a la noción de inocencia interrumpida que a la de una mujer superflua sin más motivaciones que ser deseada por otros. Pero la romantización del Hollywood del 60’ no sería suficiente sino fuera por el detallismo enfermizo que Tarantino tuvo para recrear la época. Cada canción radial, cartel o marquesina tiene su fuente histórica, a la par de los modelos de autos, vestimentas y hasta jerga cotidiana, brindan la sensación de estar viendo a través de los ojos de un hombre obsesionado con su idealización del cine y el recuerdo emotivo que le genera, más que al mismo Hollywood en sí. Por lo cual no es necesario ser consciente de cada una de las alusiones más oscuras a la mitología hollywoodense, como el chiste de la muerte de Natalie Wood, o cada pantallazo de FBI o The Great Escape para disfrutar de este carnaval de cultura pop. Gran parte de este disfrute también se debe al despliegue de Leonardo DiCaprio en escena, a partir del cual resulta imposible imaginar a otro en la piel del irascible Rick Dalton. DiCaprio siempre fue dueño de una especie de carisma propio del Hollywood clásico, pero aquí logra una caracterización tan compleja como fascinante, dotando al personaje de una humanidad enternecedora que se funde en las inseguridades de un actor deprimido al sentir que ya se le terminaron los quince minutos de fama. Esta angustia tiene su contrapunto perfecto en Cliff, el incondicional compañero interpretado por Brad Pitt que cumple el rol de cable a tierra ante a la neurosis de su amigo, a la vez que rebalsa de simpatía tan solo con su actitud indiferente frente a cualquier conflicto. En su reencuentro con Tarantino desde Bastardo sin Gloria, Pitt recuerda que su talento todavía se mantiene cuando la dirección y el guión acompañan. Once Upon a Time… es definitivamente una película fuera de lo común, distinta al estándar actual y no solo por la impronta grandilocuente de la época la que homenajea. Es un film provocador desde su estructura episódica a contramano de la más tradicional narrativa de tres actos, hasta su incorrección política en tiempos de revisionismo ideológico, fácil de ser tildado como misógino por la violencia hacia personajes femeninos, o de intolerante y prejuicioso por el lugar marginal que se le asigna la comunidad hippie. Y sin embargo, todos estos elementos son parte de una ironía que se puede rastrear sin esfuerzo en la filmografía de Tarantino, donde abundan mujeres fuertes e independientes, como también minorías empoderadas. Sin importar la polémica que originen sus producciones, existe algo que el Quentin Tarantino adulto comparte con aquel joven irreverente que irrumpió en Cannes con Reservoir Dogs, y es el poder de generar debates interminables y discusiones cinematográficas que lo traen una y otra vez del postergado retiro para realizar una película más. Cuando hay tanta pasión por filmar, nadie puede quedar indiferente a su magia.
La personalidad inquieta de Jonah Hill hacía pensar que no iba a pasar mucho tiempo para que decidiera ponerse en la silla de director, al frente de una película propia. El actor – más ligado a sus papeles cómicos en Superbad (2007), 21 Jump Street (2012) o Wolf of Wall Street (2013), entre otras cuantas – siempre tuvo interés por el trabajo detrás de cámara; y es por eso que sus aportes como guionista, tanto como su incursión en papeles más serios como para la serie original de Netflix, Maniac (2018), podían ser parte del proceso que desencadenara en este debut tan auspicioso como lo es Mid 90’s. Lejos del estilo divertido y ocurrente que le dio un lugar en Hollywood, En los 90’s es en su estética de VHS indie un coming of age más hermandado con la Lady Bird (2018) de Greta Gerwig o The Florida Project (2017) de Sean Baker, que con las participaciones con Seth Rogen. Una especie de memoria sobre Los Ángeles de la década del 90’, con el grunge en todas las radios y la cultura skater en pleno auge, que marcan una mirada personal y reflexiva (casi documental) del pasaje a la adolescencia y todo lo que eso conlleva. La secuencia inicial del film ya nos predispone a la hora de conocer a sus personajes: Stevie (Sunny Suljic) sale corriendo de su habitación y se golpea contra la pared del pasillo, para luego seguir siendo golpeado por su violento hermano Ian (Lucas Hedges). El hecho de que ninguno de los dos tenga una remera puesta hace pensar que es verano y que no hay escuela, pero el silencio de la casa y la falta de respuesta parental a los gritos de los chicos también dan la pauta de que no hay padre ni madre presente que pueda evitar este tipo de peleas cotidianas. Acto seguido podemos ver la habitación de Stevie, desordenada como la de cualquier pibe, con sábanas de las tortugas ninja y una vieja Super Nintendo que grafica, de alguna manera, un punto de partida en la película. Por otro lado, la habitación de Ian está empapelada con posters y discos de hip-hop, gorras rigurosamente colgadas, revistas y varios cassettes re-grabados de la radio, una especie de santuario para nuestro joven protagonista que mira fascinado cada objeto, comparando su remera de Street Fighter con los buzos deportivos de su hermano. Stevie sabe muy bien que se está exponiendo a una golpiza si Ian se entera que estuvo revolviendo sus cosas, y sin embargo para él es el equivalente a conocer el mundo de los grandes, sentirse mayor por un rato. Poco a poco vamos entendiendo la naturaleza de estos dos hermanos. Por corte vemos el cumpleaños de Ian en un restaurante, y a su madre (Katherine Waterston) narrando a sus dos hijos que está saliendo con un hombre, que aunque le parece un poco mujeriego, quiere llevar las cosas con calma. La incomodidad de ambos es evidente, no obstante, eso no la detiene a la hora de recordar que a la misma edad de Ian, ella lo estaba amamantando. Miradas, silencios, momentos en donde el garage rock y la música incidental de Trent Reznor (NIN) se mimetizan con los diálogos para contar lo que los personajes no se dicen. La realidad de Stevie y la necesidad de buscar un lugar de pertenencia lo motivan a relacionarse con un grupo de skaters, cada uno con sus propios tormentos y roles en la banda. El solo hecho de compartir un espacio en común con ellos se nota en el entusiasmo de ser el encargado de alcanzarles agua bajo la calurosa tarde californiana, de correr junto a ellos cuando la policía los hostiga por invadir el mobiliario público, de tener un apodo que lo identifique como parte de un conjunto. Stevie ya no se siente solo. En su casa los posters comienzan a cambiar, Ren y Stimpy se van para hacerle lugar a los raperos y las armas, mientras que para la chica en bikini parece que todavía no es el momento. Ahora lo sábados no son para ver una película en casa ni para jugar videojuegos, sino para practicar trucos con el skate que le intercambió a su hermano y sorprender a sus amigos el día siguiente. El desarrollo de Stevie como personaje, motivado por rebeldía y la disfuncionalidad de su familia, transcurre con una naturalidad para el pequeño Sunny Suljic (recordable también por su papel en The killing of a sacred deer de Yorgos Lanthimos) con la cual es difícil no empatizar. Los mismos descubrimientos musicales por los que transita, a la par de su cruzada por dejar atrás todo lo que lo ate a la niñez, es probablemente la misma catarsis con la que Jonah Hill haya escrito este guion, dándose el gusto de incluir toda la banda de sonido de su adolescencia. Cuando otras películas hacen hincapié en la nostalgia, Mid 90’s se desarrolla con una espontaneidad entrañable para situarse en otra década. Porque más allá de la decisión artística de rodarla en fílmico, o que su resolución en 4.3 se asemeje a los VHS, o incluso que la paleta de colores amarronada intente homenajear a la austeridad del cine independiente noventoso, existe algo atemporal en cómo Hill propone esta historia de iniciación, en cómo transcurre cada día de este verano eterno donde la única preocupación aparente es planear a qué fiesta van a ir a la noche, de la misma manera que estos pibes se debaten también entre la estupidez y la incertidumbre de no saber qué hacer una vez terminada la secundaria. Y sin embargo hay un contexto que une al film a los recuerdos de su director y la movida cultural de una generación marginalizada y sin planes a futuro, reproducidas por el punk barrial y el hip hop, acompañada de la dificultad de poder escaparle a los problemas existenciales. Lo que Jonah Hill reproduce en su ópera prima no es la nostalgia, ni la melancolía de su juventud, sino una ventana al cine y la música con la que creció, Spike Lee y Cypress Hill con patinetas, y ese mismo entusiasmo con el que descubrimos esa película o ese disco que nos cambió la vida.
Cuatro amigos (Ezequiel Díaz, Violeta Urtizberea, Julián Tello y Martina Juncadella) se van de vacaciones a un remoto pueblo en la provincia de Tucumán. Tras una larga travesía en auto, llegan a un pequeño complejo de cabañas dirigido por un viejo conocido del padre de uno de ellos, con la idea de descansar y desconectarse de la vida de ciudad. Sin embargo, rápidamente los protagonistas comienzan a ver indicios de que algo no está bien en el lugar, primero con la existencia de varias tumbas improvisadas con fotos invertidas a un lado de la ruta, y luego con un misterioso asesinato emparentado con una leyenda oscura del lugar. La reacción del grupo es huir de allí inmediatamente, pero como dicta el género, esa tarea no va a ser tan fácil. La ópera prima de Ignacio Rogers claramente se plantea como un homenaje a los clásicos del terror, particularmente a los que involucran a jóvenes incautos que terminan en el lugar equivocado. Pero la intención queda a mitad de camino para Rogers, porque por más que la bella geografía tucumana se luzca como escenario natural de la vasta mitología autóctona que hay en la Argentina, el film no posee nada que pueda diferenciarlo de una fórmula genérica. Los personajes son vacíos y funcionales a una trama predecible y con cabos sueltos, los diálogos triviales, la música olvidable, ni siquiera a nivel visual se percibe que haya algún ingrediente que refleje una impronta propia del director en cuanto al género que pretende reinterpretar. Probablemente el mayor problema de El diablo blanco sea que se toma demasiado en serio, cuando todo lo que la compone es una suma de clichés desabridos del horror sin mucho decir.
La vida en un piano Resulta curioso que, con muy pocos meses de diferencia, se hayan estrenado dos biopics acerca de dos de las leyendas más importantes del rock/pop británico. Y que encima su director, Dexter Fletcher, haya estado involucrado en ambas (Fletcher reemplazó a Bryan Singer en la dirección de Bohemian Rhapsody a dos semanas de terminar el rodaje) es más que llamativo a la hora de la inevitable comparación. Porque si bien la película de Queen yacía convenientemente en la magistral figura de Rami Malek como Freddie Mercury, el resto del grupo tenía el suficiente protagonismo para que el film no se convirtiera únicamente en la biografía del cantante. En este caso, lógicamente Rocketman gira alrededor de la épica de Elton John en su camino a convertirse en uno de los artistas más exitosos de la historia de la música, sin embargo, la interpretación de Taron Egerton no solamente se mimetiza increíblemente con su alter ego real, sino que también pone su voz para que la encarnación del Elton real no dependa en gran parte del trabajo de post-producción. Fletcher propone una impronta distinta y más despreocupada de la historia de Elton que ya se podía saber por reportajes y entrevistas. Desde su infancia como prodigio – cuando todavía se llamaba Reginald Dwight – y la problemática relación con sus padres (Bryce Dallas Howard y Steven Mackintosh), quienes lo trataban con una crueldad casi caricaturesca, hasta el encuentro con su mejor amigo y socio por el resto de su vida Bernie Taupin (Jamie Bell), y luego la llegada vertiginosa de la fama y el espiral autodestructivo de drogas y adicciones que casi lo dejan al borde de la muerte, todo se muestra desde una perspectiva teatral, que por momentos es un musical y por otros un viaje alucinógeno por los traumas del protagonista. Algo que fácilmente se aleja de la solemnidad y el realismo que podían sugerir algunos episodios trágicos de la vida del artista británico, pero que en definitiva termina siendo un trayecto más orgánico y alineado con la personalidad de Elton John y sus exóticas presentaciones, por más que en determinados momentos caiga en los cliches propios de todo artista conflictuado. Incluso cuando se aborda su sexualidad, la película se presenta menos desprejuiciada y más directa que Bohemian Rhapsody, por poner el ejemplo más directo. Es así que la relación tóxica y pasional de Elton y su representante John Reid (Richard Maden) es mostrada sin tantos tabúes ni vueltas, más allá de los prejuicios de la época, antes que andar insinuando problemas existenciales como sucedía con Freddie Mercury. Aquí, Elton John se asume homosexual desde un principio y no existen reparos para convertirlo en una característica más de su persona. Gran parte de esta naturalidad se debe a la sensacional interpretación de Taron Egerton a la hora de personificar con soltura la extravagancia del artista en los escenarios, pero también para exponerse inseguro y depresivo en sus peores momentos. Su sensibilidad en cámara se suma al acertado uso del extenso repertorio de canciones disponibles para cada momento de la vida del músico, con Goodbye yellow brick road como cortina latente para acompañar la búsqueda de redención que recorre toda la película. Rocketman se nota como el resultado de la gran devoción que existe por parte del director Dexter Flechter y su equipo para homenajear al ícono británico, lo que les da la libertad de agregar todo tipo de guiños y detalles con vestimentas, diálogos y situaciones que luego son representadas mediante fotografías reales en los créditos. Incluso en las secuencias más oscuras, relacionadas con las drogas y el suicidio, la presencia de Egerton y la puesta en escena de Fletcher hacen que se sienta una historia cercana y cálida. Algo que trasciende al interés personal que pueda existir por la carrera de Elton John, haciendo al film una experiencia disfrutable por el simple hecho de ser una historia bien contada.
El cine es capaz de crear universos, es capaz de convertir lo fantasioso, lo increíble, en algo verosímil mientras “se le siga el juego”, tanto cómo uno se deja atravesar por ese mundo imaginario que puede ser igual o totalmente distinto al nuestro, al que cada uno lleva dentro. Breve historia del planeta verde de Santiago Loza (ganador de la Competencia argentina en el BAFICI 2003 y 2013) construye uno de tantos mundos, un ecosistema que se retroalimenta de esa fusión entre el cine y la vida, lo fantástico y lo real, y es en ese ida y vuelta que la aventura de Tania – una chica trans – y sus dos amigos Daniela y Pedro, con el fín de cumplir el deseo póstumo de su abuela, se convierte en una cruzada sobre la construcción de la identidad, la amistad y la soledad. Existe un elemento disparatado en este viaje (particularmente una sorpresa que se da casi al principio, pero que vale la pena toparse de imprevisto) que funciona como excusa para corporizar todos los miedos y conflictos de la comunidad queer con una crudeza poética con la que resulta imposible no empatizar. Si la sociedad oprime y la discriminación tiene un discurso tan avasallador que mata, la imaginación es la única respuesta posible para demostrar que detrás de la pantalla hay humanos, los únicos capaces de transformar la realidad, y desde esa sinceridad es que Loza decide narrar esta historia. En este cuento sobre los raros, sobre los marginados, tomar el delirio para convertirlo en arte también es un acto político.
Detrás del espejo Hace dos años, Jordan Peele sorprendió al mundo cinematográfico con su ópera prima “Huye” (Get Out, 2017), una inteligente alegoría sobre el racismo y el pseudo-progresismo blanco en código de terror clase B, combinando una premisa tan disparatada como lo es el trasplante de cerebros con un detallismo fenomenal para dejar escondidas innumerables referencias al cine clásico y al contexto político-social de los Estados Unidos en la era Trump. Sin embargo, nada de esto habría tenido validez sino fuera que Huye realmente funcionaba como película de género, por sobre los caprichos creativos de su director. Lo que generaba dudas y expectativas sobre la continuidad de la innovadora visión de Peele en una industria capaz de dilapidar carreras con un solo paso en falso. Pero el renombre y los reconocimientos acumulados – con un premio Oscar incluido – en este último tiempo no fueron circunstanciales, y eso queda más que claro luego de ver Us (Nosotros), donde el horror se conjuga desde distintas perspectivas que trascienden a una mera historia de asesinatos y sucesos inexplicables, resultando mucho más compleja e intuitiva cuando se la intenta dejar de ver como una mitología lineal, intentando explicar desde la racionalidad todos sus giros y vueltas de tuerca. Incluso sus diferentes interpretaciones incitan a volver a ver la película más de una vez para poder reconstruir la totalidad de una metáfora mucho más grande, que va mutando conforme se van recordando detalles que a primera vista pueden parecer triviales. Dicho esto, el film toma como concepto principal la dicotomía del doble, la contraparte oscura que viene desde la literatura con Borges, hasta de la psicología con Freud, entre tantos otros ámbitos, y lo lleva al extremo en una suerte de combinación entre la Funny Games (1997) de Michael Haneke y el icónico suspenso hitchcockiano. Y quizás es por ese miedo primario al clon propio que ya desde el comienzo resulta perturbador ver a la protagonista en su niñez perderse en un parque de diversiones, para luego terminar encontrándose con el reflejo corrupto de ella misma en un laberinto de espejos. No obstante, a pesar de que su familia no la toma en serio, no será hasta poco tiempo después que sus temores se vuelvan reales. Esa misma noche, cuatro figuras se aparecen en la puerta de su casa, imperturbables frente a cualquier amenaza de llamar a la policía e implacables para forzar la entrada y maniatarlos, pero sin intenciones de robar nada. Y es en ese momento que la familia se da cuenta que los secuestradores son ellos mismos, las copias retorcidas y sedientas de sangre de cada uno de ellos, aunque con la particularidad de no tener voz propia. Solo la contraparte de Adelaide es la única que puede hablar, aunque con un sonido crudo y gutural, semejante a un susurro, que hace de toda esta situación algo muchísimo más aterrador. Estos dobles serán iguales a la familia desde su apariencia, pero de alguna forma su existencia es completamente opuesta y miserable, viviendo en túneles subterráneos replicando como títeres todas las acciones de sus versiones terrestres. Esto podría ser interpretado como una metáfora monstruosa de la brecha entre clases sociales, o como una representación de las pulsiones de cada uno de ellos intentando tomar el control, entre tantas otras posibilidades, pero no es casual en la mente de Jordan Peele que ninguno de ellos pueda comunicarse de ninguna otra manera que no sea mediante sonidos, o que el mismo clon de Adelaide responda que son simples americanos cuando les preguntan horrorizados quienes son y qué quieren, o incluso, que el mismo título de la película juegue con el significado de la palabra Us – nosotros en inglés – y la sigla US – United States –. En Us nada es un accidente. Desde detalles como el cartel del laberinto de espejos en el que se pierde la protagonista – siendo en el pasado una caricatura racista de los indígenas americanos, para luego en el presente mostrar una versión más políticamente correcta – hasta la ocurrente musicalización, las referencias bíblicas con analogías del cielo y el infierno, y la creciente presencia de conejos (cual descenso de Alicia en la madriguera) a medida que los personajes van perdiendo la cordura. A su vez, Peele sigue la costumbre de hacer homenaje a varias de sus influencias cinematográficas, incluyendo entre otras referencias a The Shinning (1980) – mostrando en un plano aéreo a la familia llegando a su casa de veraneo de la misma forma que Kubrick presentaba a los Torrance llegando al emblemático hotel –, como también a Black Swan (2010) planteando un genial paralelismo coreográfico entre la danza clásica y el clímax de la película, y de seguro, muchas más que todavía faltan por descubrir. Us es un film digno de un análisis profundo que indudablemente será parte de los debates sobre lo mejor del año, aunque todavía falte mucho por estrenarse. Es un producto netamente de su contexto, pero también atemporal como obra, lo que ratifica el ingenio y la agudeza de Jordan Peele como director en cuantas influencias tome prestadas para poder transmitir su particular mirada sobre la sociedad y su afición por destruirse a sí misma. En definitiva, el enemigo no está afuera, sino detrás del espejo.
Por amor al cine El mundo necesita más gente que ame lo que hace. Fácilmente se pueda trasladar esa afirmación tan cierta como idealista a The old man and the gun (Un ladrón con estilo), el último film del director David Lowery que sitúa al icónico Robert Redford reviviendo gran parte de su legado como galán y criminal simpático, en lo que probablemente sea su despedida del cine con un papel a la altura de su extensa trayectoria. El mundo necesita más gente que ame lo que hace. Fácilmente se pueda trasladar esa afirmación tan cierta como idealista a The old man and the gun (Un ladrón con estilo), el último film del director David Lowery que sitúa al icónico Robert Redford reviviendo gran parte de su legado como galán y criminal simpático, en lo que probablemente sea su despedida del cine con un papel a la altura de su extensa trayectoria. Basada en un artículo de la revista The New Yorker, la película cuenta la historia del atracador Forest Tucker, un anciano de más de 70 años que robó bancos durante toda su vida hasta su vejez, pero con la particularidad de hacerlo con extremada buena educación, y sin tener que portar un arma o activar alguna alarma durante sus tantos asaltos. Y es que un hombre tan amable y considerado, capaz de pedir por favor que abrieran la caja fuerte y que ningún empleado pudiera resistirse a su encanto, no podía ser interpretado por otro que no fuera Robert Redford y su carismática sonrisa. Sin embargo, si esto suena a la clásica romantización hollywoodense de un forajido es porque realmente lo es, ya que la verdadera razón por la que el protagonista continúa con su vida delictiva no es precisamente el dinero, sino por la diversión que esto le genera. Algo que termina mimetizándose con la felicidad contagiosa de Redford a la hora de ponerse una vez más frente a cámara haciendo lo que mejor sabe hacer: Obligarnos a ponerse de su lado. De esta manera es que tras varios años de estar prófugo con su equipo – conformado por otros dos actores históricos como Danny Glover y Tom Waits –, Tucker se cruza con Ruby (Sissy Spacek), una mujer viuda con la que empieza un romance basado en la seducción mutua y la despreocupación de la tercera edad. La atracción de ambos es entrañable, con gestos y miradas que marcan una relación por demás profunda sin la necesidad de ponerlo en palabras, y en gran medida gracias a la química de Spacek y Redford, como si se tratara de dos amantes que se conocieran de toda la vida. Y eso que es la primera vez que trabajan juntos. Pero por más que Forest y compañía sean los ladrones más educados de la historia, era cuestión de tiempo para que la policía comenzara a perseguirlos, con el detective John Hunt a la cabeza – un Casey Affleck lleno de matices, que vuelve a trabajar junto a Lowery después de la emotiva Ghost Story –. No obstante, la obsesión de Hunt por el caso crece cuando es testigo directo de uno de estos robos amables sin siquiera haberse enterado. Lo que genera uno de los atractivos más interesantes del film: Mientras el perseguidor más se acerca a su presa, más cariño le va tomando, y más difícil se le hace seguir su rastro. Algo que incluso su mujer le termina haciendo notar cuando menciona que sí logra atrapar a Tucker, ya no tendrá la motivación de seguir persiguiéndolo, de la misma forma que el ser perseguido resulta también un desafío para Tucker en esta lucha de egos. David Lowery decide situar al film a principios de la década del 80’, tanto visual como narrativamente, partiendo de la musicalización folk-rock y la tipografía vintage acorde con el cine de la época, el uso de planos largos y escenas bien descriptivas como constante, y hasta el agregado de una estética granulada, característica de las cámaras de rollo con sus colores saturados. Casi todo en The old man… tiene impronta retro. Hasta su título. Pero el homenaje no queda solo en un guiño al exploitation de ladrones de guante blanco, sino que la película es una sumatoria de situaciones para venerar la leyenda que significa Robert Redford en la industria, con cantidad de referencias a su carrera, aunque principalmente situándolo como el envejecimiento lógico de lo que podría haber sido en la actualidad su mítico Sundance kid junto a Paul Newman. Un regalo diseñado especialmente para que pueda recibir los aplausos en vida y no desde una placa póstuma durante una entrega de premios. Al igual que Forest Tucker acepta con una sonrisa que su afición por los atracos puede llegar en cualquier momento a su fin, existe también un dejo de confesión en Redford por la forma en que decide disfrutar la recta final de su carrera. Algo que trasciende a su personaje, incluso a la película, para dejar que su legado hable por sí solo.
El peso del silencio El cine documental siempre cuenta con una cuota extra de entrega emocional sobre lo que se quiere contar. En el género siempre se intenta descubrir una verdad, re-interpretar un hecho o visibilizar realidades invisibles. Y no es para poco. “El silencio es un cuerpo que cae” es la materialización de esa pasión y se disfruta de la misma manera visceral y cruda con la que la realizadora cordobesa, Agustina Comedi, decide compartir su historia familiar en esta ópera prima. Habiendo pasado por el Festival Internacional de Cine Documental de Ámsterdam, para luego ser reconocida en el BAFICI pasado, “El Silencio…” es la reconstrucción que Comedi hace sobre la identidad de su papá, Jaime, fallecido en 1999 cuando ella tenía 12 años. La pasión familiar por llevar siempre una cámara en mano pasa de padre a hija, sellándose en el momento que un accidente a caballo deja de ser un simple luto, para convertirse en la búsqueda continua de saber quién era Jaime en realidad. El inevitable momento de darnos cuenta que nuestros padres son personas, hermanos, tíos, amantes, antes de ser nuestros padres. Solo que a la directora le llegó mucho más temprano que a la mayoría. Sin embargo, el pasado de Jaime deja de ser algo netamente personal, para convertirse en el testimonio social y político de un joven homosexual militante de izquierda en la década del 70’ en la Argentina, mucho antes de ser el papá de Agustina. Y es así como la necesidad de rescatar su figura paterna a través de miles de horas de VHS casero y la catarsis de amigos y exparejas termina transformándose en una herramienta fundamental para recrear la brutal persecución y el prejuicio de la época, capaz de convertir algo tan natural como el deseo en algo inaceptable y vergonzoso. La intensidad de la juventud de Jaime, marcada por la libertad sexual y el activismo colectivo, contrasta (o más bien se complementa) con la imagen madura de abogado prolijo y padre ejemplar. Fragmentos en Super 8, videocasetes deteriorados y fotos descoloridas, la misma fragilidad del enorme archivo al que accede la directora para sumergirse en su propia historia, y en consecuencia en el mundo gay y trans, termina siendo tan potente que por sí solo transmite lo que resulta imposible de narrar con palabras, o siquiera imágenes, como lo es el miedo en pleno destape del HIV o el rechazo sistemático de una sociedad retrógrada. “Cuando vos naciste, una parte de Jaime murió para siempre”, le dice uno de los confidentes más cercanos a Agustina Comedi durante las entrevistas, y ella todavía se niega a pensar que su padre haya dejado atrás su naturaleza sólo por el profundo anhelo de tener hijos. A fin de cuentas, la memoria de Jaime sobrevive en este homenaje, lejos del silencio forzado que algunos continúan queriendo imponer.
El loquito de la motosierra La primera aparición del emblemático Leatherface, en la Texas Chainsaw Massacre (1974) original de Tobe Hooper, es hasta hoy uno de los momentos más estremecedores de la historia del cine de terror. Un grupo de adolescentes despistados quedan varados en una granja familiar, en medio de la nada rural estadounidense, y se encuentran con un abominable gigante deformado, empuñando una motosierra y chillando como un cerdo enloquecido. Una introducción así de sorpresiva, tan inesperada (aunque el título del film sea un spoiler en sí mismo), y al mismo tiempo tan horriblemente mundana, es probablemente la razón por la que el legado de Hooper en el sub-género del slasher sea algo casi irrepetible. No hacen falta más que unos pocos segundos para ver que detrás de esa máscara hecha con los restos de sus víctimas, hay una locura inexplicable más allá de toda la razón. Leatherface desafía cualquier motivo o diagnóstico patológico. Y en esa existencia escalofriante sin sentido es que radica el horror. A lo largo de las varias entregas de la saga (con o sin Tobe Hooper involucrado), el “cara de cuero” fue cambiando parte de su esencia descerebrada con tal de brindar al personaje de un contexto más elaborado que el de matar a cualquier viajero que se le cruce. Es así que La Masacre de Texas: El origen de Leatherface (2017) toma esa misma posta para intentar desarrollar un pasado lo suficientemente perturbador, que sea capaz de convertir a una persona normal en un enajenado incapaz de expresarse de otra manera que no sea a través de la violencia. La película abre con lo que podría ser el momento bisagra en la vida de cualquier psicópata: El pequeño Jed (Boris Kabakchiev) es alentado por sus hermanos caníbales y su irascible madre Verna (Lili Taylor) a desmembrar vivo a un pobre hombre acusado de robarles los cerdos del corral. Aquí, la aparición de la característica motosierra no se hace esperar, sin embargo, es curioso que la razón por la que esta familia enloquece en primer lugar nunca sea prioridad en una producción que se anuncia como la precuela que viene a explicar el origen de la saga. De todas formas, la historia hace un salto de 10 años para ver ahora a Jed (Sam Strike) internado en un neuropsiquiátrico, bastante más cuerdo de lo esperable, teniendo que lidiar con la brutalidad de los tratamientos de lobotomía y la creciente ola homicida de sus compañeros pacientes. De golpe, un motín en el hospital hace que Jed (ahora llamado Jackson gracias a la ley de adopción norteamericana de los años 50’) pueda escapar junto a otros desequilibrados y una joven enfermera llamada Lizzy (Vanessa Grasse), e intentar rehacer su vida. Pero claramente no va a ser tan fácil. El desafío del guion a cargo de Seth M. Sherwood es explicar – de una manera creíble – cómo un hombre con habilidades sociales aparentemente intactas puede transformarse en un asesino emocionalmente discapacitado, como el film original lo representaba en un principio. Algo que, si bien se trasluce en las escenas de violencia gráfica, nunca llega a ser del todo orgánico desde el punto de vista argumental, ni se acerca a la impronta oxidada y sucia del horror slasher del que proviene esta serie de películas. Aunque la sangre brote a montones y las prótesis sean más realistas, el ritmo es más cercano a la acción que al terror visceral y crudo que hizo famosa a la saga. Lo que en la mente del dúo de directores franceses Alexandre Bustillo y Julien Maury (con antecedentes en el terror francés) era el ideal para homenajear al terror Clase B y re-versionar un personaje tan icónico del género, acaba siendo intento a medias. Ni las locaciones lúgubres en Bulgaria casi calcadas de la producción original del 70’ en Texas, ni las desfiguraciones en primer plano, pueden disimular que la premisa queda desfasada desde su concepción, al pretender crear una justificación racional a la bestialidad de un personaje construido a partir de la violencia más primitiva. Al igual que Spielberg nunca se preguntó las razones por las que su tiburón es una máquina de matar en Jaws, tratar de convertir a Leatherface en una figura trágica es algo más que innecesario, como olvidar que lo más aterrador de la naturaleza de un monstruo es que su crueldad resulta perturbadoramente innata. No obstante, a pesar de que el resultado final haya sido más que insulso como componente del cine de terror, existe algo rescatable del film. Como gran parte de la industria actual del remake, La Masacre de Texas: El origen de Leatherface tiene al menos el mérito de mantener vivo el interés por una franquicia que ya lleva más de 40 años vigente en el imaginario popular. Algo que Tobe Hooper – fallecido poco antes de este último estreno, pero acreditado como productor ejecutivo – jamás hubiera imaginado.