La vida humana está sobrevalorada.
Definitivamente si hay un género que casi no recibe atención por parte de la gran mayoría de los cineastas hispanoparlantes, es la ciencia ficción más tradicional. Ya sea que sopesemos el sector industrial o los confines alternativos de la pluralidad de naciones involucradas, lo cierto es que por lo general es el terror quien se adueña de esa pequeña parcela que podría ocupar alguna de las vertientes de la fantasía especulativa. En esto tiene mucho que ver las limitaciones del “sentido común” de los realizadores y su patética educación, orientada a asignarle demasiadas necesidades de producción a determinadas obras y optar en cambio -una vez más- por la previsibilidad ajada de la comedia o el drama.
Por supuesto que en esta coyuntura la vieja excusa de no poder abarcar materialmente el género de turno obvia la posibilidad de convites minimalistas centrados en el presente (no todo debe ser sí o sí un futuro derruido) y oculta el hecho de que a los responsables no se les suele caer ni una sola idea (a pesar de que directores y guionistas se la pasan refritando clásicos del horror, le tienen pánico a su primo hermano, el de las reflexiones sutiles). Cuando ya no teníamos más esperanzas al respecto, aparece Autómata (2014) como un bálsamo destinado a remarcar la capacidad de nuestros países en cuanto a la construcción de propuestas maravillosas que no tienen nada que envidiarle a Hollywood y sus aledaños.
Ahora bien, podemos llevar la aseveración aún más allá y afirmar que esta faena supera con creces al promedio estadounidense actual dentro de la categoría: mientras que las distopías del norte aburren con su infantilismo y pobreza conceptual, el opus del español Gabe Ibáñez retoma lo mejor de su linaje con vistas a explotarlo de manera concienzuda, complejizando las exhortaciones históricas sobre la inteligencia artificial y combinándolas con una buena dosis de acción. En esencia estamos ante un rip-off de Blade Runner (1982), quizás no enteramente una copia al carbónico pero sí un homenaje de rasgos explícitos, que vuelve a instalar la atmósfera de film noir en una gesta de nihilismo y revoluciones varias.
Hoy las tormentas solares son las causantes de un páramo radiactivo que se extiende por todo el globo, redujo la población a sólo 21 millones de personas e impuso un proceso de regresión tecnológica al destruir las comunicaciones. La corporación ROC creó el Pilgrim 7000, un androide que en un primer momento fue utilizado para edificar las murallas de las últimas ciudades y luego se transformó en un asistente full time de los hombres, un ser equivalente a un esclavo. De improviso nos topamos con un aggiornamiento de las leyes de la robótica de Isaac Asimov, en esta ocasión rebautizadas “protocolos”: el primero preserva toda forma de vida y el segundo impide cualquier alteración de los autómatas a sí mismos.
Suplantando el existencialismo decadentista de Philip K. Dick por el humanismo racional de Asimov, la película sigue la investigación del agente de seguros Jacq Vaucan (Antonio Banderas) a partir del descubrimiento de un puñado de robots con características muy especiales. La perspicacia del film radica en que a lo largo de su desarrollo narrativo evita tanto la levedad del devenir contemporáneo de la ciencia ficción como la angustia de la orilla más meditabunda, volcándose de a poco hacia el desconcierto del protagonista ante lo hallado y su desesperado periplo en pos de subsistir, el cual -desde ya- empalma con la vivificación de la cibernética y la denuncia del comportamiento de los “monos violentos”.
Aquí Ibáñez por suerte repite el equipo de su interesante ópera prima, Hierro (2009), aquel thriller hitchcockiano acerca de la maternidad: la fotografía de Alejandro Martínez y el diseño de producción de Patrick Salvador están a la altura de un verosímil sustentado en un realismo circunspecto (los Pilgrim no son objetos vintage sino una necesidad del relato), una rusticidad a la Neill Blomkamp (la presencia de guetos ratifica la segmentación política de la estructura social propuesta) y una inversión de la dialéctica cyberpunk (pareciera que únicamente la autonomía de la tecnología nos podrá salvar de nosotros mismos). Las máquinas son ese “otro” que genera temor y hace que sobrevaloremos nuestra existencia…