En la película precedente el director australiano Justin Kurzel (Macbeth) había hecho un buen film con el sustento literario de Shakespeare; en esta ocasión la genealogía no es literaria; el film se inspira en un videojuego. Pero el problena de esta mecánica película oscurantista no está en su origen sino en su perezosa traducción cinematográfia y escasa eficiencia narrativa
El libre albedrio, el misterioso concepto que siempre ha obsesionado a teólogos, filósofos y científicos, es el hilo conductor de este relato fantástico basado en un videojuego en el que los templarios luchan contra los del credo de los Asesinos. Los primeros creen que deben velar por la paz controlando el espíritu de los hombres; los segundos asumen también esa misión pero ven necesaria la preservación del libre albedrio.
En el film, los dos bandos vienen luchando desde tiempos de la Inquisición. La manzana del Edén es el objeto en disputa, talismán metafísico que contiene el ADN del libre albedrio. Dado el fracaso de la humanidad de valerse por sí misma, ya en nuestro tiempo los templarios, con sus semblantes de CEO, entienden que es hora de regular la conducta de los hombres. Para eso necesitan dar con el paradero de la manzana sacrosanta.
Un asesino que acaba de morir en una sofisticada cámara estatal para ejecutar reos es revivido por una científica, hija de uno de los líderes de los templarios. El resucitado lleva en los genes a un legendario representante de la Inquisición, y gracias a una máquina llamada Animus podrá recuperar la memoria de ese antepasado. El objetivo: la manzana.
La objeción inmediata de cuestionar el film por su genealogía es un sofisma; de hecho la trama del videojuego podría ser el inicio de un texto de Bertrand Russell o Chesterton. La metafísica es siempre una aventura vertical cuya irremediable obsesión con el pasado puede despertar la imaginación literaria o cinematográfica. El problema del filme de Justin Kurzel es otro: carece de libertad y obedece dócilmente a los “templarios” que imponen el determinismo estético que guía a productos de esta naturaleza.
No hay aquí una escena que no se parezca a tantas otras que han existido desde el día en que en estos menesteres el cine digital sustituyó al analógico. Los ralentís constantes, las coreografías de lucha que cruzan artes marciales con esgrima, los planos cenitales que sobrevuelan las tropas en combate simulan un espectáculo de goce cinético. ¿Qué decir del repertorio de acrobacias imposibles que tienen a cargo los personajes? Paradoja digital: todo luce verosímil y casi siempre falso; una auténtica proeza física de Harold Lloyd tiene más gracia que cualquier movimiento de Michael Fassbender.
En el film desfilan intérpretes notables: Jeremy Irons, Brendan Gleeson y Charlotte Rampling tienen roles secundarios pero esenciales, aunque dada la didáctica monosilábica del relato, sus apariciones confirman la buena dicción del inglés y la economía de gestos de todos ellos para salir airosos de un filme que no los merece.
La última gran película reciente sobre el tema del libre albedrio fue una con Tom Cruise llamada Al filo del mañana. El espectáculo no siempre es bobo.