James Cameron es un explorador incansable de las posibilidades del cine. Cada película suya es un viaje, y cada viaje suyo conduce a un lugar nuevo y sorprendente. Sus universos son fantásticos, titánicos, visualmente impactantes, pero además son coherentes y verosímiles debido a a la fluidez y la precisión con que funcionan. Muchos verán en Avatar una historia simple y trivial, casi la excusa para un despliegue tecnológico sin precedentes. Parafraseando a la protagonista de El Abismo, “hay que mirar con mejores ojos”. La película es la edificación detallada de una nueva especie de seres que tienen historia, mitos, ancestros, creencias, un hábitat tan atractivo como inhóspito y una poderosa energía vital. Es la construcción de una pareja –un clásico del realizador- a la par de la lucha por la supervivencia. Es la historia completa de un pueblo expresada a través de símbolos y criaturas singulares, todos ellos prolijamente ordenados en una puesta en escena sin fisuras. Desde las imponentes montañas flotantes hasta el más pequeño animal del territorio de Pandora, todo tiene una función determinada en el relato. Ninguna explicación redunda, ninguna revelación es azarosa. El despliegue visual es realmente alucinante, pero lo más importante es que nunca es gratuito. Avatar es un prodigio de la tecnología puesta al servicio del cine. Y el cine, en manos de Cameron, no es otra cosa que el mejor medio para desplegar el viejo y querido arte de contar historias...