Cuestión de peso.
Es raro encontrar una película que sea pura superficie, y lo digo corriéndome de ese lugar común tan arcaico como insostenible que propone dividir al arte en forma y contenido, como si uno fuese el envoltorio accesorio del otro. No, Astroboy es superficial en un sentido feliz, celebratorio. La película de David Bowers es una verdadera fiesta de texturas coloridas y brillantes que acaban por conformar una experiencia placentera y sinuosa, resbaladiza en los términos más físicos posibles. Para empezar, Astroboy no propone ninguna clase de lectura en clave: desde las ambiciones desmedidas del presidente Stone y el uso que hace del ejército para sus fines personales hasta el discurso que se esboza sobre la familia y la pobreza pasando por un burdo intento de ecologismo, todo está a la vista y no es necesario andar disparando interpretaciones ni nada que se le parezca para encontrar algún mensaje cifrado detrás de la historia. Me van a decir que la simpleza narrativa de Astroboy puede explicarse por el hecho de ser un producto pensado para un público mayormente infantil, pero yo prefiero creer que la sencillez y transparencia de la película son decisiones de orden estrictamente cinematográfico (y de paso no menospreciamos a los espectadores jóvenes). Incluso pareciera haber un rechazo por todo aquello que represente un peso en términos de significación, por eso los personajes, incluso en sus momentos de crisis más marcados, nunca alcanzan picos emocionales, sino que todos se mueven en un registro más bien intermedio, como si la tensión trazara, antes que una pirámide (como ocurre en los relatos tradicionales), una meseta: la muerte de un hijo, el rechazo de un padre, el reencuentro de una familia, todo está contado con potencia pero sin llegar nunca a un exceso dramático. Ese escaparle a todo aquello que pueda sepultar a la historia bajo el lastre de la seriedad prácticamente se vuelve una declaración de principios en la escena en que a Astro le dan algunos libros para que lea, entre los que figuran un volumen con dibujos y planos de Leonardo y La crítica de la razón pura: después de abandonar rápidamente la lectura de Kant (filósofo denso y sobrecargado como pocos) el chico robot va a terminar cortando las hojas para reconstruir las máquinas voladoras de Da Vinci, creaciones livianas que se sostienen en el aire con gracia y elegancia. Un poco como esos avioncitos y primitivos helicópteros de papel, los momentos de mayor intensidad en la película van a ser aquellos en los que Astro despegue por el aire y se desplace a grandes velocidades, ya sea para combatir a un enemigo gigante o para escapar de los soldados que lo quieren capturar, siempre veloz, liviano, desafiando con facilidad cualquier gravedad posible, como si el robot quisiera poner en entredicho a Newton (no es de extrañar que el mayor némesis de Astro se llame Stone, cuyo nombre sugiere una pesadez rocosa). Es en esas escenas cuando la película adquiere su brillo máximo, donde las texturas de robots, edificios y demás creaciones humanas se confunden en un frenesí de colores y vértigo y la mirada resbala de un punto a otro del plano sin otro goce que el de recorrer placenteramente la superficie de las cosas. Como su protagonista, Astroboy hace de la agilidad y la ligereza sus armas más eficaces.