La cordura de vivir dentro del cine
La vuelta de John Carpenter es siempre bienvenida. Hace mucho de su última película, aún cuando diera buena cuenta de su saber hacer en dos de los episodios televisivos de Masters of Horrors, la serie de Mick Garris, cuyo Cigarette Burns (2005) supo ser celebrado por Elvio Gandolfo como prólogo de su Libro de los géneros (Norma, 2007).
Desde el cine, el último Carpenter brilló en Fantasmas de Marte (2001), mezcla vívida entre una low sci?fi y el mejor western. ¡Cómo no disfrutar de su cine si, justamente, es en este cruce de géneros, en su explotación y manipulación, donde radica uno de sus encantos! Y entre ellos, el más cultivado, el terror: recurrencia que desde Noche de brujas (1978) hubo de transitar por títulos maestros como Príncipe de las tinieblas (1987) y Vampiros (1998).
Atrapada constituye otro de estos mismos aleteos nocturnos, a partir de un proyecto televisivo que, para mejor fortuna, decantara en el cine. El último film de Carpenter encuentra en un asilo mental para niñas bonitas una de sus excusas. Podrá decirse, y con razón, que argucia semejante es moneda corriente para tanto cine torpe. Y es cierto. Lo que ocurre es que aquí nada de torpeza sino, antes bien, mucha ironía.
Si los lugares comunes del género, que nombres ilustres como Carpenter o Romero reformularan, han devenido simples astucias de efecto, aquí el realizador se aprovecha de ellas para, por un lado, atraer al espectador habitual y, por el otro, distraerlo de tanta tontería. Porque lo que está en juego es el cine. Así como la cordura de quienes lo habitan, sea tanto en el manicomio como en las plateas.
Es así que el personaje de Atrapada nos arrojará al submundo interno de una locura carcelaria, dentro de un establecimiento de paredes frías. Tantas habitaciones como sean necesarias para el prisma femenino que allí habita. Además de un fantasma que parece reunir todos los miedos en un solo grito, mientras la custodia de esta razón alterada encarna en la estatua corpulenta de la enfermera (tan parecida, en este sentido, a la que vigilara a Jack Nicholson en Atrapado sin salida, de Milos Forman).
Carpenter tensa los hilos y lleva al espectador al límite difuso entre el tratamiento médico y el proceder sádico. Destaca, de esta manera, la artesanía de un relato sin fisuras, donde los lugares comunes se explican, se potencian, con el resultado de un film tan sólido como lo sigue siendo el resto de su obra. Con John Carpenter el cine se respira. Así como una metafísica de ambigüedades, tan cara al cine de Alfred Hitchcock, pero bajo el mirar, aquí, de alguien apasionado por el western. Un duelo de cowboys que el gran realizador supiera recrear desde un pleito inmemorial sostenido entre ladrones y policías, vampiros y mercenarios, astronautas y alienígenas.
El dictamen final no repara en certezas, sino que ratifica al conflicto, irreconciliable por naturaleza. Carpenter sitúa allí, en el límite raro de la frontera moral, a todos sus antihéroes, a todos sus espectadores.