La música que escuchan todos.
La segunda película de Ben Affleck se recuesta en una pregunta cuya formulación es sencilla solo en apariencia. No se trata tanto de irse o no irse del barrio sino en cómo registrar la necesidad de la partida. El título en castellano suena muy mal pero acierta en parte al describir el maelstrom en el que dan vueltas los personajes. La vida del barrio tiene por lo menos una cara mortal, un punto de fuga por el que se cuelan el desaliento y el rencor. Doug (interpretado por el propio director) y James (Jeremy Renner), su amigo de toda la vida, roban bancos pero no parecen poder acceder con ello a ninguna clase de prosperidad demasiado evidente. En el fondo siguen siendo contratados, obreros del crimen en una organización que se asemeja a un sistema de castas cuya esencial desigualdad pretende redimirse con un obligado aire de familia, una invocación remota que perpetúa la opresión bajo la máscara de las vivencias compartidas “desde siempre”. En un violento asalto, algo no sale como se lo esperaba y los ladrones se llevan también consigo una rehén. La joven mujer es liberada pero resulta que vive a pocas cuadras del lugar donde paran los asaltantes. El protagonista sigue sus pasos y queda prendado fatalmente de ella. El barrio (The Town, como indica el nombre original de la película) es un espacio en el que se verifica una convivencia forzosa. La aparición de la mujer en la vida de los personajes termina de establecer las diferencias que se disimulaban debajo de una vida de rutinas y de gestos comunes. De pronto, la música diaria –los “códigos” que alimentan y moldean al grupo– empieza a revelar su carácter insuficiente para acallar del todo el rumor del descontento. Doug se descubre un día como un sobrio rodeado de alcohólicos: un animal enfermo de soledad al que el calor de la manada (o de la monada) apenas alcanza a rozar.
Las escenas que describen el breve romance de la inesperada pareja lucen débiles y parecen ejecutadas sin mucha convicción. Pero acaso lo que en verdad importa es el papel melodramático que juega la mujer como portadora de un salvoconducto liberador. Como si reemplazara la figura de la madre que el protagonista perdió de niño, la mujer interpretada por Rebecca Hall guía a su pesar los pasos del personaje. Affleck se muestra como un sólido director a la hora de diseñar secuencias enteras durante las que la violencia y la tensión apenas si dejan respirar. Por su parte, las rutinarias tomas aéreas, que proporcionan una idea general de los puntos en los que va a tener lugar la acción, más el uso predecible y particularmente insustancial de la música, constituyen algunos de los trazos más visibles de la factura industrial de la película. El director se sirve sin pruritos de varias puntadas con hilo grueso para enmarcar el centro devastador de su tema que, en cambio, solo ofrece interrogantes arrojados a contrapelo del lugar común. ¿Qué es el barrio, al final? ¿Una idea nefasta con demasiada prensa a favor? ¿Uno de los círculos menos reconocidos del infierno? El título local advierte de manera tosca acerca de su poder de encantamiento. Hay que salirse, entonces, cortar amarras de una vez.
En una escena planificada con una sobriedad exquisita se expresan los ribetes dramáticos del conflicto que la conciencia le impone al protagonista. Imposibilitado de actuar, observa la persecución y la caída de su amigo bajo los disparos de un policía. Si ese hombre no oyera una voz dentro suyo no habría ningún problema. Atracción peligrosa exhibe el filo cargado de ambigüedad de la conciencia del sujeto que ya no pertenece a ningún lado y mira la suerte de su compañero como si se hubiera vuelto un extraño de sí mismo. La película tiene un final agridulce. ¿Podría haber sido de otro modo? Los desbordes de una juventud curtida en las adicciones, la violencia gratuita y el delito se curan lejos, en la otra punta del país. Una serie de planos muestra al personaje de Affleck con una barba con la que por fin parece asumirse la condición de adulto y con pilchas de andar vacacionando, todo bajo la luz de un atardecer que pretende propiciar de manera sumaria la reflexión y la sensatez. En ese vergel hecho de paradojas no parece quedar mucho lugar para el amor, sin embargo, sentimiento al que solamente se puede evocar como una promesa trunca, tristemente en suspenso.