La película que supuestamente reiventará el cine es simplemente un bosquejo millonario de algunas posibilidades de las tres dimensiones de la imagen y un buen ejercicio secundario en biología de ficción.
Después de un “retiro” de 12 años, “el rey del mundo” ha regresado. El hundimiento de un transatlántico, soberbio ícono de la segunda revolución industrial, ha quedado atrás. Si Titanic cerraba el cine del siglo XX, ahora con Avatar James Cameron viene a bautizar un nuevo siglo y un nuevo estadio del cine. Avatar es mucho más que un filme en 3D sobre el apocalipsis de una civilización alienígena, no muy distante de una comunidad neolítica de nuestra especie en el alba de nuestra colonización de la biósfera.
Esencialmente un western (en el espacio), aunque situado en el 2154, Avatar arranca como si fuera una versión pop e hiperreal de Metrópolis de Lang y culmina como si se estuviera recreando la invasión a Irak por otros medios. El militarismo yanqui y el corporativismo capitalista son el villano de la película. Los científicos terrícolas son el único orgullo de la Tierra. La misión es sencilla: arrasar con una forma de vida en otro planeta para extraer un misterioso mineral. Nuestro planeta es una tierra baldía, no así Pandora, un mundo poblado por diversas criaturas en donde los Na’Vi, una suerte de aborígenes humanoides turquesas con ojos y rabos felinos, viven en completa armonía con el resto de las especies.
La táctica es reconocible: introducir un espía. Es así que Jake Sully, un marine paralítico, reemplaza a su hermano, un científico involucrado en el Programa Avatar, por el cual se ha creado un híbrido entre los hombres y los Na’Vi. Compartiendo material genético, a cada hombre le corresponde su versión extraterrestre, que se llama avatar. En una expedición, Jake se pierde en la selva. Y será rescatado por Neytiri, una bella mujer Na’Vi. Como sucedía con Costner en Danza con lobos, la “salvaje” le enseñará un mundo, y, lógicamente, esto se coronará con una historia de amor, aunque Neytiri desconoce el objetivo militar de Jake y su perversa recompensa: volver a caminar, una operación posible pero económicamente imposible para un soldado.
Avatar será abrazada por la clase media New Age planetaria como la película que visualiza el imaginario utópico de una cosmovisión matriarcal espiritualmente elevada. Los Na’Vi creen en la interconexión de todos los seres vivientes. Todos somos hijos de Eywa, una deidad femenina omnipresente, incompatible con nuestra teología dominante, semita y masculina, y el darwinismo desacralizante. Los ritos de los Na’Vi son identificables: cánticos y sentadas grupales a la vieja usanza de un retiro semanal en algún ashram de un gurú de turno, y una versión espiritualizada de una conexión USB, aquí entre seres vivientes y no entre máquinas de almacenamiento de información. Todos somos uno.
Esta versión reduccionista de un universo organizado en clave feminista podrá ruborizar al espectador con excesos de testosterona, pero Cameron explota, a propósito de la conversión de Jake en un verdadero miembro de los Na’Vi, el arquetipo del héroe y su viaje de iniciación, un giro narrativo que le hubiera fascinado a Joseph Campbell. Avatar es profundamente estadounidense: los sioux, los hopis, la filosofía de Emerson, Pocahontas, Schwarzenegger, los hippies del 60, los piratas de la Casa Blanca reverberan en todos los planos de Avatar.
En este sentido, es pertinente comparar Avatar con La princesa Mononoke (y Laputa) de Miyazaki, filme superior en todos los sentidos con el que Avatar comparte su tema central: la ruptura de un orden cósmico y su equilibrio. El ecologismo trivial de Cameron y su concepción moral maniquea, protegidos por un despliegue técnico colosal y una eficacia constructivista de la belleza, no permiten pensar su propensión a la caricatura y a la simplificación extrema de su relato y de su supuesta crítica política (en ese sentido, Titanic, exponía una división de clases, cuya correlato era la distribución de camarotes, de abajo hacia arriba, en el barco). El lugar común cósmico de Avatar es parte de una cultura que ha despolitizado el dilema ecológico. Los buenos y los malos son estereotipos, el discurso que articula las acciones de sus personajes sentencias de un manual de autoayuda. Renunciar a la complejidad en aras de clarificar un mensaje es cosa de pastores, no de cineastas. Por eso, quien haya visto La princesa Mononoke podrá constatar otra aproximación a la naturaleza. El animismo de Miyazaki remite a otra tradición del mundo biológico y, sin participar de la metafísica hollywoodense, propone una interacción entre las especies que va más allá del “todos somos uno” (la interdependencia de las especies no es sinónimo de un monismo difuso, típico de la New Age). Además, todos los personajes tienen sus razones válidas para actuar como lo hacen. No hay buenos y malos, hay propósitos encontrados, choque de intereses, necesidades incompatibles.
Narrativamente esquemática y estéticamente esplendorosa, Avatar es el inicio esperanzador de una interacción entre lo analógico y lo digital, capaz de materializar cualquier universo imaginario. Coraline y Avatar y, a juzgar por el tráiler en 3D, Alicia en el país de las maravillas, de Tim Burton, son las primeras películas que muestran y demuestran cómo el 3D puede reinventar el espacio cinematográfico. La profundidad de campo, ese concepto clave para pensar el cine de Renoir y Welles hace ya casi 70 años, vuelve inesperadamente en este ostensible progreso técnico con implicancias formales. El fondo y el frente del plano se alteran para siempre. Y aquí Cameron deja un precedente: sus logros en la materia están subordinados al relato.
Para los amantes del cine, el evangelio de Cameron podrá ser indiferente, pero los placeres sensoriales del mundo que ha imaginado serán inolvidables. La fluorescencia de las noches de Pandora es un prodigio técnico incuestionable. Quizás el mantra de la sabiduría New Age “vender inteligencia y comprar asombro” se justifique en esta ocasión, ante el poder visual de Avatar. Quizás.
Roger Alan Koza / Copyleft 2010
Nota aclaratoria: cuando escribí mi crítica sobre Avatar el pasado 1 de enero, la que fue publicada tanto en versión en papel como en su versión web en La voz del interior, califiqué a la película con un Muy buena; era, sin duda, una evaluación excesiva, e intenté contrarrestar mi consciente decisión de ser generoso con el film con una crítica más larga en la web que diera cuenta de mis vacilaciones sobre el film de Cameron. Esa crítica extensa jamás se publicó, probablemente por su extensión. Durante toda la película tenía la impresión de estar viendo un film visualmente sorprendente y conceptualmente nulo. El tiempo ha pasado y creo que me equivoqué rotundamente en la calificación: un buena, un 6 es más que suficiente. Lo que se puede leer a continuación es la crítica completa, tal cual la redactara durante el primer día del año. Sólo agregué algunas oraciones menores.