Sin temor a tomar como disparadores situaciones y arcos argumentales que vienen replicándose en la escena del género, Aterrados logra ser una propuesta original dentro del terror local, cargando sobre sus hombros, gracias a una expectativa generada por una eficaz repercusión, la titánica tarea de imponer una nueva vara para producciones de este tenor.
El terror despierta más fanatismo y consumismo cultural que otros géneros. Sin ir más lejos, y para no abusar de ejemplos internacionales, en nuestro país existen diversos festivales abocados a producciones del estilo, existen concursos que buscan y premian obras de ese tipo y hay eventos que le rinden homenaje a su imaginario. Como todo lo que en primera instancia resulta subestimado, el terror terminó generando un laboratorio de realización y exposición más que interesante.
El costado sombrío es que el terror no está exento de ser tierra fértil para mercenarios que se aprovechan de los declarados fans que no pueden negarse frente a premisas ya desgastadas, siempre con la esperanza de que haya una vuelta de tuerca novedosa o un punto de vista innovador, dando por resultado un panorama que arroja más decepciones que aciertos.
Por suerte el terror gesta también una rebeldía consensuada y honesta, muchas veces ligada a la posibilidad de formar parte desde la poca inversión, la autogestión, el ingenio, el margen. Siempre desde la pasión de entender códigos, disfrutarlos, subvertirlos. En Argentina hay realizadores independientes que han logrado imponer su voz con frescura y haciendo alarde de una gran creatividad a la hora de plantear una historia o bien resolver cuestiones técnicas con presupuesto reducido.
Demián Rugna tiene un extenso curriculum dentro del género, cosechó premios y menciones tanto locales como en el exterior, y Aterrados, su nueva apuesta, llega a los cines luego de arrasar en festivales. No es difícil entender, entonces, que despierte, entre el público y realizadores afines, un particular interés.
Blumeti (Agustín Rittano) fue testigo de la muerte de su esposa en un episodio sobrenatural. Nadie cree en sus declaraciones y está preso, culpado de un crimen que no cometió. Su única esperanza son tres investigadores paranormales que se proponen ayudarlo: creen en su versión de los hechos y confían en que pueden conseguir evidencias que lo liberen de su injusta condena. Para eso deberán buscar el origen de esa oscura fuerza que pareciera haberse adueñado del vecindario. Sí, porque lo que Blumeti presenció es sólo una de las tantas formas que lo extraño adquirió para materializarse: desapariciones inexplicables, susurros que brotan burbujeantes del desagüe, muebles que se mueven solos y muertos regresando a la vida son otras de las cosas que suceden en ese ya nada tranquilo barrio.
Los investigadores estarán acompañados por Funes (Maximilano Ghione), un comisario con problemas de salud que está a punto de retirarse y que no puede menos que admitir que hay algo aterrador en lo que está sucediendo. Es en este personaje que se encuentra uno de los pilares de Aterrados. Funes tiene miedo, no puede ser escéptico aunque se nota que es lo que más desea, se ve obligado a creer y presenciar, y es su confusión, su horror ante lo innegable, lo que nos sirve de puente empático.
Stephen King escribió alguna vez que hay dos géneros difíciles por excelencia y definición: la comedia y el terror. ¿Por qué? Fácil: la comedia mal hecha da miedo y el terror poco eficaz causa risas.
Refuerzan la teoría del rey del terror la cantidad de parodias a largometrajes cuyo motivo principal era asustar. Hay en ese oscuro espacio simbiótico un conflicto de voces, muchas que leen apenas la superficie de una búsqueda ulterior, dejando de lado otras perspectivas, quizás las que intentan exponer un sentimiento legítimo tan válido como cualquier otro: a veces un buen humor exaltado, a veces una parálisis al recordar que el mundo sigue siendo un misterio.
¿Qué se esconde tras esa relación entre las risas y los gritos?
El terror, lo fantástico, apela a una conciencia niña, menos analítica, por tanto menos corrompida, donde el temor es real. La adultez implica reírse del miedo no racional. O enloquecer en el proceso. Entre la turbiedad y la inocencia se erige la piedra angular de este sentir tan contemporáneo y ancestral. Y Aterrados lo sabe.
El verosímil del terror busca, de un modo u otro, desarticular un sistema de creencias, no desde la carcajada cínica sino desde el escalofrío profundo. Dentro de este panorama, Aterrados marca una diferencia, significa un alto en el camino: está nutrida por el presente del género, tiene sus mismos puntos débiles a la vez que logra hacer buen uso de sus virtudes conquistadas. Por sobre todo: no da risa. Nos obliga, con un trabajo de arte y fotografía que terminan de generar el clima adecuado, a tomarla en serio. No hay abusos de golpe de efecto, más bien una apuesta que explora el miedo más primitivo, que no olvida que debajo de la cama o adentro del placard siguen siendo lugares peligrosos.
El terror está vivo y se manifiesta tentador, incluso a veces como trinchera discursiva contra la solemnidad, apostando al buen entretenimiento y la causa. La meta del terror no es sólo asustar, sino generar más terror. Aterrados lo logra, plantea un universo atractivo, rico, versátil, genera tensión, resuelve situaciones con buen pulso, habla de un entendimiento del susto y el drama, aún con sus defectos: hay algunos cabos sueltos y la profundidad de una subtrama, que nos sirva de hilo conductor mientras las experiencias ectoplasmáticas se multiplican, se desdibuja pero sin nunca expulsarnos de la película.