La industria del cine suele deparar objetos de a pares, gemelos o mellizos que pueden mirarse extrañados o guiñándose el ojo ante el hallazgo de una filiación secreta. Este año los espías vienen con todo. Agente Salt era una fiesta de disfraces un poco macabra en la que se descubría, de golpe, que debajo de una de las máscaras había un alma que jadeaba. En Asesinos con estilo no se descubre nada semejante. Un espía difuso (Ashton Kutcher, sorprendentemente correcto) se enamora y quiere dejar la profesión. Él y la oportuna chica (que ignora de qué vive su príncipe) se casan y se van a vivir a un barrio que no es cerrado pero se le asemeja, por las casas bien prolijas y de una opulencia rancia, y las sonrisas de los vecinos, que trasmiten la sensación de que es lindo pertenecer a esta comunidad con rentas anuales tan altas. Sonríen, por lo menos hasta que se pudre todo.
En el comienzo, unos planos de las playas de la Costa Azul habían servido para despachar apresuradamente tres o cuatro postales que indicaran que alguno de los responsables de la película vio Para atrapar al ladrón, por ejemplo, y que no se olvida de los titanes de antaño: Kutcher va en cueros, camino a zambullirse en esas aguas míticas mientras una rubia (Catherine Heigl) lo mira con ganas. Un minuto después, en un diálogo se menciona “el día en que Cary Grant empezó a tomar ácido”. Para los que desconocen el dato, el bueno de Cary fue uno de los primeros voluntarios de renombre que se ofrecieron para hacerse pruebas ingiriendo L.S.D., la droga pergeñada en un laboratorio estatal norteamericano en los años cuarenta. Es cierto que en Para atrapar al ladrón no hay espías, pero acá tampoco, en realidad. El personaje de Kutcher parece más un asesino a sueldo que otra cosa, y la película chirría haciendo entrar los cadáveres (gente que se convierte en fiambre de modo muy violento, hay que decirlo) en el tono de comedia romántica sofisticada que intenta evocar con dichas menciones. Asesinos con estilo se permite por momentos esgrimir gracias exquisitas como esas para simular un espesor del que a todas luces carece, pero sus fichas verdaderas se juegan en otra parte, como se ve enseguida.
Es que, previsiblemente, el pasado de juegos violentos del personaje de Kutcher no lo quiere dejar en paz, a solas con su esposa y su prosperidad: hay una recompensa de muchos ceros para quien lo mate, y de inmediato se desata una cacería, podríamos decir que humana. Entonces sí, se da una cosa muy impresionante: el barrio tan pituco y pulcro se vuelve un campo arrasado, una zona de guerra. Aunque no es solo eso: como un reverso aterradoramente gracioso de Agente Salt, cada rostro se enrarece, cada cual se vuelve un desconocido. El tipo que se quedó en un sillón durmiendo del día anterior porque la fiesta terminó muy tarde y, pobre, no era capaz ni de sostenerse en pie, se puede aparecer en la cocina con un cuchillo enorme, queriendo ganarse unos cuantos pesos mientras estamos distraídos esperando que el huevito frito esté a punto. Asesinos con estilo muestra la codicia desatada y lo hace a golpes de esa comicidad primitiva que se deriva de los cuerpos que se persiguen, se caen, se disparan, se pegan. “Ahora vamos a robar un auto”, dice ella con una elegancia gloriosa, ya metida de lleno en su papel de esposa de un hombre cuya cabeza tiene precio. Katherine Heigl la rompe. No es Grace Kelly ni por las tapas sino una Claudette Colbert tuneada, mejoradas sus formas, de tetas altas y mohines compradores. Se ve que el casting quiso disponer una pareja chispeante con Kutcher y ella pero no salió. El hombre se defiende, la verdad, pero la chica le da diez vueltas: cuando se la ve cargando con la misma destreza una pistola enorme o un bebé, igual de peligrosos los dos, Katherine Heigl respira el aire del futuro.