Excursiones. I. La última película de James Cameron es un corolario de toda su obra cinematográfica anterior: el mundo en el que despierta Jake Sully recuerda al automatizado y agresivo futuro de Terminator 2; el paso de un plano ecológico a otro remite a El abismo, donde también son necesarias prótesis para poder aventurarse en las profundidades del mar; la agresividad de los Na’vi, sobre todo la de Neytiri al principio, cuando todavía no sabemos nada de ella, hace pensar en la ferocidad irracional y primitiva, animal, de los aliens; a su vez, Grace y Neytiri, como todas las mujeres cameronianas, son verdaderas guerreras, fuertes y orgullosas a más no poder; y muchas criaturas de la superficie de Pandora tienen un increíble parecido a las encontradas por Cameron en los documentales subacuáticos como Ghosts of the Abyss y Aliens of the Deep (por eso es que en el mundo de Avatar no hay mares o ríos –solamente vemos un lago pequeño-, porque lo que podría llegar a ser la vida acuática está integrada estéticamente a la de la superficie). Estas son algunas de las conexiones con otras películas de Cameron que traza el gigante azul Avatar.
II. El cine de Cameron habla siempre de lo mismo: del hombre y la tecnología y de la relación conflictiva entre ambos, del papel de las instituciones militares y científicas en la sociedad, del deseo de aprender que raya en la conquista y dominación de la naturaleza. Pero hay algo, una corriente subterránea que recorre silenciosa toda su filmografía para evidenciarse en los documentales subacuáticos y estallar en Avatar, y es la exploración del mundo. Un poco a la manera de Flaherty, Rosellini, Carl Sagan o Herzog, desde El abismo en adelante el cine de Cameron parece reconcentrarse en el gusto por el descubrimiento, una expedición a lo desconocido. Avatar es la culminación de esa tendencia, en la que conviven y retroalimentan algunas de las corrientes más significativas de la historia del cine: la ficcionalización y cálculo de Flaherty (Avatar es, después de todo, una película animada, es decir, puro cálculo y puesta en escena), el didactismo amigable y respetuoso de Rosellini (presente sobre todo en India o La toma del poder de Luis XIV y que puede apreciarse en el aprendizaje sobre Pandora al que es sometido Jake) o la admiración frente a la naturaleza de Werner Herzog o de Sagan y su serie Cosmos (Avatar está plagada de momentos de revelación, de puro asombro frente al mundo que se descubre).
III. Menospreciar a Avatar por el trazo grueso de su mensaje antibélico y ecologista es no saber leer entre líneas. No discuto que la crítica al ejército y su vínculo con el poder económico sea un poco simple (aunque valoro la intención política del relato), o que el ecologismo de la película por momentos no despegue de la corrección más crasa (me molesta sobre todo la música ritual de los Na’vi, una especie de rejunte de melodías new age con sonidos pintorescamente africanos –alguien me dijo a la salida de la función que si un cineasta va a crear un mundo nuevo, la banda de sonido también debería serlo). Pero todo esto no es en absoluto el verdadero centro de la película. Para comprobarlo basta una simple operación matemática: determinar aproximadamente cuánto espacio en plano ocupan los Na’vi en las secuencias animadas (podría decirse que relativamente poco, salvo en los planos de la tribu donde hay muchos de ellos), restar esa cifra estimativa al total de los cuadros y el resultado que vamos a tener es que el universo de Pandora es el verdadero protagonista por lejos de la película. Alguien podría decir que con ese razonamiento un escenario siempre acaba siendo el centro de cualquier película, pero en Avatar hay un elemento extra: la animación. Nada de lo que vemos fue capturado por estar frente a una cámara, así que cada pequeño detalle, incluso el más insignificante, ya sea el paisaje de unas montañas al fondo o las hojas de los árboles, todo es una decisión de puesta en escena, estrictamente cinematográfica. En Avatar nos enfrentamos a un universo con un dinámica propia que se devela ante nuestros ojos y con el que tenemos que lidiar sin poder refugiarnos en la comodidad de las cosas del mundo: el detalle más diminuto, como cualquiera de las hojas que se agitan detrás de los protagonistas, no estaba en un principio allí, fue creado especialmente para ocupar ese lugar, cumple una función específica, y el poder llegar a apreciarlo tanto o más que a los conflictos entre militares, biólogos y tribus extraterrestres, depende de nuestra capacidad (e interés) para leer entre líneas.
IV. Para muchos espectadores (con los que hablé) y críticos (a los que leí) el gran problema de Avatar no es la poca sofisticación a la hora de construir personajes como el del militar, el ejecutivo que hace Giovanni Ribisi o de narrar de manera grandilocuente escenas como la del enfrentamiento entre el ejército y los Na’vi, sino que esos elementos pareciera que están refiriendo a temas de la actualidad internacional. El peor problema sería, entonces, no lo rudimentario de una parte del andamiaje narrativo, sino la lectura que se propone desde el guión: así, mucha gente hizo la sencilla operación de reemplazar Pandora por Irak y el mineral precioso del planeta por petróleo. Me pregunto: ¿qué pasaría si no hiciéramos ese reemplazo, tan simple y evidente? ¿Qué ocurriría si nos aguantáramos las ganas de unir los puntos, de agregar sentidos ya conocidos y probados a lo que estamos viendo? ¿Y si pudiéramos asistir a Avatar como a un relato más, sin necesidad de aplicar lecturas sobre el mundo contemporáneo, el imperialismo estadounidense, etc. etc; un relato con villanos fanáticos, héroes y valores incólumes? ¿Sería tan grave, entonces, la simpleza con que Cameron construye algunos personajes y conflictos? ¿No podría decirse, en cambio, que estamos frente a una manera de contar específica, propia del lenguaje de los géneros, común en una industria que desde hace casi un siglo es la responsable de varios de las más grandes narraciones de la historia del cine, en la que muchas veces la solemnidad y la exageración son recursos válidos? No niego que es la misma película la que trata de llevar la interpretación hacia el terreno de la actualidad política y ecológica, pero también es cierto que como espectadores podemos elegir a dónde dirigir nuestra atención: el quedarse atado al discurso grandilocuente de Avatar y perderse de recorrer libremente el increíble y asombroso mundo de Pandora es una decisión del espectador y no una imposición de la película. El que no alcanzó a disfrutar de Pandora por estar distraído con la batería discursiva del film no tiene excusa alguna.