Cuando el terror está en buenas manos
El opus 3 de Rugna evita los lugares comunes y la intención paródica para abocarse a una construcción narrativa efectiva y un uso del gore que no es por mero regodeo. Las actuaciones terminan de redondear una película que hace honor a un género a menudo bastardeado.
“Leí su libro”, le dice una especialista en fenómenos paranormales a un colega. “Estaba muy bien encuadernado”. Es el único momento humorístico de Aterrados, una película de terror decidida a expurgar toda ironía metalingüística, todo efecto paródico, toda derivación demasiado evidente, la clase de autorreferencias sobre las cuales se edifica buena parte del terror contemporáneo. Los mejores exponentes recientes, sin embargo (Los huéspedes, La bruja, Un lugar en silencio) se deshacen de esos tics para volver a concentrarse en la paciente construcción de la historia, ladrillo por ladrillo. Algo semejante hace Aterrados, opus 3 en solitario de Demián Rugna (Haedo, 1979), quien además codirigió junto a Fabián Forte el film en episodios ¡Malditos sean! (2011), uno de los mejores logros del cine de terror argentino en los últimos años. Aterrados confirma a Rugna –cuya previa No sabés con quién te estás metiendo, esa sí una comedia negra barrial, también tenía más altos que bajos– como uno de los escasos nombres a seguir dentro del cine argentino de género, que en 9 de cada 10 casos parece hecho por adolescentes tardíos, deseosos de emular a sus ídolos.
Ejercicio narrativo antes que una historia del todo redonda, Aterrados trabaja sobre dos embriones de relato, ubicados a ambos lados de una calle que recuerda los barrios residenciales de películas como Noche de brujas o Scream. Es que algunos rincones de la zona Oeste se parecen a otros del interior estadounidense. De un lado de la calle, el morador de una casa ve, o cree ver, presencias que no son de este mundo pero parecen estar ahí, en algún doble fondo detrás de las paredes. Del otro lado de la medianera, su vecina oye voces amenazantes, para desesperación de su marido Juan (Agustín Rittano), que en algún momento irá a parar a la cárcel, por motivos que no conviene develar. En la cárcel recibe la visita de tres especialistas en fenómenos paranormales, que terminarán investigando esas presencias con un equipamiento digno de Actividad paranormal. De paso investigarán también otra presencia de origen muy distinto, pero tampoco propia de este mundo (éste es el segundo cuento de Aterrados). Se trata del hijo de una vecina (Julieta Vallina), que cuatro días después de haber sido atropellado por un ómnibus volvió a casa. No hay más ligazón entre este niño que despide un fuerte olor y los seres de la vereda de enfrente que una escena que los vincula, haciendo pensar que en ese barrio están pasando demasiadas cosas raras.
Ya se sabe que el terror es, por excelencia, el género que más se expone al sarcasmo, pero mientras la película en cuestión despierte tensión genuina, nervios y sustos, las costuras de guión importan poco. Aterrados lo hace, con la ventaja de la mesura y la dosificación, y el plus, esencial, del cuidado puesto por Rugna en la narración visual, entendida ésta como un encadenamiento de secuencias de adecuada progresión, constituidas por planos precisos, bellos y elocuentes.
Sofisticadamente fotografiada con abundantes filtros de color y en clave baja por Mariano Suárez, brillantemente musicalizada por el propio Rugna (en un plan más orquestal que su colega John Carpenter) y editada con filo por Lionel Cornistein, éste último se luce junto a Marcos Berta en los efectos visuales y especiales. El primero de ellos, una figura visual novedosa en el género, pone los pelos de punta, a partir de una idea semejante a la de El exorcista: la de una mujer manejada como un títere por una presencia invisible, que en este caso la hace golpearse sangrientamente contra una pared.
Rugna utiliza el gore en estricta función dramática, sin hacer de él un festival en sí mismo. Y recurre a ciertos tropos que no por clásicos pierden eficacia: la puerta que se abre lentamente, estirando los nervios del espectador, el juego con las zonas vacías del plano –la ventanilla de un auto, el detrás de una pared– y el desenfoque del fondo cuando asoma en él una figura monstruosa, que luego entrará en foco. El efecto sorpresa sostiene un gran momento, cuando en medio de una plácida conversación unas manos tuberosas entran en cuadro a gran velocidad y con nefastas consecuencias. El realizador pone atención también al rubro actoral, tradicionalmente descuidado en el género. Actores conocidos –Elvira Onetto como investigadora paranormal, Julieta Vallina como madre trágica, Maxi Ghione como comisario asustadizo ante lo sobrenatural– alternan con otros menos. Entre éstos se lucen particularmente el nombrado Rittano y, sobre todo, Norberto Gonzalo, solidísimo como otro de los cazafantasmas en serio.