La demolición
Basado en una autopista que empezó a construir la dictadura, este filme muestra un corte social porteño.
A simple vista, se podría decir que este documental de Alejandro Hartmann, muy propicio para épocas en que se discute el destino de los espacios urbanos de la Ciudad de Buenos Aires, se centra en una de las tantas autopistas comenzadas durante la última dictadura por el intendente de facto Osvaldo Cacciatore. Pero no: la vieja e inconclusa AU3, Autopista Central, funciona -en este filme- como un tajo que abre no sólo a la ciudad sino al cuerpo social; una vivisección en la que realizador nos permite ver con claridad, sin retórica militante, algunos cortes de clase: las razones de vencedores y vencidos.
Esta película empieza (y termina) con sutil contundencia visual, sin voces en off ni explicaciones. Al principio vemos planos de paredes y edificios derruidos: devastación de otras épocas, cuando un gobierno que impuso un sistema económico basado en la sacralización de la propiedad privada expropiaba viviendas -aunque fuera con compensación económica- para construir autopistas. Con los años, y la inoperancia y el desdén, se fue formando una cicatriz urbana, hecha de terrenos y casas abandonadas en las que se fueron instalando ciudadanos de bajos recursos, expulsados del sistema.
Entre la dictadura y la actualidad abundaron los planes de reubicación, las confrontaciones vecinales, las promesas de soluciones políticas, los cálculos de lucro con esos terrenos. En silencio, como si fuera un científico que observa con la lente de su cámara sin tomar partido -aunque todo acto, en especial hacer una película como ésta, implica tomar partido-, Hartmann nos muestra que los problemas no perdieron vigencia. Comienza por observar un desalojo, actual, y una grúa que se acerca para hacer su tarea de demolición. Los habitantes recibirán un suma que, ellos dicen, difícilmente les alcanzará para comprarse otra vivienda.
Mientras las topadoras destruyen y los políticos ofrecen salidas, Hartmann acota el conflicto a una zona de Belgrano R, hasta hacer un corte del tejido social en un cuadrado cuyos bordes son las calles Holmberg, Donado, Rivera y Monroe. Ahí, contrapone mansiones con cercanas viviendas miserables: y, también, posiciones de propietarios y “ocupas”.
Ellos y nosotros. “Negros usurpadores” y “gente que quiere una ciudad mejor”. Estigmas. Una vecina comprensiva dice: “Entre la gente humilde hay buena gente, también expuesta a la delincuencia, como cualquier vecino normal”. ¿El que no es propietario es, acaso, un vecino anormal? Hartmann deja que las palabras hablen solas. Un jubilado, cuya casa no fue demolida, pero sí quedó aislada en zonas tomadas, asegura: “Hay que imponerles respeto: yo tengo más poder que vos. Vos me vas a atacar, yo te voy a matar”.
Hay, también, gente que, en medio de un baldío, evoca con rabia y melancolía lo que fue su hogar. Y una grúa, que parece un animal prehistórico envuelto en una polvareda, comiendo con indolencia más edificios, como hace tanto.