Cicatrices a cielo abierto
A partir de la fractura que dejó en Buenos Aires una autopista inconclusa de la dictadura militar, el film de Hartmann va practicando un corte transversal no sólo en la estructura urbana, sino también, y muy particularmente, en su tejido social.
No es la que más se recuerda, pero entre las muchas herencias negras que dejó la última dictadura militar está el sueño megalomaníaco del brigadier Osvaldo Cacciatore, intendente de facto de la ciudad de Buenos Aires, cuando con sus desmesuradas autopistas se empeñó en dejar –literalmente– su marca en la ciudad, a la manera de auténticos tajos en el tejido urbano. De las ocho autopistas proyectadas, apenas dos llegaron a construirse; una tercera, la AU3 o Autopista Central, dejó como todo legado numerosas expropiaciones a lo largo de su trazado y un puñado de demoliciones en distintos barrios de la ciudad: Villa Urquiza, Saavedra, Villa Ortúzar, Chacarita, Belgrano R... Esa cicatriz urbana, salpicada de lotes baldíos y casas a medio demoler, pronto fue el mejor hogar que pudieron encontrar muchas familias de bajos recursos. Tres décadas más tarde, la AU3 ha sumado nuevos capítulos a su saga de postergaciones, guerras vecinales y planes de recuperación fallidos, y allí aparece la mirada lúcida del documentalista Alejandro Hartmann para intentar comprender las fuerzas en pugna.
Lo primero que se ve en el film es un desalojo, como si no hubieran pasado más de treinta años de la dictadura. Es verdad que ahora no hay uniformes verde oliva a la vista, sino jóvenes funcionarios de traje (con una identificación amarillo-PRO en el ojal), pero la llegada de una enorme grúa no deja lugar a equívocos: ese modesto edificio que se levanta extrañamente en medio de un terreno yermo va a ser demolido. ¿Sus habitantes? Tienen que irse, una vez más, con un dinero en el bolsillo que difícilmente les alcance para conseguir otra vivienda.
Pero AU3 (Autopista Central) no es un documental de barricada. Lejos de cualquier demagogia, la película de Hartmann se propone ir más allá de la denuncia circunstancial para pintar un cuadro mucho más complejo. Con paciencia, el film va practicando un corte transversal no sólo en la estructura urbana, sino también, y muy particularmente, en el tejido social. El foco se va cerrando sobre el cuadrilátero comprendido entre las calles Holmberg, Donado, Rivera y Monroe, en Belgrano R, hasta descubrir allí un sordo campo de batalla entre prósperos vecinos (algunos de ellos propietarios de auténticas mansiones) y ocupantes ilegales. “La gente de acá y la gente de allá”, como sintetiza una señora cuyo coqueto balcón mira hacia la trinchera de enfrente.
Que una ley de la Ciudad (la 324 del año 2000) haya declarado a algunos de esos “ocupas” –como los llaman los vecinos de acá– “beneficiarios” de un arbitrario subsidio no parece haber podido resolver nada en la última década. Primero porque no abarcó a todos (y por lo tanto consideró a algunos más “ilegales” que a otros). Y luego porque el déficit habitacional es tan grave en la ciudad –como vino a poner de manifiesto, en diciembre pasado la toma del Parque Indoamericano– que cuando unos se van otros llegan.
Con una cámara pudorosa, nunca intrusiva, el film de Hartmann deja que las paredes hablen (“Si el desalojo es ley, la ocupación es justicia”, grita un graffiti) y escucha las razones de todos, para descubrir que, como siempre, todos tienen sus razones: propietarios, beneficiarios, funcionarios... La imagen de una topadora como un monstruo prehistórico, con unas fauces voraces, parece expresar, sin embargo, lo que se sospecha en alguna asamblea: que detrás de un nuevo reordenamiento decidido por la ciudad puede llegar a esconderse un oscuro negocio inmobiliario. En este sentido, no son tranquilizadoras las palabras de Daniel Chain, ministro de Desarrollo Urbano porteño, cuando en el documental dice que aquello que pretende hacer sobre esa herida abierta es “una hermosa cirugía plástica”.