El Camino del Agua (y la resiliencia).
Llegó como regalo de Navidad la segunda entrega de Avatar. La película que marcó un antes y un después, cinematográficamente hablando, dado a su innovadora tecnología y por crear un universo eco-místico con seres azulados y evolucionados. Retomando la continuidad de la historia, en una breve elipsis, nuestros avatares favoritos nos relatan como afianzan su historia de amor en Pandora teniendo hijitos y respetando la sagrada tierra.
Neytiri junto a Jake Sully viven en comunidad, sumado Spider, un joven humano que se cree Na’vi; nada menos que hijo del coronel Miles Quaritch. Pero humanos modificados genéticamente, deciden invadir nuevamente el continente extraterrestre para cobrar venganza y extraer de las Tulkun, una especie de ballena alien, un elixir que detiene el envejecimiento. Hay razones e intenciones varias para destruir el planeta.
Ante el ataque, Sully decide proteger a su familia y se refugia con una de las tribus que pertenecen al agua, quienes habitan en las islas de los extensos mares de Pandora. Ellos, que son de tierra, deberán adaptarse a ese nuevo hábitat y cultura, hasta que se avecinen los temidos enemigos y los deban enfrentar. Así transcurre este extenso espectáculo visual con una estética increíble que se asemeja a la de un video juego. Hay tomas submarinas deslumbrantes, así como las aéreas en las que se destacan las peleas.
En relación a la primera entrega, ha mejorado notablemente desde lo narrativo. El relato es más sólido y se centra, sobre todo, en los vínculos. Seres que se aman y se relacionan. Una familia que se adopta y adapta al entorno, asumiendo orgánicamente a la naturaleza. Y que a pesar de los problemas que deben sortear, se afianzan cada vez más. Un drama de acción sumergido en un universo mágico y fluorescente.