Ni más ni menos que un nuevo comienzo para el cine
La nueva apuesta del director de Terminator y Titanic ya recaudó 800 millones de dólares en sólo 13 días. La integración de actuaciones con animaciones es tan asombrosa que ya es posible hablar de un nuevo mito, con la más sofisticada tecnología jamás imaginada.
Cuesta no ser hiperbólico a la hora de describir Avatar, porque el film lo es en el sentido más literal de la palabra. Fue creado por un domador de gigantes llamado James Cameron, un realizador a quien la crítica melindrosa coloca en el lugar de un Cecil B. De Mille vertiginoso (y eso con suerte, habida cuenta de que el cine del realizador de Los diez mandamientos no carece de algunas excelencias), cuando en realidad está en otro nivel, el de Coppola u Orson Welles. O, especialmente, el de Howard Hawks, otro domador de gigantes, un tipo capaz de terminar una película (El Dorado, otra que mienta un territorio mítico, ni más ni menos) con Robert Mitchum y John Wayne rengueando y que esos rascacielos no pierdan la dignidad.
Hawks, y Hitchcock, y Minelli, y Welles, y Coppola y hasta –sobre todo– el propio Griffith creían que el cine era (debía ser) más grande que la vida. Avatar lo grita con una pasión oceánica. Avatar no sólo es más grande que la vida: es un nuevo comienzo para el cine.
Es imposible agotar en un texto “de diario” todas las ideas que el film genera. Dado que el lector, a esta altura, quiere saber si tanta bambolla previa tiene sentido, aseguramos que sí: que incluso si no gusta de la fantasía, la ciencia ficción o la animación, Avatar va a depararle, en lo inmediato, una cantidad de diversión y entretenimiento por encima del costo de la entrada. Y aseguramos una segunda cosa: incluso si no gusta de ninguno de esos géneros cinematográficos, las imágenes van a quedarse en su memoria y crecerán hasta generarle cada vez más recuerdos e ideas. Como Titanic, aquel film que era chic despreciar por sus “lugares comunes típicamente hollywoodenses” (volveremos sobre esto), se irá transformando poco a poco en un mito, en aquella película que puede describirse como el origen de algo, el nacimiento –no “renacimiento”, porque Avatar presenta algo totalmente nuevo– para otro cine.
Avatares de la historia. Jake Sully (Sam Worthington) es un ex marine, lisiado. Su hermano gemelo fue asesinado en la calle de alguna ciudad para robarle la billetera. Es el año 2154, es decir, hoy. A Jake se le presenta una oportunidad: su hermano estaba destinado a viajar a Pandora, un satélite lejano parecido a la Tierra, habitado por una raza humanoide llamada Na’vi y que una “compañía” quiere conquistar en busca de un raro mineral de precios siderales. Hay una avanzada militar, pero también El Programa Avatar: seres humanos que se conectan mentalmente con cuerpos hechos a partir de su propio ADN y de ADN Na’vi, que les permite sobrevivir en la atmósfera de Pandora y comunicarse con los nativos, los “avatares”. Jake tiene el mismo ADN que su hermano; Jake se convierte en avatar de su hermano, ocupando su lugar como parte de ese programa.
Jake, que no puede caminar con sus propias piernas, comienza a hacerlo con las piernas Na’vi. Jake, además, fue marine e informa a la avanzada militar ahora a sueldo de la “compañía” (“estos tipos se enrolaban para luchar por algún ideal –piensa Jake–; ahora son mercenarios nomás”) de las costumbres de los nativos. Problema: Jake es educado e integrado a la cultura Na’vi por Neytiri, una mujer hija del líder de una tribu. Mientras los humanos viven conectados a toda clase de tecnologías y monstruos metálicos, los Na’vi viven en absoluto equilibrio con la naturaleza de su planeta, todo él, en realidad, una inmensa red pensante. Hay un conflicto final entre terrestres y Na’vi y Jake se transforma, ahora sí, en último avatar de sí mismo (es interesante ver las conexiones del término “avatar” con las religiones de la India y los ciclos de muerte-renacimiento) pasando definitivamente del lado de los nativos contra su raza de origen. La metáfora o “aplicabilidad” política (Irak, Vietnam, la conquista del Oeste, cualquier otra acción bélica estadounidense) es evidente y “sirve” de coartada para que Cameron muestre otras cosas mucho más importantes, mucho más pertinentes al arte.
Vivan los lugares comunes. Todas estas alternativas forman parte de la literatura y el arte más “bajo”, de las novelas pulp de ciencia ficción (Cameron cita como una de sus fuentes de inspiración el Edgar Rice Burroughs de Tarzán y, especialmente, John Carter from Mars, ambas obras perfectos nutrientes de Avatar), del western (sí, los Na’vi son los indios y los marines son la caballería, e incluso la batalla final es, vista por fin del lado ganador, la debacle de Custer), del film romántico –eso sí, con un personaje femenino ultrafuerte como Neytiri, belleza creada más por Zoe Saldana que por los efectos especiales–, de la fantasía cinematográfica, del dibujo animado “a la Disney”, del cuento de hadas. Y, por supuesto, de los mitos primigenios, ésos que dieron origen a todas las grandes narraciones, desde la Ilíada hasta el libro de Job.
Cameron hace algo importantísimo que los críticos de cadena de montaje no alcanzan a ver: sabe perfectamente que su material narrativo no es precisamente original, que en ese departamento nada lo es. Pero que lo que importa no es su novedad sino su verdad: cuando Jake y Neytiri aparecen ante nosotros como seres reales, lo que les pasa nos conmueve aunque les haya pasado a 100 millones de personajes antes que a ellos. Ellos son la novedad, Pandora es la novedad. La verdad absoluta de esos movimientos y esas emociones son la novedad. Desdeñar un film por sus lugares comunes (que no lo son: son arquetipos en este caso y Cameron los trata así, recuérdese que estamos viendo el origen de un nuevo planeta, literalmente) es como decir que el Evangelio está bueno pero no es más que una remake del mito de Osiris, o dejar de comer pizza porque uno ya sabe a qué sabe la muzzarella. Hollywood forjó un lenguaje también de estos elementos narrativos: cuando se usan por vagancia y se aplican como prótesis a un guión (ver El Código Da Vinci o Ángeles y demonios –films o novelas–, donde los “enigmas”, pura pereza, están a la altura de la última página de la vieja Anteojito), hieren al espectador de modo inmediato “expulsándolo” del mundo del film. Cuando quienes los viven nos transmiten la verdad de su existencia, son arquetipos. Son, ni más ni menos, avatares del mito.
Entrar en la pantalla. Para que todo esto se nos comunique de manera directa, Cameron puso en escena un esfuerzo tecnológico impresionante. El mismo esfuerzo tecnológico –a escala– que el Sistema Solar puso en escena para crear la Tierra: después de todo, Cameron crea un mundo completo y nos permite recorrerlo siguiendo a su héroe, comprenderlo, incluso amarlo. Para eso es necesaria la tecnología estereoscópica, porque ese mundo es tan nuevo que debe rodearnos, debe darnos toda la sensación posible de la realidad. Lo interesante es que para que eso parezca natural, para que hasta el más cómico de los inventos (unos raros bichos que tienen una hélice espiral en la nuca, por ejemplo) funcione, tiene que emplear toda clase de artificios. Artificios que no son sólo las maravillosas técnicas de integración de la animación digital y la actuación (a la altura, y en algunas secuencias por encima, de lo logrado por Peter Jackson en El Señor de los Anillos con Gollum) ni los escenarios virtuales que se comportan como reales (de hecho, si quiere comprar la entrada para no seguir la trama y sólo ver el mundo del film, la inversión quedará justificada, aunque ese mundo está hecho para contener esa trama, esa trama y esa historia, ciertos juicios, y todo va junto).
Es también la idea de que el artificio debe de ser tan evidente como para no verse (una lección aprendida de Disney, que por eso fue el mayor amigo y, al mismo tiempo, el peor enemigo del dibujo animado, artificio ostensible por naturaleza). Por eso es necesario ponerse los anteojos y rodearse de Pandora: porque el film nos transforma en avatares de sus héroes y sus villanos y nos permite pensar en lo que ellos piensan, sentir lo que ellos sienten. Que en Pandora o en Lomas de Zamora es lo mismo: en el fondo, qué es lo que nos permite vivir y seguir siendo humanos, qué nos trasciende y qué nos justifica. Para Cameron, siempre, esa dimensión espiritual se manifiesta a través de la imaginación y la acción física (como para Hawks, ni más ni menos). Y si el arte implica una distancia, sabiamente Avatar nos obliga a mantenerla: aunque parece que entramos, aunque su universo nos rodea y nos cautiva –literal y metafóricamente– aún no podemos modificar su drama. Es ése el privilegio del artista y la ilusión del cine.
Epílogo/Prólogo. De Avatar se pueden escribir (como de Titanic, Terminator o Aliens, las tres –hasta ahora– grandes obras maestras de James Cameron) muchas páginas. Se puede hablar de la relación entre naturaleza y tecnología en el film, de su compleja visión religiosa en doble perspectiva (parece panteísta, pero es otra cosa más sutil), de sus metáforas, de su poesía, de su aspecto lúdico, de sus conexiones con la historia del cine, de su mirada política, de sus actores, de su aliento épico, de las raíces populares de su puesta en escena, de sus secretos. No lo haremos aquí: Avatar sí es la revolución tan anunciada, sí es esa película que nos obliga a volver al cine y que nos lleva a pensar que todo vuelve a nacer, a reencarnarse. Avatar es el nuevo avatar del cine, otra vez recomenzado.