Viaje al pasado de la mano del británico Kenneth Branagh, a bordo de esta nueva versión del clásico de Agatha Christie. Una que sabemos todos -una de misterio cuyo final, más vaga o precisamente, recordamos-, y que por tanto predispone la curiosidad acerca de qué cosa nueva podrá ofrecer la relectura 2017 con elenco de estrellas. El mítico inspector Poirot -Branagh, con bigote gigantesco-, ha resuelto un caso vistoso, con el muro de los lamentos como escenario, y se dispone a abordar el Orient Express, sin dejar de preocuparse por una corbata torcida o un huevo duro desproporcionado, obsesivo de la perfección como es. Antes de subir al tren de lujo irá conociendo a algunos de sus inminentes compañeros de viaje, y poco después del arranque, uno de ellos aparecerá muerto, asesinado en su camarote.
La nueva Orient Express es un gran festival Branagh, que dirige y protagoniza, con el papel principal y el único realmente lucido de la película. Que es muy simpática, encantadora durante la primera parte introductoria y los primeros cruces de los personajes en el vagón restaurante. El problema es que los personajes son muchos, y Branagh no siempre encuentra la forma de hacerlos bailar el mismo baile, al punto que algunos, interpretados por grandes actores como Willem Dafoe, quedan pintados, desdibujados en un par de escenas comodín, que no alcanzan para que entendamos bien quiénes son y mucho menos porqué debieran interesarnos. La investigación del crimen mantiene las formas, estilizadas y lustrosas, de una puesta que parece arrebatarle peso al contenido. Como si se hubiera olvidado de algunos, en esos tramos resolutivos cobran una importancia sorprendente algunos personajes apenas trazados, y el desenlance, por lo tanto, es de una gran arbitrariedad, para los que ya saben cómo termina y para los que no.