Dibujar y documentar
Pido un imposible. Despojémonos por un momento de la idea de las imágenes tridimensionales, corrámonos de la onda expansiva del marketing y de la necesidad de saber si estamos ante algo revolucionario o no. Una vez ahí, veamos qué cuenta Avatar y cómo lo cuenta. James Cameron, quien vuelve después de 12 años de ausencia tras el megaéxito de Titanic, llega para renovar el lenguaje cinematográfico uniendo las dos puntas del siglo: la que comenzó a indagar en la forma de crear imágenes y la que ahora concreta nuevas formas para esa construcción. El camino que traza Avatar, tras su arquetípica historia de invasiones, es un resumen del siglo y da pie para lo que viene. Es por eso que Avatar se convierte en un hito, más allá de sus resultados: porque plantea un nuevo punto de partida para el cine.
Avatar es una película y a la vez un fenómeno industrial. Su promoción se basa en la utilización del 3D. Es, como el cine en sus comienzos, un avance tecnológico que se traduce en arte: y esto es así porque Cameron tiene el talento como para que la novedad no minimice el resto, que es un magnético film de aventuras plagado de emociones. Pero la relación entre los comienzos del cine y lo que pasa ahora con Avatar va más allá. Cameron experimenta, como en los comienzos de las imágenes en movimiento, con la animación: casi todo lo que se ve es invención -el film justifica acabadamente su despliegue técnico-. Pero por otra parte, en vez de avanzar sin pensar, lo que hace es registrar el mundo que acaba de inventar como un documentalista. Avatar es al Siglo XXI lo que el registro de la salida de los obreros de la fábrica de los Lumiere fue el cierre del Siglo XIX.
Esta puesta en escena documental por un parte tiene el acierto de meter al espectador de lleno en el relato: Cameron sabe que el fuerte de su película son las imágenes, y por eso las registra con el afán de seducir al espectador. Y allí, la forma se imbrica con el fondo: así como el espectador se fascina con lo que ve, le ocurre lo mismo a Jake Sully (Sam Worthington), el protagonista, quien no puede avalar la avanzada militar/empresarial sobre Pandora. Muchos han criticado la simpleza de la historia de Avatar sin notar que la complejidad está dada por las imágenes. Y ahí, otra cuestión: ¿cómo justificar que una película totalmente ficticia y generada a puro píxel pueda ser una defensa de la naturaleza? Cameron no se pregunta sobre la naturaleza de las imágenes, sino sobre su propiedad. Ese cuidado en lo que dice y cómo lo dice es parte de su genio creador: no hay aquí un dispendio de tecnología.
Animación y documental, en realidad, no son utilizados como géneros por Cameron, sino que lo que hace es aprovecharse de sus formas para, ahí sí, construir un relato que se adscribe al más puro cine de aventuras. Algo similar hacía Werner Herzog, aunque con otras herramientas, en The wild blue yonder donde una serie de imágenes reales sobre el universo submarino se reconvertían por obra y gracia del falso documental en escenas de un espacio desconocido e inhóspito: pero allí jugaba la ciencia ficción. Es sabido que Cameron, al igual que Spielberg, es un director que aprovecha de la modernidad sólo las herramientas tecnológicas que esta le aporta. Pero su manera de contar tiene que ver con lo clásico (por eso también que sus películas sean minimizadas por las generaciones de jóvenes espectadores): es por esto que Avatar no innova en la forma de contar. El camino es más o menos conocido, incluso las imágenes cuanto esencia son lo mismo (por ejemplo el descubrimiento de volar sigue construyéndose a partir de una sucesión de planos amplios y planos cortos que amplifican el placer del héroe), pero la novedad aquí es cómo nos involucramos ante esto. Es ahí donde el director hacer su apuesta.
Avatar, por si fuera poco, además nos dice que en un tiempo donde el cine es pura imagen, hay que redoblar la apuesta y que esas imágenes tengan un real sentido cinematográfico. Y que eso no es malo si se corresponde con una pulsión narrativa que se expresa en emoción. También, que el marketing no tiene por qué ser malo por sí mismo, sino que puede rodear, a veces, productos masivos, populares y complejos: la promoción, entiéndase, es una de las formas de llegar a la gente (diferente es la propaganda). En ese contexto, ingresan también las fobias habituales a todo lo que se resuelve por la vía tecnológica, también de lo que tiene una tendencia ecologista o new age (bien expresada, con coherencia y respetando una lógica interna, cualquier idea puede ser plasmada en el cine). Hay un falso progresismo que teme de todo aquello que son las nuevas formas. Por un lado creen que estas formas sólo pueden estar dadas en cinematografías periféricas, sin descubrir que el cine mainstream es un lenguaje en sí mismo, que necesita y puede tener, actualización. Avatar demuestra todo esto. Y Cameron, además, nos pone en la encrucijada, tan terrible para el crítico cool, de reconocer que tanto Titanic como Avatar son dos grandes películas a pesar de ser las más taquilleras de la historia.
Vaya figura la de Cameron, que casi concluye el cine del Siglo XX con Titanic y que ahora, valientemente, aporta una nueva visión al cine que viene. Hoy Avatar es una obra maestra, puede que dentro de varios años, con el lenguaje ya incorporado, sólo sea vista como aquella que sentó el precedente. Sea como sea, es un film que pide a gritos despojarse de prejuicios y animarse a disfrutarlo y. más aún, recorrerlo y vivirlo.