Apenas empezó el 2018, en Twitter comenzó un proyecto grupal tan excéntrico como hermoso: la lectura colectiva, de a un canto por dia, de La Divina Comedia. Para muchos, y me incluyo, fue la primera vez en que nos atrevimos a encarar ese libro. Conforme el Dante avanza por los círculos del Infierno, una de las primeras cosas que llaman la atención es la cantidad de figuras históricas que se cruza, una serie de cameos más insistentes que los de Stan Lee. Muchas de estos personajes son nombres desconocidos para el lector promedio, habitantes de la época del Dante que el poeta distribuye a criterio según sus supuestos pecados. Querer identificarlos lleva a uno a recurrir a las notas de pie, agregados que no son necesarios para la comprensión de la obra y que muchas veces ni siquiera tienen la respuesta porque ni los estudiosos se ponen de acuerdo sobre quien era ese muñeco. Esta información, o falta de la misma, no influye en la apreciación de La Divina Comedia. La importancia que seguramente tuvieron estas referencias ya no es la misma y los valores universales de la obra la superan. ¿Qué tiene que ver todo esto con Pantera Negra? A la hora de ver la nueva película de Marvel, sirve recordar que ninguna obra escapa de su época, pero que estas conexiones son eventualmente insignificantes para la valoración artística. El tiempo pasa, la situación cambia y lo que queda es la película. Como con Mujer maravilla el año pasado, cuesta leer textos sobre Pantera negra que no insistan en su importancia en relación con el contexto. En tiempos en que la representación de las minorías en Hollywood se pone en cuestión con mayor ferocidad, un tanque de superhéroes con un elenco casi exclusivamente afroamericano está destinado a convertirse en estandarte de la causa. Causa que merece triunfar, pero que no por eso mejora o empeora las películas. Pantera negra es la última película de Marvel antes de Infinity War, la película-evento hacia la que toda esta saga de dieciocho films se ha estado dirigiendo. Como tal, comparte bastante con Doctor Strange: la necesidad de establecer un mundo que expanda el existente y siembre las bases del posterior. Los actores tienen contratos, los contratos se terminan y Marvel necesita elementos para seguir con las películas cuando los Vengadores originales cuelguen las capas. Estas dos películas son las que más notoriamente cargan con esta doble labor de seguir una historia al tiempo que tratan de armar los cimientos para muchas otras. Este peso no lastima a Pantera negra, que crea su Wakanda con trazos firmes y claros sin que el universo Marvel se le caiga encima. Ryan Coogler aprovecha la oportunidad para un variado despliegue visual en ese país africano atravesado por una tecnologia imposible, pero que no pierde su identidad. Lamentablemente, no cuenta con la misma capacidad para la narrativa. Pantera negra es una historia contada a los tumbos en la que cada conflicto presentado falla y solo sirve como distracción del duelo central entre T’Challa y Killmonger. Con una motivación que utiliza los temas de la época pero entramados en la historia ficcional de forma que funcionen independientemente, Killmonger es un villano trágico espectacular que la película tarda demasiado en aprovechar. La insistencia con el personaje de Andy Serkis, la descolgada relación entre el amigo de T’Challa y la guardaespaldas, el irrelevante tratamiento de Whitaker y Bassett; toda la primera parte avanza con torpeza, sin saber sintetizar ni economizar recursos. Esto, sumado a la impericia para el manejo del CGI de Coogler, culmina en una película con numerosas ideas pero casi todas truncas. Hoy todo es celebracion alrededor de Pantera negra, con sus numerosos récords y textos laudatorios. Pero cuando se asiente el polvo y se la separe del contexto, quedará lo que en realidad es: una película con algunas ideas atractivas mayormente desaprovechadas que deja bases para continuar con el Marvel Cinematic Universe. Cómo continuará es algo que está por verse, pero el camino ciertamente no es por acá.
A esta altura, con casi cincuenta películas en su haber, Woody Allen no sorprende a nadie. Esto no es algo malo. Uno va a las películas de Woody con la incógnita de qué Woody toca este año, dentro de un abanico de posibilidades variadas pero conocidas. Puede tocar el Woody de comedias puras (que va desde Bananas a Que la cosa funcione), el más dramático (que va de horrores como Match Point a la gran Blue Jasmine), el romántico (un Annie Hall, un Medianoche en París) o el existencialista (Crímenes y pecados, Hombre irracional). Hay por supuesto temas y formas constantes que se conectan entre estos diferentes Allens, pero el espectador entra siempre con la incógnita de cuál de las opciones ya conocidas va a primar en esa ocasión. En La rueda de la maravilla, el Allen cosecha 2017 es el peor de todos: el misántropo. Como muchas de sus películas que podían inspirarse en base a otros artistas como Chéjov o Fellini, La rueda de la maravilla se inspira en las obras de un dramaturgo, Eugene O’Neill. Sus personajes habitan los márgenes de la sociedad, condenados al fracaso de igual forma los optimistas y los pesimistas. Lo más curioso, sin embargo, es que tanto se inspira en las obras del dramaturgo que la película, sin estar basada en un obra de teatro, peca de construir una puesta en escena sumamente teatral. Limitada a pocos escenarios, con solo cuatro personajes, tranquilamente podría ser teatro filmado. Esto se vuelve notorio desde la primera escena, cuando Juno Temple llega al departamento de su padre, en una secuencia demasiado larga con interpretaciones particularmente exageradas de Jim Belushi y Kate Winslet, que golpean muebles y gritan como si no hubiese sistema de sonido en la sala de cine. Justin Timberlake, que completa el cuarteto protagónico, se distancia con un optimismo y gracia que agrega la única frescura a una película agotadora por la impostada expresividad de sus compañeros. Allen envuelve a estos personajes en una trama de romances y mafiosos que, en su lectura de este teatro americano, resuelve con una crueldad enorme. Ahí aparece el Allen misántropo, que utiliza a sus personajes como avatares de una total carencia de fe en la humanidad. Por vueltas del guion, la desolación absoluta se presenta como la única opción posible. En oposición directa al tono ligero y amable de la narración que cumple el personaje de Timberlake, esta visión del mundo queda como un capricho disruptivo y forzado. Como con los vinos, la calidad de las películas de Woody pueden variar enormemente de año a año, pero siempre las tenemos. Esta llegó picada, pero siempre podemos esperar mejor suerte para la próxima.
Maquinaria pesada A Michael Bay no le importa nada. Es, sin dudas, el más cínico de los directores contemporáneos. Sabe cómo hacer una película que llene las salas y junte guita y eso hace. La evidencia es suficiente para demostrar que no se trata de un director limitado o un inútil de esos que cada tanto logran colarse en la máquina hollywoodense. Su historial académico, las entrevistas a quienes lo conocen, la pericia técnica, algunas ideas visuales que siempre aparecen en sus películas; todo eso está demostrado. El tipo podría hacer cosas buenas de verdad. Pero prefiere el éxito, o la guita, fácil. Y las Transformers, especialmente las ultimas dos, son en ese sentido sus obras máximas. Algo mejoró en la cuarta y en la quinta, es cierto. En principio, dos cosas obvias. Bay modificó a los robots, haciendo a estos más identificables con diseños bien claros y definidos. Ahora se entiende quién le pega a quién, algo imposible de discernir en las primeras entregas de la saga, cuya acción consistía en enormes orgias de piezas mecánicas. En las nuevas están los dos protagonistas y después hay uno que es un samurai, otro con sobretodo y John Goodman. El desarrollo de los personajes sigue siendo inexistente pero al menos no se nos mezclan. Además, Bay hizo una considerable mejora en el departamento de casting, cambiando al opa de Shia Labeouf por el querido Mark Wahlberg y metiendo gente como Anthony Hopkins, Stanley Tucci y Kelsey Grammer en el asunto. Pero lo más significativo que hizo Bay en estas últimas películas fue empezar a robar mejor. Lo que hacen La era de la extinción y El último caballero es copiar elementos de los grandes tanques exitosos de la actualidad (de las Marvel, de las Rápido y furioso) con total impunidad, imitando aquello en la superficie sin intención de calidad alguna. El último caballero expande el “universo” de Transformers (imaginando que tal cosa exista, que hay algún tipo de interés por la coherencia o la continuidad en la saga) en una primera secuencia con el Rey Arturo y Merlín. Ninguno importa, y todos lo sabemos. Bay no hace ningún esfuerzo por caracterizar a Arturo ni a sus caballeros, no sabemos a quién pelea tampoco. La secuencia es espectacular y expone alguna base de la trama (esto último más bien lo supongo, porque seguir la trama de una de estas películas es como querer seguir el trayecto de una montaña rusa). Volvemos al presente, en el que unos chicos invaden una ciudad en ruinas, conocen una chica y son rescatados por Marky Mark. Los chicos, una versión alternativa del elenco de Stranger Things, jamás volverán a aparecer en la película. La chica sí, pero a fines prácticos es como si no estuviera, ya que nunca hace nada. Como con el comic relief (un morocho amigo de Marky Mark), uno sospecha que Bay simplemente se olvidó de decirle que deje de ir al set de filmación y ahí andan, por el fondo, diciendo cosas cada tanto. Todos (la chica, el morocho, los nenes) son piezas que aparecen, cumplen su función precisa en ese momento y ya está. Nada recibe desarrollo alguno, porque lo que Bay busca es solo imitar cosas que vio funcionar en otro lado. Digamos, uno mira Guardianes de la galaxia y se ríe de los chistes de Rocket porque están muy bien escritos y son graciosos, además de sentir compasión al descubrir que los utiliza como coraza, que es un personaje profundamente herido. Bay solo quiere los chistes. Todo lo demás es descartable. En el medio de la película, hay una secuencia de Megatron reclutando personajes como en el comienzo de Suicide Squad (encima mirá de qué lugares roba). Dura unos buenos minutos y presenta a varios enemigos nuevos. Ninguno sobrevive la escena siguiente. De algunos ni siquiera sabemos cómo mueren. Ya está, Bay tuvo su secuencia canchera de presentación de robotitos locos, no sirven más. ¡Next! Ni las escenas supuestamente emotivas se salvan de esto. Bumblebee, el robot favorito del público fiel, carece de voz propia. Se le rompió algún aparatito y solo habla con frases sueltas de películas y series. Cerca del clímax de la película, peleando contra su amigo Prime, la voz regresa milagrosamente para despertar al líder de su trance. El fenómeno no es explicado ni remarcado después. Bay necesitaba insertar un “momento emotivo” y puso eso, con la sequedad y el desinterés dignos de la más fría de las máquinas. Bay, el único autómata verdadero en esta película.
Yo no lo voté En el 2015 Guy Ritchie estrenó The Man from U.N.C.L.E. y muchos nos sorprendimos: resultó ser buena. Después de años haciéndose el piola con su camarita espástica, ralentis innecesarios y diálogos pronunciados a los pedos para que quizás no se notara lo idiota, el tipo fue y dirigió una película encantadora y divertida de verdad. En su momento, al escribir sobre la película, hasta me permití ser optimista por el futuro de su filmografía. Qué iluso. El Rey Arturo: La leyenda de la espada es una nueva adaptación de la leyenda artúrica que, siguiendo la regla máxima del mainstream actual, prepara todo para que sea el comienzo de una saga. Esta necesidad de dejar puertas abiertas para aprovechar en más películas tiene como resultado una buena cantidad de personajes ausentes: no hay Lancelot ni Ginebra ni Morgana, y Merlin es apenas mencionado sin jamás dar la cara. En cierto sentido, es el opuesto de la versión 2004 de Antoine Fuqua, que abordaba la leyenda con algo de realismo histórico y un Arturo ya grande, cansado y con varios de sus caballeros descansando tres metros abajo de la tierra. La de Ritchie narra el origen de Arturo y su camino al trono en un mundo abiertamente mágico en el que los magos fueron prohibidos y el poseedor de Excalibur es casi un superhéroe, lo que sería mucho más entretenido si estuviera dirigida por alguien capaz de filmar escenas de acción en las que se entienda lo que está pasando. La secuencia de Arturo peleando con muchos bichos raros es el mayor ejemplo de este desinterés por todo; una seguidilla de animales atacando al protagonista en que no se entiende cuál es el riesgo ni el orden de los eventos. Ritchie, lamentablemente, repite sus peores vicios. No solo la acción es confusa, la trama es tan caprichosa y desprolija que solo queda preguntarse si habrán utilizado los guiones como algo más que papel higiénico. Hay personajes que uno nunca sabe bien quiénes son (la rubia que botonea), personajes repentinamente presentados a las apuradas en los últimos cinco minutos de película (la hija del Rey malo) y personajes que simplemente desaparecen (el milico interpretado por Roose Bolton). Y, ya con una irresponsabilidad narrativa absoluta, la Dama del Lago aparece un segundo como deus ex sin que nunca se la explique. Todos los personajes son humanos normales, magos o bichos creados por magia, esas reglas del mundo están claras. Pero de repente también hay una señora debajo del agua dando espadas, y ni un puto diálogo que provea de sentido a su aparición. En su campaña por hacer que todo sea más horrible, Ritchie trae a El Rey Arturo: La leyenda de la espada su cariño por los personajes del inframundo criminal y Arturo es acá el líder de una banda callejera con base en un prostíbulo. Es un Arturo con calle, que se hizo desde abajo, mucho más canchero que los caretas de Camelot. Este cambio nos lleva a tener, en lugar de los míticos Sir Gawain o Sir Galahad, a los más mundanos Escurridizo Bill y Sir George (que, como vivimos en un mundo globalizado, es chino). No es por herir los sentimientos de los Bills y Georges de este mundo, pero esta insistencia de la película por insertar en la fantasía épica un costado “del tipo común” interfiere constantemente con cualquier posibilidad de inmersión en el relato. La leyenda del Rey Arturo tiene numerosas fuentes y aún más adaptaciones artísticas. Como todos los mitos, sus formas cambian con el tiempo y los autores. Pero casi todas comparten algo: el respeto por lo que se está contando, la creencia de que esas historias son inmortales. El Rey Arturo: La leyenda de la espadasolo cree en una cosa: que hay guita en las franquicias. Después de todo, no es por nada ese interés de Guy Ritchie por los personajes chantas.
Impriman la leyenda Hambre de poder (¿tanto les costaba poner El fundador?) es la película sobre la fundación de McDonald’s. Ese es el atractivo, el pitch le dirían allá, la idea básica a narrar en que se basa la película. Y si, lo que cuenta es eso, cómo el restaurante creado por dos hermanos (los McDonald) fue explotado y usurpado por un empresario más ambicioso, Ray Kroc, que eventualmente acabaría por adueñarse de todo, incluyendo la historia fundacional. Lo que Hambre de poder hace bien, incluso muy bien, es narrar esta historia sin boludeces. Sí, es una película sobre los límites de la ambición y la crueldad del mundo empresarial y todo eso. Pero son temas secundarios. El principal foco de Hambre de poder es cómo funciona la creación de un mito. Pocas cosas deben ser, aún hoy en día, reconocidas tan globalmente como McDonald’s. En cualquier esquina del mundo saben lo que esa M amarilla y ese payaso significan. Hambre de poder narra la creación de esta marca sin entregarse a lecciones éticas o morales. Ray Kroc es un jodido, pero la película evita juzgarlo o ensalzarlo demasiado; no es más que un hombre gris con una ambición desmedida que encuentra la oportunidad perfecta. Keaton sigue en su etapa “quiero un Oscar” postBirdman, ahora estrenando acento sureño (nada puede ser peor que el de Boston que intentó en Spotlight), pero no molesta tanto al equilibrarse con las dos actuaciones excelentes de Nick Offerman y John Carroll Lynch. Los hermanos McDonald son el alma real de la película, ejes morales, aunque medio ilusos, que sabemos perdedores desde el comienzo. Al no tomar un único bando en la disputa, John Lee Hancock (que hizo Saving Mr Banks, así que le perdonamos todo lo anterior) evita los peligros más obvios de esta historia: sus posibles facilismos y enseñanzas condescendientes. Al final de Hambre de poder aparecen registros de los personajes reales, aunque solo de la parte de Kroc. Quizás no todo lo que vimos haya sido cierto. Pero la película sabe que esto es irrelevante. La historia, sabemos, la escriben los vencedores. Y esto no es un documental, sino una buena historia.
Bigger, stronger, faster Kong: La isla calavera es una película que seguro tildarán con varios de esos adjetivos nefastos que tanto le gusta a la gilada, como “pasatista” o “pochoclera”. Ambos términos nacen de una idea del arte tan ignorante como limitada. La idea sería que hay un cine divertido, pero irrelevante, para comer pochoclo y nada más, supuestamente menor al cine que “te hace pensar”. Hablan de un cine Importante y le buscan El Mensaje. El tiempo, la forma, la imagen, las interpretaciones posibles y las emociones, ni las registran. Allá ellos. Kong: La isla calavera posiblemente sea de lo mejor que se estrene en el año. Las más nueva de las películas con el mono gigante no es exactamente una remake. A diferencia de King Kong (Peter Jackson, 2005), la versión modelo 2017 toma el planteo original (la isla con un simio enorme) y los arquetipos generales de sus protagonistas para armar un relato de aventuras festivo y acelerado. Las diferencias son numerosas: no hay enamoramiento de mono con chica, ni viaje a la civilización (la parte que tiraba abajo a la de Jackson), el equipo de filmación es ahora de científicos y la acción sucede en los 70, apenas terminada la Guerra de Vietnam. La trama es simple, hermosamente simple: un grupo de gente cae en la isla y tiene que llegar al otro punto antes de que se los coman los bichos. Lo que importa es el viaje. Kong: La isla calavera es como su criatura titular: enorme, potente, impredecible. Una película llena de ideas visuales y narrativas, donde cada secuencia tiene su valor propio. La llegada de los helicópteros a la isla y el primer encuentro con Kong es un prodigio de humor y acción. Las bombas al son del rock, la palmera voladora que inicia el combate y las naves de guerra que se convierten en juguetes indican el comienzo de una aventura que se niega a ser atada a ningún género fijo. Con mucho CGI, pero utilizado sabiamente y filmada en locaciones, los lugares y criaturas transmiten la fascinación por ese mundo exótico, virgen y salvaje. Y la secuencia inicial, en el pasado, es un breve relato perfecto que planta la semilla para la aparición del personaje de John C. Reilly, un soldado medio loco que se convierte en el eje humorístico y emocional del film. Todo es un grito ensordecedor de libertad, una película que necesita de la pantalla grande, que no puede contenerse en un televisor. Como el show de Kong en Broadway del relato original, Kong: La isla calavera es un espectáculo con todas las letras, un entretenimiento gigante y novedoso, digno de disfrutar en las mejores condiciones posibles, que hace realidad el potencial del cine para convertirse en el show más grande del mundo.
Fachada Neruda, de Pablo Larraín, es una película, en apariencia, sobre Pablo Neruda. El relato narra la huida de Neruda (Luis Gnecco) a la clandestinidad debido a la persecución del Presidente Gabriel Gonzales Videla, y los esfuerzos del oficial Óscar Peluchonneau (Gael García Bernal) por capturarlo. Como es común en muchos biopics, Peluchonneau es el personaje ficticio que se utiliza para que el espectador se identifique con una mirada externa al personaje famoso. Larraín, sin embargo, busca darle otra vuelta y, entre muchos de los diálogos internos con ínfulas de profundidad que escupe el personaje de Bernal, sugiere que el tal Peluchonneau es un personaje imaginario ideado por el mismo Neruda para crear la épica de su escape. El problema es que este intento de juego entre realidad y ficción no se desarrolla nunca más que en esas pequeñas líneas. De sacar sólo esos breves diálogos, el film no cambiaría en nada, demostrando la superficialidad del ejercicio de Larraín. Su objetivo real es aparentar, pasar por compleja una película prolija técnicamente, pero vacua y pueril. El retrato que hace de la figura del poeta confirma esto. Larraín crea un Neruda putañero, vanidoso y pasional sumamente obsesionado consigo mismo que recorre fiestas y cabarulos recitando siempre un mismo poema. Quizás Pablo haya sido así, quizás no, el problema no es uno de fidelidad a la persona real, sino de representación. Lejos de cualquier posible humanización, de cualquier escala de grises, lo que Larraín logra es la caricatura del mito derribado, el estereotipo de un “retrato irreverente”. Esta creación, sumada al discurso vacío centrado en el personaje del policía, simulan la presencia de un film importante, con cosas para decir, que no teme desafiar la imagen de una gran figura. Pero al estar tan mal disfrazadas, solo revelan las verdaderas intenciones de Larraín: la búsqueda del aplauso, la ovación en algún festival, el reconocimiento del público sofisticado. No está equivocado Peluchonnaeu cuando duda de su propia existencia, solo le erra en el alcance de su teoría. No existe el personaje, porque acá tampoco hay una película.
Quién te quita lo bailado Dicen por ahí que el musical está muerto. Que ahora solo queda mirar al finado de lejos, contar sus anécdotas y comentar el trabajo del embalsamador. El consenso parece ser que, como con otros géneros clásicos, el tiempo del musical es el ayer, que solo queda un recuerdo estéril. Y sin embargo se mueve. La La Land es una película que fluctúa entre la nostalgia y la felicidad absoluta. Es un musical que respeta las reglas y formas del musical clásico, al igual que, como los musicales modernos, se pregunta cómo seguir adelante. El acto que abre la película deja bien en claro esta dualidad entre clasicismo y modernidad: por un lado evoca la grandiosidad y los colores de los musicales de la época de oro, pero a su vez los personajes no bailan realmente, sino que corren, saltan como en el parkour y andan en skate. La escena, técnicamente impecable, es una forma del director de empezar diciendo: “confíen en mí, sé lo que hago”, con un largo y complejo plano secuencia en medio de una autopista, pero que también es un primer planteo de este doble eje de un film con un pie en el pasado y otro en el presente. Las citas a otros musicales son numerosas, pero no entrometidas, guiños al pasar que no entorpecen los discursos del film. Una de las reglas del musical que realmente cree en el género es que los momentos musicales suceden en las partes relevantes de la trama, en los nudos del relato. La novicia rebelde y Chicago, por ejemplo, son películas que rompen con esto porque no creen en el género, no usan la música más que como adorno. Todo lo importante se resuelve en escenas habladas; las canciones, desde un punto de vista narrativo, les sobran. La La Land cumple con esta regla de oro, pero además de un modo muy preciso. Las canciones solo surgen cuando los personajes están esperanzados, ya sea cuando se enamoran al costado del camino, en la primera cita en el Planetario, o cuando Mia (Emma Stone) finalmente presencia una audición con posibilidades de éxito. Para La La Land, el musical solo puede funcionar como vía de escape, como tierra de los sueños y de las fantasias. Y por eso el último número musical es la mayor de las fantasías, la de una historia sin conflictos, el refugio definitivo. No faltó gente que acusó a la película de reaccionaria por, supuestamente, bastardear el pop. Sin embargo, caen en el error de confundir las ideas del personaje con las del film. Cuando Sebastian (Ryan Gosling) toca en una banda covers de los ‘80, el humor no proviene de burlarse de esa música (un tema incluso abre la escena mucho antes de cualquier chiste), sino de saber lo que Sebastian opina de esa música. Más adelante, cuando termina tocando en una banda popular, la canción compuesta para el film es buenísima, e incluso podemos ver como Sebastian disfruta del recital (a diferencia de la banda de covers). No poco del encanto del film se debe a la elección del dúo protagónico. La química entre ambos, que ya habíamos visto en Loco y estúpido amor, sigue intacta. Stone, con esa mirada capaz de derretir amianto, baila y canta, llora y ríe sin errarle a una nota. Gosling, otrora intento de galán monofacético, encuentra una vez más (como el año pasado en Dos tipos peligrosos) la libertad de demostrar sus dotes para el humor. El romanticismo de Seb, su fanatismo obsesivo por el jazz, se vuelven herramientas para grandes chistes desde el gesto y entonación. La escena en la que toca “I Ran” o esa dificultad para siquiera pronunciar la frase “odias el jazz”, entre muchas otras, lo confirman como un actor con la obligación ética de dedicarse a la comedia. Como la mayoría de los musicales, La La Land trata sobre los artistas y su relación con el arte, con el costo personal de su dedicación. Sebastian y Mia son soñadores. Ella intenta pegarla como actriz, aunque de chica soñaba también con escribir; él quiere abrir un club de jazz. Mia camina por la ciudad cuando la música de Seb la conquista, en un caso de amor a primer oído. Ambos se enamoran de la pasión del otro, mientras hablan de prevenir la muerte prematura del jazz y de las actuaciones infantiles de Mia con su tía. Toda la relación está sostenida por el amor de los dos por el arte. Su primer beso es en el Planetario, pero la cita era en el cine y solo se les ocurre ir allí después de verlo en la pantalla grande. Recién al enamorarse, ella retoma la escritura y él busca la forma práctica de alcanzar el capital necesario para el club. Cuando se distancian es porque el fracaso de la obra derrota emocionalmente a Mia y no por razones personales (ella ni le recrimina haberse perdido la función) y la posterior reconciliación consiste de Seb tratando de convencerla de volver a Los Ángeles para una audición. Sus vidas se rigen por su amor a la vocación, y por eso, finalmente, no pueden continuar como pareja. Ninguno puede ser completamente devoto al otro sin descuidar su pasión, razón por la que se enamoraron en un principio. La pareja, como el musical clásico, tuvo sus grandes momentos de gloria y ahora alcanza su final. Pero eso no significa que no haya sido hermoso, una victoria enorme digna de atesorar. Eso es la sonrisa cómplice del último plano, la mayor sabiduría del film: el conocimiento de que el final de un viaje no borra el camino recorrido y que la felicidad, incluso cuando es fugaz, sigue siendo felicidad.
Muerto al llegar Desde que Super Mario Bros se estrenaba en 1993, la historia de las adaptaciones de videojuegos al cine viene complicada. En las primeras, quizás, era esperable que los resultados no fuesen óptimos, tratando de adaptar juegos no narrativos como Mortal Kombat o Street Fighter (que sí, tenían historias atrás, pero eran principalmente sobre tipitos pegándose). Pero conforme los videojuegos fueron avanzando tecnológicamente, también lo hicieron desde la narrativa. Hoy en día, sus tramas y formas imitan cada día más al séptimo arte, al punto de haber juegos en los cuales el jugador puede pasar largos ratos viendo escenas sin “jugar” nada, y no son pocas las sagas extensas que siguen creciendo y complejizando con cada entrega. En este escenario, uno podría suponer que las adaptaciones al cine fueron mejorando. Pero supondría mal. Tal vez la única excepción sean las Resident Evil, que llega este año a seis películas, todas comercialmente exitosas. Pero las Resident Evil son también otro tipo de excepción, en tanto son las únicas que se entregan completamente, sin tapujos, al exceso visual y lúdico, incluso mucho más que los propios videojuegos en los que se basa. En todos los otros casos, desde Wing Commander hasta Warcraft, el resultado del salto a la pantalla grande fue desastroso. Assassin’s Creed es una saga enorme, con más de una docena de juegos a los que se les suman cómics, novelas y hasta enciclopedias. A grandes rasgos, narra la lucha eterna entre dos bandos, los Templarios y los Asesinos. Ambos buscan reliquias de una civilización pre-humana, a través de una tecnología que permite revivir recuerdos de los antepasados de uno, porque aparentemente ningún grupo era propenso a dejar las cosas anotadas. En cada juego uno visita un periodo histórico distinto, y va matando gente y conociendo figuritas famosas mientras salta de techo en techo. La película toma esta premisa pero arma su propio relato. En este caso, el periodo histórico elegido es España en 1492, plena Inquisición. Los momentos que transcurren allí, la razón de ser de la saga, son bastante irrelevantes y se reducen a escenas de acción mal filmadas, esas en las que abundan los planos cerrados y el movimiento sin criterio alguno y uno nunca sabe quién le pegó a quien. Esas son las partes buenas. El film deja en claro que está más preocupado por armar las bases para futuras entregas, el gran mal de mucho cine hollywoodense de nuestros tiempos. En el presente, el personaje de Fassbender (descendiente de Asesinos) se ve atrapado por una corporación (la nueva cara de los Templarios) para descubrir la ubicación de la Manzana del Edén, que esconde los secretos sobre, escuchate esta, el gen del libre albedrío. O algo asi. Exactamente por qué sucede todo es bastante difícil de descifrar: si bien sobran diálogos explicativos, todos los personajes hablan en refranes idiotas y frases de esas que no dicen nada pero suenan como que esconden grandes verdades. Todo el film parece guionado por alguien sumamente estúpido que escribió las líneas y luego fue reemplazando palabras con un diccionario de sinónimos. Uno entiende el lenguaje que los personajes hablan, pero es casi imposible dilucidar qué carajo están diciendo. Sus acciones no ayudan, y las motivaciones de Sofía (Marion Cotillard) viajan por una montaña rusa llena de emociones en el camino a convertirla en la antagonista de la franquicia. Jeremy Irons y Charlotte Rampling cumplen el requisito de “figura con prestigio” con el estoicismo de quien no entiende una mierda de lo que sucede excepto los dígitos en el cheque. Es paradójico que juegos que tratan de emular tanto el cine sean luego adaptados con tal desprolijidad narrativa, pero Assassin’s Creed continúa esa tendencia, algo que ni siquiera la involucración directa de la compañía del juego, también productora del film, pudo evitar. Esta experiencia, como sucedió con Warcraft, demuestra que a veces es mejor dejarle hacer las cosas a los que saben.
¿Por qué odias mis trenes, Señor? Es ley (cinematográfica): el atractivo de toda catástrofe aumenta si sucede en un tren. Desde sus comienzos, el cine se lleva bien con los trenes. La historia de su relación va desde los albores con los Lumiere, Asalto y robo de un tren y El Maquinista de la General, hasta joyas recientes como Imparable y Snowpiercer. Sin dudas, el tren es el medio de transporte más cercanamente ligado a la pantalla grande. Sabemos que el cine es el arte del movimiento (no les dicen motion pictures por nada) y la aventura en el tren, a su vez espacio y transporte, es el movimiento en movimiento. Otra sería la historia del cine sin las persecuciones por techos, los túneles que se acercan, los saltos entre vagones y los personajes agarrados de las barandas a punto de hacerse tortilla contra el suelo. Aunque en su momento películas como The Host (Gwoemul, 2006), de Bong Joon-ho, y El Tiempo (Shi Gan, 2006), de Kim Ki-duk, estrenaban comercialmente en el país, hoy son muy raras excepciones las surcoreanas que llegan a los cines, excepto gracias al anual Han Cine – Festival de Cine Coreano en Buenos Aires. Train to Busan, que acá logra un nuevo récord en la historia del titulado perezoso y se estrena como Invasión Zombie, pone a los muertos vivos sobre rieles y confirma que la industria de Corea del Sur sigue siendo la que mejor entiende y sabe adaptar los géneros americanos. Con paciencia y trazos precisos, Train to Busan presenta sus personajes mientras va agarrando envión hasta la explosión del conflicto. El padre ausente, el empresario egoísta, los jóvenes enamorados, el marido protector (interpretado por el gran Ma Dong-seok, uno de esos secundarios que nunca fallan y que toda industria necesita tener) y la embarazada son arquetipos que, como tales, funcionan comprendiendo, por actor y director a la vez, que se trata de individuos independientes y singulares. Este respeto clave por sus personajes es quizás algo obvio que el cine que intenta emular los géneros suele olvidar. Yeon Sang-Ho, director hasta ahora de films animados (uno de ellos, una precuela a este film, titulada Seoul Station) comprende que todo se cae si los personajes no importan, y les da el espacio necesario a todos, desde el protagonista hasta ese conductor con el profesionalismo del héroe clásico, para existir más allá de las configuraciones del rol que les ha tocado. Y comprende a la perfección los códigos genéricos, el juego con los espacios y momentos, con las puertas automáticas, el vagón que queda en el medio lleno de zombies y la estación con los soldados esperando, haciendo del viaje a Busan otra aventura a pleno movimiento llena de sustos y acción en cada parada.