Paseo trágico y cotidiano
El cordobés Santiago Loza estrenó en el MALBA su cuarto y logrado largometraje.
Un hombre camina, solo, por un paisaje evidentemente suburbano. Casi no habla con nadie, salvo con sus interlocutores en un teléfono celular. La cámara lo sigue de cerca: durante casi todo el film, su cuerpo en constante movimiento ocupará de un tercio a la totalidad del fotograma. El resto, el ambiente, las personas que se cruzan en su camino, las pequeñas peripecias del viaje sucederán como un marco a su propia efigie, casi siempre de espaldas. Sabemos que ese hombre no está en ese paisaje entre descuidado y ocasionalmente miserable por gusto: su traje, su barba de no dormir, sus anteojos, su celular, una mochila demasiado infantil, implican improvisación y urgencia. Algunos cruces, los monosílabos dichos al aparato, ciertos rasgos, una secuencia precisa nos obligan a creer en un trasfondo criminal que, hacia el final, se confirma. El título de este film es Ártico: acertado, como veremos.
Se trata del cuarto largometraje de Santiago Loza, un director que ha optado, no siempre con buenos resultados, por experimentar con las formas. Logró un film conciso con Extraño; falló con Cuatro mujeres extrañas y cumplió a medias con La invención de la carne. Con Ártico logró, si no su mejor película, sí la más concisa y concreta. Una situación mínima que funciona como índice de una historia mayor –que el espectador se siente obligado a reconstruir– es el dispositivo. Pero esta vez Loza no se queda en él, no se regodea en las posibilidades de una apuesta después de todo técnica, sino que la pone al servicio de algo humano: hay en su protagonista sin nombre algo humano, demasiado humano, que se nos comunica de modo inmediato. Es, de algún modo, el bíblico forastero en tierra extraña en busca de algo imprescindible.
Si en La invención de la carne el realizador optaba por secuencias y planos simbólicos que disparaban la atención de espectador fuera del universo del film (y tal es la mayor tara de aquella película, que trataba de construir en torno de una iconografía religiosa poco consistente), aquí decide depurar ese procedimiento y dejarlo en lo mínimo (no falta algún leitmotiv en este sentido, pero es sutil y no entorpece el desarrollo del acontecimiento, único, que desarrolla la película). Lo que importa es que la cámara muestra que cualquier comportamiento humano encierra siempre un misterio. El personaje, como un ser en el Ártico –y de allí la precisión del título– se encuentra solo, incomunicado por obligación de su entorno, sin poder detallar nada, sin poder dar precisiones, congelado en medio de un universo cotidiano que sigue indiferente a su drama. En ese contraste es donde vibra, con mayor fuerza, el trabajo de Loza. Ártico, ese largo paseo trágico, es mucho más que un paso adelante.