Importa muy poco lo que un director con presupuesto millonario pueda hacer a nivel visual, ya que es un detalle que se da por descontado. Más si ese director es alguien de la talla de James Cameron, a quien se le tiene que pedir algo más que profesionalismo para manejar la técnica, sobre todo porque es el autor de clásicos sustanciosos como Terminator (1984), Alien 2: El regreso (1986), Terminator 2: El juicio final (1991) y Titanic (1997).
Cameron demoró 13 años para hacer Avatar: El camino del agua, secuela de Avatar, la película de 2009 que se convirtió en la más taquillera de la historia y que, supuestamente, revolucionó el cine de Hollywood debido a los sofisticados efectos especiales y a la tecnología de avanzada que tuvieron que inventar para perfeccionar el 3D, formato para el que fue concebida.
Sin embargo, cuando una película se escuda en lo meramente técnico, y cuando los adjetivos que usa la crítica para describir el “espectáculo” que entrega son “sobrecogedor” e “inmersivo”, hay que sospechar, ya que una película que se destaca sólo por la proeza visual quizá no tiene mucho contenido para ofrecer.
El camino del agua está basada en un guion de fórmula, por momentos soso y aburrido, que recurre a incansables lugares comunes y que alarga escenas sin ninguna justificación argumental, quizá para tapar su incapacidad para entregar algo más que ese mensaje new age al que el director canadiense nos tiene acostumbrados (o ese tímido panteísmo de autoayuda que se cuela entre líneas, acompañado por un vago ecologismo para turistas de clase alta).
Cameron también incorpora el tema de la familia como fuerte y el de la necesidad de marcar territorio. Para lograrlo, los azulados Na’vi tienen que combatir a los humanos que vienen del cielo porque son los que traen el mal a Pandora, los que quieren arrasar con todo, no sin antes llevarse una sustancia que rejuvenece y que poseen las Tulkun, suerte de ballenas alienígenas que viven en comunión con los habitantes de Pandora, quienes se encargan de explicar la historia de estos animales para justificar escenas decisivas.
Es justamente una de estas ballenas la que va a entregar el mejor momento del filme (aquí va un spoiler): cuando le salva la vida a uno de los hijos de Jake Sully (Sam Worthington) y de Neytiri (Zoe Saldaña). El momento en el que el joven se hace amigo de esa Tulkun, separada del resto de ballenas por haber matado en defensa propia, es un corto perfecto, por el sentido de la aventura y por el amor por el género que irradia.
Jake y Neytiri buscan refugio en los arrecifes de Pandora, donde viven los Metkayina, una tribu diferente físicamente a los Na’vi. Jake y su familia, como la familia Metkayina que los alberga para protegerlos del temible Quaritch (Stephen Lang), cuidan a sus hijos, conviven con los animales del lugar y sólo pelean cuando es necesario, algo que siempre hemos visto en el cine norteamericano, pero acá trabajado con una tecnología que hace de las escenas de acción su fuerte, en gran parte debido al talento de Cameron para rodar los combates con abundante CGI.
Quizás la trama tienda a complejizarse un poco a medida que avanza (la película tiene 192 minutos) con elementos que Cameron introduce para darle envión a la historia, como el personaje de Spider (Jack Champion) y la relación especial que tiene con Quaritch, algo que se aprovecha para crear momentos de mucha tensión.
Avatar: El camino del agua es un largo cuento ecologista que aúna acción vertiginosa, drama familiar, filosofía new age y una historia que promete seguir expandiendo su universo. Aunque, claro, no deja de ser una coraza vistosa sin alma, un espectáculo bizantino sin épica.