Atraco!

Crítica de Paraná Sendrós - Ámbito Financiero

La tragicomedia de las joyas de Evita

La historia real habla de dos argentinos con pasaporte chileno que fueron directo desde Buenos Aires a darse la gran vida en las noches madrileñas, y el 8 de mayo de 1956 asaltaron la joyería Aldao, en plena Gran Vía, con un rifle de aire comprimido disfrazado de metralleta y una pistola oxidada. El dueño los enfrentó con una Parabellum, y ellos salieron corriendo con ocho millones de pesetas en piedras y una bala en el pecho del mayor de los pícaros.

La policía los arrestó apenas cuatro días más tarde. Muy deportivos, felicitaron a los pesquisas por su habilidad para encontrarlos. El régimen franquista los condenó a 23 años, 4 meses y 1 día de reclusión. Dos años y medio después, en un raro epílogo, se fugaron con dos mecánicos españoles. Sin embargo, a un mecánico le faltaban cuatro meses para cumplir su condena. ¿Quién se fuga faltándole tan poco? Y un argentino decía haber sido edecán del general Perón.

Sobre ese detalle crecieron algunas leyendas. El catalán Eduard Cortés nos presenta aquí una de su invención, quizá la más hermosa y triste que pueda haber. Cambia para ello varios nombres, la nacionalidad de los pasaportes, las circunstancias, la fecha (noviembre de 1955) y sobre todo la intención. Acá los protagonistas no son dos pícaros, sino dos soldados de Perón. Uno de ellos, más bien soldado de la Señora. Tal es su devoción que jamás, jamás, la menciona por el nombre. Son las joyas de la Señora, las que están allí y él debe rescatar antes que caigan en manos de la esposa del Caudillo, una vieja harpía.

El otro es un joven simple, cuanto mucho un galancito latino años 50, enamorado de una linda enfermera (como el del episodio real) cuya inocencia los hará caer. Pero está ahí por una razón tan noble y sentida, que cuando se sepa, casi al final del relato, tocará el corazón del público. El jefe de ambos también tiene algo de espíritu superior. Los tres hacen pensar en aquello del Mio Cid, «¡qué buen vasallo fuere, si hubiere buen señor!» Y por ahí va la mano, que nos enorgullece, nos admira y nos duele.

El lado español se equilibra con dos investigadores policiales de carrera, también buena gente, bajo el mando de quienes no los merecen. La historia transcurre así de la evocación al drama, del cuadro medio pintoresco al óleo oscuro y al remate de brillo irónico, de la sonrisa amable a la pena.

Excelente todo, empezando por los argentinos Guillermo Francella, Nicolás Cabré (otra vez en nivel), Daniel Fanego, Mario Vedoya, que allá tiene escuela, el compositor Federico Jusid, también protagonista, y a qué altura, el sonidista Carlos Faruolo, que allá hizo carrera, y en particular el coguionista Marcelo Figueras. Muy bien armada en cada detalle, la obra nos hace conocer además a un director de excelente oficio, que ya había tenido éxito en su país con otra historia de pícaros basada en personajes reales pero sin tanta nobleza, «The Pelayos». Da gusto.

Posdata: En cuanto a las auténticas joyas de Evita, la Libertadora liquidó la mayoría en dos remates (1956, 1958) y otra parte quedó en custodia del Banco Ciudad, hasta su traspaso al Museo Histórico Nacional, ya visitado por otra clase de ladrones.