Con contundencia visual y una poética más que efectiva, Respirar, coproducción argentino-uruguaya, habla de una crisis donde morir en sueños se entremezcla con los sueños que se mueren creando un remolino que se traga a su protagonista y la lleva a sofocantes profundidades. Respirar se estrena en nuestro país al tiempo que el debate por el aborto seguro, legal y gratuito se encuentra en un punto alto de visibilización y en plena efervescencia, por lo que su disparador, de por sí, resulta interesante al exhibir el trato que, ya desde lo burocrático, el tema tiene en otras partes del mundo. Como cuenta su director, Javier Palleiro: “En Uruguay, desde 2012, es posible abortar de forma segura. El proceso no es sencillo. Requiere de tres consultas previas con ginecólogos, trabajadores sociales y psicólogos (…) Desde su puesta en práctica, no se registraron muertes de mujeres por esta causa. Tampoco aumentó la cantidad de abortos en el país. El debate sobre este tipo de leyes, muchas veces, se desvía del tema central: garantizar derechos humanos.” Respirar resulta sólida porque logra no desviarse, elige dimensionar un conflicto delicado haciendo énfasis en el proceso que humanamente implica. Julia (María Canale) descubre que espera un hijo de su ex marido. La trascendencia del qué hacer frente a esa situación la embarca en una búsqueda de significancia de su propio existir: la relación con su familia (su padre), los parámetros sociales e idealistas del amor, nuestro entendimiento de nosotros mismos, la culpa y el miedo a lo desconocido. Todo puesto en jaque frente a la inminente necesidad de renovar el oxígeno vital que permita la subsistencia. Respirar nos viene a recordar que en los momentos bisagra, algo tan sencillo como recargar los pulmones se vuelve una tarea compleja: el tiempo apremia, la desesperación se abre paso. De pronto pareciera que ya no estamos preparados ni siquiera para lo que antes hacíamos sin pensar, nos volvemos inexpertos. Canale logra desbordarse sin exceder los límites de su personaje. No es heroína ni anti-heroína, sostiene una vulnerabilidad que no nos tienta a juzgarla (aún cuando ella misma sabe cuán juzgables son algunas de sus decisiones) sino que busca hacernos carne la difusa perspectiva generada cuando se suceden los quiebres, las rupturas. Respirar se convierte en una experiencia que ahoga, planteando con sutilezas las presiones que el entorno impregna sobre el carácter y las decisiones que deberían ser personales. Julia lucha contra sus propios paradigmas y se deconstruye acto tras acto, no respondiendo con una épica sobreimpuesta a la revelación, sino siendo profundamente consciente de sus inseguridades, de su sentir angustiante y claustrofóbico. Se entrega a su instinto, a sus impulsos. Su cordura tambalea. Se adentra en sí misma para intentar alcanzar la tan ansiada superficie, mientras que el agua que inunda sus sueños se filtra en la realidad. Respirar está regada de un simbolismo explícito y simple que resulta equilibrado por constante y termina siendo enriquecedor.
Sin temor a tomar como disparadores situaciones y arcos argumentales que vienen replicándose en la escena del género, Aterrados logra ser una propuesta original dentro del terror local, cargando sobre sus hombros, gracias a una expectativa generada por una eficaz repercusión, la titánica tarea de imponer una nueva vara para producciones de este tenor. El terror despierta más fanatismo y consumismo cultural que otros géneros. Sin ir más lejos, y para no abusar de ejemplos internacionales, en nuestro país existen diversos festivales abocados a producciones del estilo, existen concursos que buscan y premian obras de ese tipo y hay eventos que le rinden homenaje a su imaginario. Como todo lo que en primera instancia resulta subestimado, el terror terminó generando un laboratorio de realización y exposición más que interesante. El costado sombrío es que el terror no está exento de ser tierra fértil para mercenarios que se aprovechan de los declarados fans que no pueden negarse frente a premisas ya desgastadas, siempre con la esperanza de que haya una vuelta de tuerca novedosa o un punto de vista innovador, dando por resultado un panorama que arroja más decepciones que aciertos. Por suerte el terror gesta también una rebeldía consensuada y honesta, muchas veces ligada a la posibilidad de formar parte desde la poca inversión, la autogestión, el ingenio, el margen. Siempre desde la pasión de entender códigos, disfrutarlos, subvertirlos. En Argentina hay realizadores independientes que han logrado imponer su voz con frescura y haciendo alarde de una gran creatividad a la hora de plantear una historia o bien resolver cuestiones técnicas con presupuesto reducido. Demián Rugna tiene un extenso curriculum dentro del género, cosechó premios y menciones tanto locales como en el exterior, y Aterrados, su nueva apuesta, llega a los cines luego de arrasar en festivales. No es difícil entender, entonces, que despierte, entre el público y realizadores afines, un particular interés. Blumeti (Agustín Rittano) fue testigo de la muerte de su esposa en un episodio sobrenatural. Nadie cree en sus declaraciones y está preso, culpado de un crimen que no cometió. Su única esperanza son tres investigadores paranormales que se proponen ayudarlo: creen en su versión de los hechos y confían en que pueden conseguir evidencias que lo liberen de su injusta condena. Para eso deberán buscar el origen de esa oscura fuerza que pareciera haberse adueñado del vecindario. Sí, porque lo que Blumeti presenció es sólo una de las tantas formas que lo extraño adquirió para materializarse: desapariciones inexplicables, susurros que brotan burbujeantes del desagüe, muebles que se mueven solos y muertos regresando a la vida son otras de las cosas que suceden en ese ya nada tranquilo barrio. Los investigadores estarán acompañados por Funes (Maximilano Ghione), un comisario con problemas de salud que está a punto de retirarse y que no puede menos que admitir que hay algo aterrador en lo que está sucediendo. Es en este personaje que se encuentra uno de los pilares de Aterrados. Funes tiene miedo, no puede ser escéptico aunque se nota que es lo que más desea, se ve obligado a creer y presenciar, y es su confusión, su horror ante lo innegable, lo que nos sirve de puente empático. Stephen King escribió alguna vez que hay dos géneros difíciles por excelencia y definición: la comedia y el terror. ¿Por qué? Fácil: la comedia mal hecha da miedo y el terror poco eficaz causa risas. Refuerzan la teoría del rey del terror la cantidad de parodias a largometrajes cuyo motivo principal era asustar. Hay en ese oscuro espacio simbiótico un conflicto de voces, muchas que leen apenas la superficie de una búsqueda ulterior, dejando de lado otras perspectivas, quizás las que intentan exponer un sentimiento legítimo tan válido como cualquier otro: a veces un buen humor exaltado, a veces una parálisis al recordar que el mundo sigue siendo un misterio. ¿Qué se esconde tras esa relación entre las risas y los gritos? El terror, lo fantástico, apela a una conciencia niña, menos analítica, por tanto menos corrompida, donde el temor es real. La adultez implica reírse del miedo no racional. O enloquecer en el proceso. Entre la turbiedad y la inocencia se erige la piedra angular de este sentir tan contemporáneo y ancestral. Y Aterrados lo sabe. El verosímil del terror busca, de un modo u otro, desarticular un sistema de creencias, no desde la carcajada cínica sino desde el escalofrío profundo. Dentro de este panorama, Aterrados marca una diferencia, significa un alto en el camino: está nutrida por el presente del género, tiene sus mismos puntos débiles a la vez que logra hacer buen uso de sus virtudes conquistadas. Por sobre todo: no da risa. Nos obliga, con un trabajo de arte y fotografía que terminan de generar el clima adecuado, a tomarla en serio. No hay abusos de golpe de efecto, más bien una apuesta que explora el miedo más primitivo, que no olvida que debajo de la cama o adentro del placard siguen siendo lugares peligrosos. El terror está vivo y se manifiesta tentador, incluso a veces como trinchera discursiva contra la solemnidad, apostando al buen entretenimiento y la causa. La meta del terror no es sólo asustar, sino generar más terror. Aterrados lo logra, plantea un universo atractivo, rico, versátil, genera tensión, resuelve situaciones con buen pulso, habla de un entendimiento del susto y el drama, aún con sus defectos: hay algunos cabos sueltos y la profundidad de una subtrama, que nos sirva de hilo conductor mientras las experiencias ectoplasmáticas se multiplican, se desdibuja pero sin nunca expulsarnos de la película.
Década de los ’90: se instaura un nuevo orden mundial y Cuba sufre un bloqueo que la priva de combustibles y electricidad. Las cosas allí cambiaron para peor. Ese es el contexto que el director colombiano utiliza en Candelaria para contar una peculiar historia de amor donde la tercera edad, sus deseos y sus incertidumbres frente a lo que se viene, son protagonistas. El ambiente sesgado de esperanzas se ve reflejado en el devenir diario de los sexagenarios Candelaria (Verónica Lynn) y Víctor Hugo (Alden Knight). Ambos combaten la crisis con idénticas muestras de hidalguía y resignación. Ella trabaja como parte del plantel de limpieza de un hotel y canta por las noches en un bar, alistada con brillantes vestidos que alquila a compañeras abusivas. Él recorre las calles en su bicicleta, afectado por una tos seca que lo dobla, lo vuelve vulnerable, busca changas, trabaja en una fábrica donde apenas gana para llevar la comida a la mesa, revende tabaco que roba a sus superiores. Hay en ellos un desgaste evidente, la ausencia de un horizonte positivo hace que el camino que recorren por la última etapa de la vida se vea colmado de una rutina cruel que los declara apenas sobrevivientes, que les arrebata posibilidades de soñar, de entenderse en ese mundo hostil y esa realidad violenta. Noches sin luz, sin gas, comiendo sobras, suspirando en las penumbras, olvidadas sus fuerzas de antaño mientras la triste madrugada se sucede día tras día, sin mayor encanto, entre calles donde la miseria se cobra juventudes desesperadas. Candelaria y Víctor Hugo están solos, aunque la mujer cría unos pollos a los que trata como a sus hijos, dejando en evidencia un instinto maternal que la sobrevuela, como sobrevuela a Víctor Hugo un ostracismo que se nos muestra como producto de su culpa y su furia. Mal que le pese, no puede darle a Candelaria una vida mejor. Juegos de mesa que se repiten, goteras que se duplican, la conversación vuelta gruñidos, las pupilas que se escapan para no asumir que algunas cosas no salieron como esperábamos. Todo cambia cuando por accidente Candelaria logra hacerse con una cámara Hi8. La primera opción es la más tentadora: venderla, hacerla dinero, sacarle provecho al suceso. Sin embargo, Víctor Hugo, al revisar las imágenes que hay en el cassette de la cámara, se encuentra de golpe con su vida puesta en perspectiva. El rectángulo que auspicia de mágica ventana le recuerda el candor de años donde las posibilidades eran infinitas, donde la vitalidad aún se alojaba en el espíritu. Rápido se convierte en director amateur y empieza a grabar a su mujer, concentrándose en detalles que había perdido la capacidad de ver. De pronto renace en él el ojo curioso, el ojo vivo, el germen para abrazar la pasión. Poco a poco, Víctor Hugo y Candelaria surcarán la travesía de reencontrarse en el tiempo, de desmarañar las telarañas de todo un contexto que los reclama como mártires y víctimas. Cuando un extraño personaje, un extranjero de alta posición, les proponga un peculiar negocio luego de ver sus cintas, el drama adquirirá matices morales y ahondará en su punto más humano. El extranjero es claro: si Candelaria y Víctor Hugo graban un video pornográfico puede darles una suma de dinero más que interesante. Es un mercado que crece, hay muchos fetichistas entre los que visitan la isla, hay público para todo. Sus justificaciones para proponer el trato se reducen a tomar por mercancía esos cuerpos, a tomar la necesidad para el goce propio. La clase baja, la humildad como ejercicio de safari para el inescrupuloso poder que analiza víctimas con desvergonzada lejanía y ausencia de empatía. Lo que en una cámara se imprime puede darle luz a una vida monótona o bien puede convertirse en un producto, en un mero motín, en materia oscura. Hinostroza expone una época histórica, un momento en una vida, es claro en sus intenciones de realizar metáforas cruzadas entre una y otra, sin generar abruptos sobresaltos ni deteniéndose en tendenciosas reflexiones: su punto fuerte es la poesía simple con la que retrata la sexualidad y la vida de los cuerpos ya débiles, la irreverencia de los ideales, la resistencia como postura, como clave para que nuestros huesos y nuestras flácidas carnes no sigan alimentando a los que ya están llenos pero siempre van a querer más. Lynn y Knight ejecutan una interpretación sólida, ajustados a personajes que por momentos coquetean con volverse una caricatura de sí mismos pero que logran salir airosos la mayor parte del tiempo gracias a un ejercicio que apuesta a las miradas y los silencios, cargando de calurosa verosimilitud la lúdica camaradería de dos que aprendieron a desnudarse frente al otro.
En La más bella, su ópera prima, la directora francesa Anne-Gaëlle Daval propone una historia que hace foco en la presión que imprime la norma social sobre el individuo, apostando a una reivindicación que resulta tibia por terminar apoyándose, justamente, en un prototipo. La más bella atraviesa con inocencia y seguridad la temática que abarca. Si bien no hay una fuerza superadora en el mensaje, tampoco hay timidez. Todo lo contrario a lo que le pasa a su protagonista, la reticente Lucie (Florence Foresti), una mujer madura que acaba de atravesar una dura lucha contra el cáncer de mama y vive sometida a la mirada familiar y social que espera de ella una superación que no puede sentir como propia. No basta con ser una sobreviviente, la vida hay que desearla. Anne-Gaëlle Daval presenta una comedia dramática que arranca cuando Lucie conoce a Clovis (Mathieu Kassovitz). Entonces, todo su universo pide el necesario e inminente cambio. Tomando esta historia de amor como piedra angular, Lucie se entrega a sus peripecias de autoconocimiento, a su reinserción de sí en sí. Lucie tiene que redescubrirse para poder asimilarse, desatenderse de juicios y prejuicios propios y ajenos y volver a disfrutar de su sexualidad, una sexualidad que siente arrebatada, ya agotada. No deja de ser interesante la mirada que se pone sobre ella, sobre todo porque Foresti logra una interpretación fresca, transmitiendo una fragilidad sólida en todos sus matices. Daval, a su vez, encuentra los puntos de inflexión necesarios para otorgar leves cuotas de humor a un proceso que implica un dolor que se presiente interno, global y real. Del mismo modo, resulta atractiva la relación de Lucie con Dalila, una profesora de danza con un aura muy particular que auspiciará de guía para que nuestra protagonista deje de odiarse o temerse en tanto mujer. Y, para ser sinceros, tampoco está mal el cuadro familiar, caricaturesco pero funcional: hermanos que son dos caras de una moneda, frases de libros de autoayuda, la madre como figura de autoridad que es puesta en jaque y es deconstruida por sus hijos. El problema de La más bella es la historia de amor de Lucie y Clovis: una historia muy por fuera del tono, inorgánica, que termina confundiendo la inocencia con la artificialidad. El personaje al que da vida Kassovitz es unidimensional, no causa empatía en su rol eternamente bienintencionado de Don Juan sentimental, pícaro y desinhibido. Cada vez que Lucie está con Clovis, lo que le sucede en otros ámbitos pierde peso, dimensión. Hay algo en los pormenores del romance, en la química que nunca se crea, que aleja a la película de lugares que le quedan mucho mejor y donde se mueve con una gracia superior.
En su nueva película, una muy particular biopic, Craig Gillespie (Lars y la chica real) está atento a la comedia y al drama por partes iguales y se vale de variados recursos narrativos (falso documental inspirado en testimonios reales, ficción de los hechos donde se rompe la cuarta pared) no para reconstruir una historia de modo pretendidamente fidedigno, sino para volverla eje desde el que abordar, con frescura, el lado salvaje de nuestro espíritu hambriento de tragedias ajenas. Hay deportes que implican, más allá de un universo moral, un desempeño estético, lo que significa que no sólo precisan de un deportista con duro entrenamiento sino de un modelo de “belleza”, un “arquetipo de ganador”, un “artista” sensible capaz de representar los valores elitistas, monopolizados, que envuelven, justamente, el concepto de “bello”, de “perfecto”. Estos deportes -llamados artísticos- buscan, aparte del talento para la hazaña, generar un particular modo de encadenar al deportista con el deporte, una alianza que deje constancia de la relación simbiótica entre ambos, para reforzar la idea de que esa “belleza” debe tener origen por fuera de la disciplina, llenando de pureza y naturalidad el acto artístico en sí. Lo “bello” no puede ser sólo representado, tiene que ser vivenciado, para que el deportista no pierda su aura de artista genuino, para que no haya vislumbre de fraude para el consumidor, para que los juicios y prejuicios que acompañan siempre a la subjetividad puedan consagrarse y sean pilares de un estatus, una vara profesional pero también social, por consiguiente: humana. Tonya Harding era reconocida por ser una eminencia en uno de esos deportes: el patinaje artístico sobre hielo. Era la única mujer estadounidense capaz de realizar una prueba por demás difícil y riesgosa. Proviniendo de la clase baja fue parte de un deporte donde la clase alta ya había clavado su bandera de pertenencia. Para abrirse paso tuvo que luchar contra constantes miradas de desaprobación (por su ropa, las canciones elegidas para sus performances, sus modales a la hora de hablar en público) hasta que terminó hundida por su propio entorno, que la sometió a ser el ícono caricaturesco de todo eso que buscaba sacudirse de encima con esmero y una desesperada dedicación. La cultura deja de pedir sacrificios humanos para entregarse a sí misma como ofrenda, adhiriendo al canibalismo más puro. La cultura se vuelve sarcástica, irónica, contradictoria. Se toma tan en serio que termina siendo un chiste. O se ríe tanto de sí que el asunto termina siendo serio. El director australiano no tiene miedo de reírse y no tiene miedo, una escena después, de tomarse en serio a sus objetos de burla. Logra un análisis personal y atractivo. Es probable que hasta el momento no hayas escuchado sobre Tonya Harding, pero igual de probable es que te hayas cruzado con referencias a su figura o su infortunada historia en series, películas y productos que coquetean con la cultura popular norteamericana. Su nombre quedó ligado, mediando los noventas, a la imagen del deportista célebre/reconocido que resulta acusado de atentar contra su principal rival para prohibirle competir y así hacerse, deshonestamente, con el triunfo. El deportista de actitud reprobable. Gillespie aborda a Tonya Harding para explorar ese suceso que la volvió tristemente célebre y que significó un paradigma para el sensacionalismo de la prensa más inescrupulosa que buscaba ansiosa alguien a quien juzgar, culpar, ajusticiar, regodeándose en el morbo de una sociedad que ya empezaba a mostrar su gusto por la sangre de sus propios ídolos. Margot Robbie construye a una antiheroína consistente, empática, de errores recursivos, humana, abusada por su madre y su pareja, irreverente. No hay modo de que su posible triunfo sea limpio. El juego sucio la envuelve, los golpes la inspiran a ser mejor, quiere escapar, reafirmándose en sus miserias de modo constante. Harding tiene una personalidad adictiva, punk, rebelde y no es sólo la visión de Gillespie la que la revitaliza y dimensiona, Robbie se encarga de darle espíritu y forma con una mirada siempre en alto, desafiante, con gestos duros, tono despreocupado y cautivador: sabe que las sonrisas y las lágrimas la orbitan. Así lo reflejan también los temas de la maravillosa banda sonora, banda siempre enérgica, siempre marginal más allá de lo clásico, siempre rock en sus matices más pop. Del mismo modo, Allison Janney se luce como una madre sin posibilidades de redención y se lleva el Oscar a Mejor Actriz de Reparto más que merecidamente. Interpretando a una mujer que vuelca en su hija su propio fracaso, logra el tono adecuado para que, sin necesidad de que termine cayéndonos bien, nos alegremos cada vez que entra en pantalla con sus hilarantes muestras de amor/desprecio. Menos afortunado es el retrato que se hace del ex esposo de Harling (Sebastian Stan) y de su bizarro secuaz (Paul Walter Hauser), ambos culpables de llevar a cabo el plan que disparó el estrepitoso final de una prometedora carrera olímpica. En ellos hay un factor de torpeza que no se ajusta del todo a la construcción del resto del universo, que les quita profundidad aún cuando las actuaciones son igualmente acertadas. Parece que no fueran tomados en serio, que es muy distinto a ser revisionados para un chiste mayor.
Con una visual más que interesante, Los olvidados parte de un escenario “natural” muy particular para poner en puesta un género poco explotado en el país: el slasher. Sin embargo, machetazo va, machetazo viene, los hermanos Onetti terminan mutilándose a sí mismos. Para una generación de realizadores audiovisuales que nacimos en la década de los ’80, Epecuén siempre fue un lugar atractivo y seductor. Tarde o temprano, generalmente cuando se hablaba de una historia que precisaba filmarse en un ambiente desolado, alguien te preguntaba, con entusiasmo, si conocías esa localidad bonaerense. Todos aspiramos, aunque sea brevemente, a Epecuén… o bien la volvimos paradigma de lo que buscábamos, usando sus fotos de referencia directa. Es fácil entender por qué: en 1985 una gran inundación rompió los diques de contención y borró del mapa a toda esa ciudad que, incluso, había logrado convertirse en atracción turística por sus aguas saladas revitalizadoras. Una atracción turística que ya fue olvidada como tal, que quedó sepultada en sus propios escombros y que ahora se erige como ruina impactante, totalmente abandonada, cargando en su aura la desgracia, el triste abandono forzado de quienes antes fueron sus habitantes, la sobrecogedora poética del espacio vacío: casi un templo. En la película de los hermanos Onetti, un grupo de adolescentes (y no tanto) se dirigen a Epecuén para filmar un documental sobre lo que allí sucedió, con ansias de revivir el drama que significó la fatídica inundación para las personas que todo lo perdieron bajo las aguas. Para eso llevan con ellos a Carla (Victoria Maurette), que de niña vivió en el lugar y, aún con recuerdos borrosos, puede dar un rico testimonio en primera persona de lo acontecido. Lo que no sospechan, claro, es que una vez que estén en Epecuén serán abordados por una familia de psicópatas al mejor estilo La Masacre de Texas (Tobe Hooper, 1974), psicópatas que intentan imitar el universo aggiornado que Rob Zombie (músico y fan del cine de terror y sus vertientes como evidenció y evidencia en toda su carrera) le dio a esa clase de películas con La casa de los 1000 cuerpos (2003) y su continuación Los renegados del diablo (2005). Hace quince años, Rob Zombie logró revisionar a los clásicos villanos perturbados de motosierra en mano que, si bien terribles, eran ajenos a producir cualquier regusto de empatía. Con claridad en sus objetivos y una estética bien definida, sus películas se adentraron en ese grupo para ofrecernos personajes ricos en sus desequilibrios, morbosamente atractivos, igual de repudiables pero, por complejidad, más peligrosos: más reales por más actuales, al tiempo que más pop y entrañables. Personajes aún perturbados pero con cínicas visiones sobre lo “no perturbado”. Rob Zombie encontró, se podría decir, el modo de dimensionar la turbiedad para ya no sólo usarla de contracara sino de anclaje para el desarrollo y poder así darle frescura y fluidez a un género cuyos engranajes parecían atascados por litros y litros de sangre reseca. Los olvidados tiene presente a Rob Zombie y eso se nota en esbozos de una técnica que resulta identificable pero insuficiente por ausencia de concepto ulterior. Mientras que con Rob Zombie ya se sabe que los buenos no van a ganar y el acercamiento al clímax casi que inclina a pedir que por favor mueran de una vez para que ya no sufran, en la película, los asesinatos, si bien fuertes y manejando cierta visceralidad, no te ofrecen un lugar desde dónde consumirlos. Ese es el principal problema: ya ni siquiera deseás el triunfo de los malos para liberarte de la tortuosa sensación de que todo está perdido. Sólo esperás lo inevitable: el final. La violencia gratuita queda en primer plano y desbarata cualquier otro plan. Podría pensarse que la enorme expectativa que genera una producción de género con recursos no menores en Epecuén es uno de los factores que le juega en contra a Los olvidados. La realidad es más simple: la película hace su propio mérito para resultar insatisfactoria, proponiendo un slasher poco definido en tono, a pesar de hacer homenaje latente a un modo de contar historias.
Transformación se muestra como parte orgánica del disco homónimo de Palo Pandolfo y la Hermandad. El director cordobés, Iván Wolovik, explora la figura del músico/poeta en el momento mismo (íntimo) de la grabación de lo que hasta ahora es su último trabajo sonoro. “con un resto de lucidez se reinventó”. El Reflejo, Palo Pandolfo y La Hermandad Palo Pandolfo es esa clase de artista que arrastra un reconocimiento intrínseco. Podés no saber quién es pero te suena. Y si sabés quién es, que acompañes o no en gusto y forma, no quita la coherencia que pareciera envolverlo. Transformación es la clase de documental que reafirma para el fanático, presenta de modo suficiente para el ocasional espectador y casi que podría resultar innecesario para el que duda: el mito (el culto) se humaniza y detrás de eso resta encontrar arte o, simplemente, el abismo de la sobreproyección. Justamente, eso que ocurre por detrás es puesto en primer plano en Transformación: asistimos a ese momento vivo, confuso, pasional, en el que las cosas importantes se debaten con ruido de fondo y entre tintineos de vasos de birra o en ronda de mates, como la primera vez. Ese momento donde todo lo que se dice parece ya hablado pero se aproxima, por fin, a su resolución definitiva. Hay un carácter universalizante en ese estadío creativo que Iván Wolovik logra reflejar. Y lo hace usando el tema El reflejo, como leitmotiv. Tema que se discute y se vuelve ese momento en el que la creación tiene que ser finalmente plasmada: el instante clave en el que ya todo deja de ser modificable o se modifica por última vez. Palo Pandolfo sabe exponerse en ese drama. Palo Pandolfo escucha su música, se acepta, se lee y se analiza a la distancia, con periodos de autocondescendencia y renegando de algo que no sabemos si busca. Cierra los ojos y deja que la música actúe, que la música lo requiera, lo lleve al éxtasis de entenderse a partir de. Transformación deja clara constancia de un Palo Pandolfo que posee perspectiva, que busca su mejor versión, con honestidad. Sin embargo mucho queda como registro acertado (la construcción del personaje “productor” y las postas de Mollo, sin ir más lejos) pero sin un conflicto superior que nos ayude a dimensionar dentro del drama: el concepto de banda (incluso de disco) queda rápidamente relegado para que nos adentremos en un artista que tiene una visión genuina de sí, que avanza con emoción y se muestra convencido de su proceso: Roberto Palo Pandolfo no se transforma, es transformado por la música.
Galardonada en numerosos festivales y nominada a mejor película extranjera en los premios Oscar 2018, Una mujer fantástica no es un film oportunista que busque ahondar en los consabidos vórtices de conflicto y lucha que la modernidad atraviesa en tanto trata ciertas cuestiones, por el contrario dimensiona desde la identidad (propia y de su personaje), sin que la denuncia explícita sea su piedra angular. Que existan temas delicados habla más de una inoperancia subjetiva del espectador y de una estructura social monopolizada, que de una delicadeza propia del tema en cuestión. Las condiciones determinantes las propone el entorno: el entorno es el que reduce, el que delinea los márgenes (y la marginalidad) del cuerpo-individuo, el que suaviza con humillante timidez o encarcela con brutalidad. Una mujer fantástica lo deja claro. Marina (Daniela Vega), joven camarera y cantante, es transexual y no hay delicadeza condescendiente ni impostada solemnidad en ese retrato. Hay pasión, asperezas, deseos, libertad. Hay vida. Marina planea un futuro junto a Orlando, hombre divorciado, veinte años mayor que ella. En vísperas de unas vacaciones en pareja, luego de pasar una noche con su amada, Orlando tiene un problema cardíaco y llega muerto al hospital. El suceso nos dejará, con crudeza pero sin abusos, una certeza: ningún prejuicio es inocente. Marina es, para el entorno, mucho más que un tema delicado. Marina es una posible criminal. La contracara es exacta: Una mujer fantástica también es la historia de ese muerto no aceptado por quienes se supone que lo aman. Marina es igual de desprestigiada que su amante. Es la elección de ambos, su voluntad, la que se menosprecia, la que recibe el castigo silencioso, el manto negro de la vergüenza. Marina debe lidiar no sólo con el estereotipo del prejuicio declarado, sino con el juicio aún indemne de quien no ha abierto a discusión un paradigma que muta y se transforma. La lucha no es por una identidad que la protagonista ya ha sabido comprender. No hay un periplo ejemplificador, torpe en justificaciones, sí un retrato transgresor y actual, universalizante y, desde el oficio narrativo, inclusivo y valiente. Sebastián Lelio logra ser atemporal con los requisitos constructores: la injusticia, la ignorancia, el egoísmo y la visión social imperante siguen siendo el peligro. La artista transexual Daniela Vega -no sólo involucrada actoralmente sino que colaboradora del proyecto desde el germen del guion-, se luce dando forma a un personaje que no pide nuestra compasión. Sus deseos, sus miedos, su realidad no apelan a la construcción del mártir, sino a la concreción de una individualidad cautivadora que late con su propio ritmo y color.
Con una premisa tentadora, híbrida entre thriller y horror sobrenatural, La bóveda no logra enriquecer sus puntos fuertes y termina subestimando, en el camino, la intuición del espectador. Dos jóvenes (Taryn Manning y Francesca Fisher-Eastwood) deciden robar un banco junto a su hermano (Scott Haze), para salvarlo de una enorme deuda. Todo se les va a complicar cuando descubran que eligieron el banco menos indicado, uno que esconde un oscuro secreto ligado a un turbio acontecimiento pasado: la bóveda donde está todo el dinero se encuentra embrujada. Hay que decirlo, la mixtura de géneros no está desequilibrada. La bóveda es tan mal thriller como mala película de terror. La toma de rehenes rápido pierde su dinámica inicial y los tres delincuentes que la protagonizan empiezan a repetirse, a sobre-explicarse, a caer en torpezas. No logran dimensión, no crecen, caminan en círculos que nos marean. Sin que podamos hacer nada al respecto, de un momento a otro, los cautivos empezamos a ser nosotros, prisioneros de la pretendida frescura de un drama que pronto se llena de tibiezas y previsibilidades adornadas que exasperan. Nunca hay una tensión trabajada con minuciosidad en La bóveda, apenas unas actuaciones dignas que nada pueden hacer para elevar la cotización de la obra en sí. Todo pareciera suceder en irrupciones, como si Dan Bush temiera ir demasiado lejos, dejarse fluir. Sí se obsesiona con recordarnos a cada rato que tiene un as bajo la manga. Tanto se esfuerza en adelantar su jugada maestra que no tenemos tiempo de, por lo menos, divertirnos con los artificios de una historia que se desaprovecha acto tras acto. James Franco tiene una participación mínima, interconectando los momentos con escenas de poco pulso climático y narrativo, haciendo que una gota de sudor frío se deslice por nuestra frente cuando empezamos a sospechar el evidente giro final. Cruzamos los dedos para que esa no sea la vuelta de tuerca definitiva y un sinfín de películas con el mismo método aflora en nuestra mente, recordándonos que, de llegar a ser el caso, La bóveda no le llega a los talones a sus predecesoras, obras, muchas de ellas, que salieron a la luz a partir del estreno de la ya clásica Sexto sentido, opera prima de un Shyamalan que se perfilaba como inteligente constructor de desenlaces. Un Shyamalan mal copiado hasta el hartazgo. Y van… La bóveda demuestra que la originalidad en disparadores o momentos de clímax no basta para que una película resulte triunfante. “Todo lo que ocurre en la pantalla debe ser tan inevitable como inesperado”, escribió alguna vez Jean-Claude Carriére, guionista francés que ha sabido ser gran colaborador de Buñuel. Y es justamente eso lo que sigue siendo una deuda pendiente en películas de este calibre, películas que se van para un lado o para el otro de la balanza, omitiendo el tan necesario equilibrio.
Desde obras anteriores, Yorgos Lanthimos nos dejó en claro que sus historias tienen un carácter particular, de incógnita turbia, provocadoras narrativamente aparte de crudas en sus modos de interpelar la norma social y las miserias personales. Bajo estos parámetros, El sacrificio del ciervo sagrado no es la excepción y busca ahondar en esas visiones. El sacrificio del ciervo sagrado es inquietante, hipnótica en su aura de tragedia inevitable. Lanthimos construye, una vez más, un universo que apela a la representación casi teatral, no al verosímil. Se despliegan situaciones y diálogos donde lo bizarro y lo oscuro se entretejen para dar lugar a una incomodidad sugerente, una sátira tentadora y filosa. No se apela a nuestra empatía, El sacrificio… nos presenta una intimidad diferente: la de ser testigos de un thriller de horror que tiene su fuerza en un desconcierto que sobrevuela toda la obra, un nudo de ansiedad en el pecho, la constante sensación de que algo no está bien. Steven (Colin Farrell) es un reconocido médico cardiólogo, está casado con Anna (Nicole Kidman), que también se dedica a la ciencia, y juntos tienen dos saludables hijos. La desgracia descenderá sobre ellos cuando un joven, Martin (Barry Keoghan), devele recovecos del pasado de Steven y le anuncie que deberá hacer un sacrificio compensatorio si no quiere que toda su familia resulte devastada por una furia karmática e incontrolable. Lanthimos articula desde la lejanía, se sacude las herramientas ritualísticas convencionales de encima y reniega de la magia para declararse, con poética y simbolismo cruel, realista en toda su sobrenaturalidad. Su punzante bisturí lo vuelve un cirujano con buen pulso. Sus personajes son seres prácticos que de pronto se chocan de cara con una realidad: a veces no hay refugio ni escapatoria. Hay una deuda. Y no es el aprendizaje en sí ni la comprensión de lo divino lo que se enarbola como portal salvador: una deuda implica un pago. Así de simple. Ante eso no hay mayores concesiones, sólo sombrías certezas. Luego de la profecía no hay chances de buscar una ingeniosa alternativa para esquivar la fatalidad y salir victorioso. Y Keoghan se luce en la concreción sólida de ese ente anunciatorio tan inescrupuloso como violento en su pasividad, en su aceptación de una fuerza superior incuestionable. Misma deidad que como espectadores nos envuelve: nosotros no somos los protagonistas. No podemos serlo. Ellos nos despiertan sonrisas de mal sabor, coquetean con el ridículo, nos queda claro que tienen secretos de los que no están orgullosos. La música termina de dar forma a ese cosquilleo pesadillesco, como si no acompañara al drama sino a nuestra omnisciente visión, cada vez más desesperanzadora y a la deriva. La sangre vital de El sacrificio… da vida a ese escenario frívolo de hospital sobrecogedor y rígido, de aburguesamiento estéril, de fina línea delgada entre lo que late y lo que no. Lanthimos deconstruye al individuo y rompe con su núcleo duro de contención: su familia y sus creencias. Explora límites, egoísmos, es preciso a la hora de desnudar a Steven y a su mujer, una Nicole Kidman que logra condensar la extrañeza que todo lo engulle con una interpretación concreta y algo perturbadora.