Fragmentos inverosímiles
En algunos círculos críticos se remarca bastante el aporte de Pablo Echarri a la televisión, a través de unitarios o series como El elegido, Montecristo o Resistiré. No voy a cuestionar esas afirmaciones porque sólo he visto algunos capítulos de esas creaciones, que supuestamente mostraban una gran capacidad para repensar ciertos formatos televisivos en función de temáticas donde el pasado del país convivía con el presente de formas muy oscuras. Pero de su filmografía tengo un conocimiento más amplio, y apenas si rescato Crónica de una fuga -donde su papel estaba entre lo más flojo- y algunos momentos de Alma mía -en la que su historia romántica con Araceli González era lo que menos funcionaba-. El resto de sus películas han transitado entre la intrascendencia formal y discursiva, como El método o Las viudas de los jueves, y lo directamente indignante, como Peligrosa obsesión y Apasionados.
La presencia en el guión y la dirección de Sandra Gugliotta, con antecedentes atendibles en la ficción, como Las vidas posibles y Un día de suerte, le otorgaban una esperanza a las posibilidades de Arrebato. Se podía suponer que la realizadora, con esta historia donde la investigación de un crimen que realiza un escritor y profesor de literatura como material para un futuro libro, terminan disparando sus celos hacia su mujer y diversas paranoias que venía incubando desde hace rato, iba a intentar explorar las inseguridades masculinas, la atracción por el crimen y la violencia, y la delgada línea que separa la ficción de la concreción real de esa ficción. Allí se podían intuir potencialidades pero también riesgos. Pero era difícil prever que no se iba a cumplir nada de lo bueno y, sí, todo lo malo. Es difícil contar lo que pasa en la película o encuadrarla en un género determinado, pero no porque sea compleja o eluda con inteligencia las convenciones, sino porque simplemente en todo su relato nada funciona como corresponde.
De hecho, hasta se hace dificultoso afirmar que hay un relato en Arrebato, es decir, una narración donde las partes fluyen adecuadamente, con personajes con un mínimo de solidez y giros verosímiles en la trama. No, lo que hay en el film es una mera acumulación de fragmentos inconexos. Desde un principio, todo sale mal: la primera secuencia, con un Echarri un tono por encima del requerido (como siempre) dando clase a un conjunto de estudiantes -en su gran mayoría chicas que lo contemplan embobadas, porque no hay que descuidar el público donde el actor cimenta su popularidad-, ya preanuncia lo peor, no sólo por la interpretación del actor, sino también por el manejo estático de la puesta en escena, la falta de rigor para crear el clima que necesitaba la secuencia y el trazo grueso del monólogo. Allí ya aparece una característica decisiva en la película: su falta de confianza en la potencia de lo visual en detrimento del lenguaje del habla. Arrebato, como muchas otras obras cinematográficas que interactúan fallidamente con el universo literario, piensa al vínculo entre el cine y la literatura a partir de la pura impostación, de la remarcación de cada palabra, anulando el poder del montaje y la imagen.
A todo lo antes mencionado, Arrebato le agrega algunas decisiones que asombran por su arbitrariedad, falta de realismo e inverosimilitud. Dos ejemplos bastan como muestra, aunque hay muchos más: un par de exabruptos por parte del personaje de Echarri respecto al papel que juegan los medios de comunicación que poseen un nivel de reflexión de jardín de infantes (¡los medios toman hechos y se ocupan de ellos para ocultar otros! ¡ohhh, qué profundo!); y toda la subtrama atravesada por la aparición del fiscal encarnado por Gustavo Garzón, que puede competir seriamente por el título del peor abogado de la historia del cine, pero aún con su desconocimiento de las reglas más elementales del derecho o los procedimientos legales, y armando un caso plagado de suposiciones que hacen agua por todos lados, es capaz de llevar a juicio al protagonista.
A pesar de no llegar a la hora y media de metraje, con sus pozos narrativos, inconsistencias, giros forzados y sobreactuaciones -con excepción de Garzón, que hace todo a reglamento y le alcanza para salvarse-, Arrebato es un film sin vida, que aburre soberanamente y que luego de amagar con decir mucho, a pesar de sus discursos altisonantes, no dice absolutamente nada.