Muerto al llegar
Desde que Super Mario Bros se estrenaba en 1993, la historia de las adaptaciones de videojuegos al cine viene complicada. En las primeras, quizás, era esperable que los resultados no fuesen óptimos, tratando de adaptar juegos no narrativos como Mortal Kombat o Street Fighter (que sí, tenían historias atrás, pero eran principalmente sobre tipitos pegándose). Pero conforme los videojuegos fueron avanzando tecnológicamente, también lo hicieron desde la narrativa. Hoy en día, sus tramas y formas imitan cada día más al séptimo arte, al punto de haber juegos en los cuales el jugador puede pasar largos ratos viendo escenas sin “jugar” nada, y no son pocas las sagas extensas que siguen creciendo y complejizando con cada entrega. En este escenario, uno podría suponer que las adaptaciones al cine fueron mejorando. Pero supondría mal. Tal vez la única excepción sean las Resident Evil, que llega este año a seis películas, todas comercialmente exitosas. Pero las Resident Evil son también otro tipo de excepción, en tanto son las únicas que se entregan completamente, sin tapujos, al exceso visual y lúdico, incluso mucho más que los propios videojuegos en los que se basa. En todos los otros casos, desde Wing Commander hasta Warcraft, el resultado del salto a la pantalla grande fue desastroso.
Assassin’s Creed es una saga enorme, con más de una docena de juegos a los que se les suman cómics, novelas y hasta enciclopedias. A grandes rasgos, narra la lucha eterna entre dos bandos, los Templarios y los Asesinos. Ambos buscan reliquias de una civilización pre-humana, a través de una tecnología que permite revivir recuerdos de los antepasados de uno, porque aparentemente ningún grupo era propenso a dejar las cosas anotadas. En cada juego uno visita un periodo histórico distinto, y va matando gente y conociendo figuritas famosas mientras salta de techo en techo.
La película toma esta premisa pero arma su propio relato. En este caso, el periodo histórico elegido es España en 1492, plena Inquisición. Los momentos que transcurren allí, la razón de ser de la saga, son bastante irrelevantes y se reducen a escenas de acción mal filmadas, esas en las que abundan los planos cerrados y el movimiento sin criterio alguno y uno nunca sabe quién le pegó a quien. Esas son las partes buenas. El film deja en claro que está más preocupado por armar las bases para futuras entregas, el gran mal de mucho cine hollywoodense de nuestros tiempos. En el presente, el personaje de Fassbender (descendiente de Asesinos) se ve atrapado por una corporación (la nueva cara de los Templarios) para descubrir la ubicación de la Manzana del Edén, que esconde los secretos sobre, escuchate esta, el gen del libre albedrío. O algo asi. Exactamente por qué sucede todo es bastante difícil de descifrar: si bien sobran diálogos explicativos, todos los personajes hablan en refranes idiotas y frases de esas que no dicen nada pero suenan como que esconden grandes verdades. Todo el film parece guionado por alguien sumamente estúpido que escribió las líneas y luego fue reemplazando palabras con un diccionario de sinónimos. Uno entiende el lenguaje que los personajes hablan, pero es casi imposible dilucidar qué carajo están diciendo. Sus acciones no ayudan, y las motivaciones de Sofía (Marion Cotillard) viajan por una montaña rusa llena de emociones en el camino a convertirla en la antagonista de la franquicia. Jeremy Irons y Charlotte Rampling cumplen el requisito de “figura con prestigio” con el estoicismo de quien no entiende una mierda de lo que sucede excepto los dígitos en el cheque.
Es paradójico que juegos que tratan de emular tanto el cine sean luego adaptados con tal desprolijidad narrativa, pero Assassin’s Creed continúa esa tendencia, algo que ni siquiera la involucración directa de la compañía del juego, también productora del film, pudo evitar. Esta experiencia, como sucedió con Warcraft, demuestra que a veces es mejor dejarle hacer las cosas a los que saben.